Introducción
Los modos de gobernar que se entrecruzan en la historia continental crean híbridos con tintes oligárquicos y democráticos. Como tales, representan pujas entre sectores, pudiendo transicionar a formas más estables con coaliciones duraderas que sostienen una articulación de lo social, lo político y lo económico (véanse los excelentes análisis de Cameron 2020 y Foweraker 2021).
Desde, al menos, la doble transición, el régimen que está prevaleciendo en Latinoamérica es uno que crecientemente fusiona las esferas política y económica: la plutocracia. Esta es una metamorfosis en curso, que no está consolidada debido a divisiones entre las élites y a que muchos sujetos subalternos organizados políticamente no la aceptan de modo pasivo. Es por ello que recursivamente se producen dinámicas de organización y disrupción para ampliar la arena sociopolítica en la búsqueda de que los que son más sean considerados dignos de bienestar y participación ciudadana efectiva. Si bien este macroproceso de la historia de América Latina es el producto de disputas que no están bajo control de ningún actor específico, sino que son el resultado abierto de dinámicas relacionales entre coaliciones de actores, los movimientos populares ocupan un rol de relevancia. Analizaré aquí la forma que toman estas dinámicas de organización popular para definir la “cuestión social” de la doble transición. En el marco de la territorialización de la política, introduciré la importancia de los espacios de disrupción protegida y evaluaré qué son y qué impacto tienen los estallidos sociales en la lucha por la ampliación de la arena sociopolítica.
En este breve artículo condensaré parte del argumento teórico de mi libro The Poor’s Struggle for Political Incorporation, ampliado por una agenda de economía política de los movimientos sociales que desarrollo en otras publicaciones (Rossi 2019; 2022; 2023; 2025).[1]
Entre la reducción y la expansión de la arena sociopolítica
Como forma más extrema de fusión entre las esferas política y económica, la plutocracia contrae la arena sociopolítica y elimina abrupta o gradualmente la organización sociopolítica popular. Es por ello que los procesos de oligarquización de algunas repúblicas deberían ser leídos como inconclusas transiciones de régimen, las que pueden decantar en plutocracias.
¿En qué se diferencia la oligarquía de la plutocracia? La oligarquía es una forma de gobernar, organizando actores en una específica distribución del poder para sostener su propia riqueza material (Winters 2011, 7), mientras que la plutocracia es un tipo de régimen (atribuido a Jenofonte, La república de los lacedemonios) que implica la constitución de una forma de orden más estable y general que se produce —en parte importante— por la conformación de coaliciones oligárquicas que logran detentar el poder por períodos extensos. Por tanto, sin oligarquías no se producen plutocracias, pero este desenlace no es necesario, ya que hay otras coaliciones que resisten o proponen distintas formas de organizar a los actores sociopolíticos.
Como notamos en la actualidad, mientras la plutocracia es compatible con el liberalismo, incluso con formas de gobierno representativo o delegativo, no lo es con la democracia dado que socaba sus principios esenciales de igualdad, libertad y participación.
Entonces, ¿cómo se explica el apoyo electoral a dirigentes o propuestas oligárquicas de poder? Asumir que “los de abajo” desean modificar su situación subalterna es romántico, siendo que muchas veces la supervivencia a corto plazo, la “salvación individual” o hasta el orden dado son predilectos por sobre la incerteza de la transformación (Deckard y Auyero 2022). Sin embargo, la historia política muestra que son las coaliciones de los actores más politizados las que definen un modelo de desarrollo. Aunque no es un choque entre puntos fijos predeterminados estructuralmente, sino una disputa de maleables y cambiantes coaliciones de ganadores y perdedores de los modelos de desarrollo que fueron sucediéndose en la historia de América Latina, cuanto más se redujo el poder de las élites, más se constituyó alguna forma de poder popular. Y los principales actores que tienden a congregar a los perdedores (o los menos beneficiados) de un modelo de desarrollo son los movimientos populares, que promueven la ampliación de la arena sociopolítica.
En una perspectiva de largo plazo histórico, es en la disputa constante por reducir o ampliar la arena sociopolítica que se define la historia latinoamericana, experimentando en su modernidad dos grandes olas de incorporación y desincorporación (la primera ola es estudiada por Collier y Collier 1991, y la segunda por Rossi 2017), que suceden por medio de procesos autocratizantes o democratizantes.
La “cuestión social” de la doble transición
En América Latina, la más reciente transición de régimen fue doble: hacia una democracia pluralista liberal y hacia un capitalismo neoliberal. La forma que tomó esta doble transición potenció las tendencias plutocráticas inherentes a la delegación de las decisiones sociopolíticas. Un proceso de reforzamiento mutuo entre la delegación representativa y la multidimensional desigualdad social del capitalismo neoliberal es la mayor amenaza para la democracia, por el acrecentamiento del poder de control de la arena sociopolítica por parte de coaliciones oligárquicas.
Para comprender cómo los movimientos populares —a veces— resisten esta transición de la democracia a la plutocracia, necesitamos adentrarnos en la economía política de los movimientos sociales, conectando las dinámicas de la democratización con las disputas por la expansión o reducción de la arena sociopolítica. En otras palabras, introducir la disputa por el modelo de desarrollo en una reconexión de las esferas sociopolítica y socioeconómica de la doble transición.
En todo modelo de desarrollo hay ganadores y perdedores. Por ello, la dinámica central de los movimientos sociales que congregan a los sectores populares en cada modelo de desarrollo capitalista es la construcción disruptiva de la “cuestión social”. Esta lucha está ligada al patrón de desigualdad (modificado, reforzado o heredado), al grado de mercantilización de las relaciones sociales y al tipo de estratificación social que produce cada modelo de desarrollo. La forma en que se expresa y articula la “cuestión social” está vinculada a quiénes son los principales actores movilizados y qué intereses se asocian a cada modelo de desarrollo para legitimar a esos actores. Cuando las protestas se organizan en movimientos, esta acción colectiva también está emparentada con propuestas revolucionarias y reformistas para la transformación del modelo de desarrollo. Las luchas por la libertad (es decir, los derechos cívicos) y la luchas por la dignidad (o sea, los derechos sociales) se presentan generalmente separadas en movimientos diferentes; cuando se logra unificarlas, es posible constituir coaliciones multisectoriales poderosas. Los arreglos de intermediación de intereses son un resultado institucional de la “cuestión social” en la búsqueda de pacificar la disrupción producida por las víctimas organizadas de un determinado modelo de desarrollo. Es por ello que el papel de los movimientos sociales en el cambio o la estabilización del capitalismo democrático o autocrático es un tema crucial.
Los intereses de las élites económicas a menudo entran en conflicto entre sí y con los de las élites políticas; estos conflictos y las disputas (a veces violentas) que producen pueden crear oportunidades para que los movimientos sociales expandan la arena sociopolítica en una ola de (re)incorporación. En este sentido, “[t]ambién es importante tener en cuenta que las olas de incorporación no deben equipararse a la constitución de una sociedad más igualitaria o a la creación de un Estado de bienestar, sino más bien a la remodelación de la arena sociopolítica mediante la redefinición y la ampliación del número de actores políticos legítimos” (Rossi 2017, xii). En otras palabras, la incorporación significa que los actores movilizados que buscan ser reconocidos como articuladores legítimos de la “cuestión social” asociada a las víctimas de un modelo de desarrollo pasan a formar parte de los que definen un ámbito político central destinado a resolverla. Es por ello que, si la lucha por la libertad no es escindida de la lucha por la dignidad, la “cuestión social” del modelo de desarrollo imperante que algunos movimientos promueven irradia —como prefiguración o efecto no buscado— la constitución de coaliciones de resistencia a la metamorfosis plutocrática a la que tienden las democracias neoliberales.
Territorialización de la política
Las disputas por expandir o contraer la arena sociopolítica se producen en el marco de otra gran transformación, que es la territorialización de la política. Si bien la política decididamente tiene una dimensión territorial, esta no siempre ha sido central como lo es desde la doble transición.
La territorialización de la política la defino como la disputa por el control físico del espacio, ya sea un municipio, una provincia o una porción de tierra, dentro de una o más entidades políticamente constituidas. No se trata de una división ideológica, de clase, urbana/rural o centro/periferia, ya que las líneas de distinción entre antagonistas y aliados abarcan todos estos factores y los subsumen en la disputa por la gobernabilidad/disrupción territorial, independientemente de las afiliaciones partidarias e ideológicas. En este sentido, es el proceso mediante el cual el territorio resurge como una nueva división en América Latina después de que las reformas neoliberales y los regímenes autoritarios han debilitado o disuelto los acuerdos neocorporativistas para la resolución de los conflictos sociopolíticos en la sociedad. La territorialización no significa la aparición de un nuevo tipo de régimen, ya que la división aparece con diferente intensidad tanto en los ámbitos políticos corporativistas como en los pluralistas (para su conceptualización y análisis histórico detallado: Rossi 2019).
La territorialización de la política es a menudo política nacional, pero entra en juego en la disputa física por el territorio en nombre de intereses que a veces se limitan a una unidad política, y otras veces son conflictos de naturaleza transdistrital. En el entrelazamiento de la política contenciosa y la política rutinaria, la territorialización se refiere a algo más que a la mera pertenencia espacial de los actores políticos; significa, más bien, la interfusión espacial de los actores de base involucrados en cualquier lucha política particular. Dado que no implica la desnacionalización de la política, no se limita a las preferencias electorales o al autoritarismo subnacional. La territorialización de la política puede estar asociada a nuevos actores y a instituciones y prácticas reformuladas, pero también funciona dentro de instituciones ya establecidas y es puesta en juego por actores que provienen de la política corporativista, como los sindicatos.
En fin, la territorialización de la política no significa grados diferentes de penetración estatal territorial y puede no estar siquiera circunscripta a las fronteras de un Estado-nación. La porosidad de la territorialización de la política dependerá de múltiples factores, pero no es un resultado de la carencia de estatalidad.
La constitución de espacios de disrupción protegida
En el marco de estas transformaciones es que cómo y dónde se producen las disputas por el control de territorios es clave para dilucidar dónde se oligarquizan las relaciones sociales en formas de vasallaje, dónde es posible prefigurar relaciones sociales democráticas o emancipadoras y dónde se sostiene un espacio de pluralismo con actores múltiples en disputa por determinar las relaciones sociales dominantes.
Para comprender cómo se generan territorios de resistencia a la plutocracia que pueden terminar (en algunas pocas ocasiones) constituyendo coaliciones dominantes alternativas es importante introducir una perspectiva de espacialidad geográfica, que defino de la siguiente manera: “Por ‘espacio de disrupción protegida’ me refiero a un área geográfica que, debido a su ubicación dentro de la zona de influencia de una institución aliada fuerte, permite que los movimientos y otros actores desarrollen políticas contenciosas en condiciones que implican menos riesgo que en otros lugares” (Rossi 2017, 87). La identificación de estos territorios introduce un elemento espacial que podría explicar dónde pueden construir los movimientos las redes que les permiten surgir y expandirse.
En estos espacios de disrupción protegida es donde mayormente surgen los movimientos populares que logran aliados clave —como un alcalde, una diócesis, algún sindicato o partido con cierto poder— para constituir coaliciones que puedan disputar el modelo de desarrollo. Y, en algunos casos, hasta prefigurar en sus formas de organización y relación social un modelo alternativo. Cuando los movimientos lograron llegar al poder en gran parte de Sudamérica, conformaron coaliciones más amplias, con intereses en disputa, pudiendo insertar algunas ideas o prácticas a un osificado repertorio de estrategias de gestión estatal. Es por ello que en la segunda (y más reciente) ola de incorporación, podemos observar una variedad de tipos de vínculos entre movimientos y gobiernos que no responden a la radicalidad del gobernante, sino a otros elementos (Rossi 2017 y 2022 para un análisis comparado).
Estallidos sociales
En el marco de estas disputas territorializadas sin escaladas revolucionarias es que los estallidos sociales son los mayores eventos disruptivos masivos, multidimensionales y de una enorme densidad histórica. Son protestas metropolitanas que condensan una ruptura con voluntad popular destituyente que puede radicalizarse hasta proponer alguna salida instituyente, pero no representan revoluciones ni cambios de régimen. Se producen en contextos democráticos (o de liberalización) en el marco de un ciclo mayor. En algunos casos, componen el punto más álgido de un ciclo de movilización que se inicia en las periferias y, en otros, son el disparador urbano de un ciclo de protestas que produce un efecto dominó nacional.
Los estallidos sociales, como patrón general, son reacciones a la dirección de la doble transición. Es decir, son eventos cruciales de cuestionamiento al modelo de desarrollo imperante, que exponen la precariedad y los límites de las bajas capacidades estatales que desarrolla la dominación sustentada en coaliciones de oligarquías en sociedades extremadamente inequitativas. Como se producen por la acumulación de agravios no respondidos por parte de las autoridades políticas, estos reclamos van confluyendo aceleradamente en un patrón antiélites que los distingue de otras formas de disrupción masiva.
Las posibilidades de ampliación de la arena sociopolítica
El desasosiego constante que sufren las mayorías pauperizadas de América Latina no es el disparador de los estallidos sociales (aunque pueda ser fuente de reiteradas protestas), sino alguna acción abrupta que haga ya intolerable la forma plutocrática que crecientemente gobierna la región. Cuando las estrategias de supervivencia de los sectores populares se dislocan y las esperanzas de algún futuro para las clases medias jóvenes se truncan, los estallidos sociales comienzan a entrar en ebullición.
Es por ello que los estallidos sociales son eventos, en parte, cíclicos en sus reclamos de los sectores subalternos por ser miembros con dignidad de la sociedad y, a su vez, fundacionales en su potencialidad de ruptura con un modelo de desarrollo excluyente. Conforman un momento de aceleración de la temporalidad histórica en las luchas de largo aliento por evitar la oligarquización de las repúblicas latinoamericanas, y constituyen una porción importante del proceso de división y debilitamiento parcial de las élites en la historia de las luchas por la incorporación sociopolítica de los actores subalternos. Esto explica los diferentes tipos de respuestas institucionales que se producen dependiendo de cómo actores, eventos y régimen combinan recursividad e innovación.
Los caminos posibles de la ebullición social son diversos si se los ve en clave comparada. El poder de la violencia coordinada puede favorecer una respuesta instituyente, pero también abortar el disparador inicial y evitar que se canalice en un interlocutor válido que pueda articular una nueva “cuestión social” para el reclamo de vivir con dignidad. Si no se logra conformar un actor sostenido que pueda reclamar ser reconocido como legítimo articulador (o hasta representante) de las víctimas del modelo de desarrollo, es posible que el estallido no conforme una nueva “cuestión social” y se diluya en reclamos particularistas. En cambio, si se logra una coalición que sostenga al actor que reclama por la “cuestión social”, es posible que se amplíe la arena sociopolítica como resultado del estallido social.
En pocas palabras, es crucial preguntarse: ¿qué tipos de estallidos sociales producen la ampliación de la arena sociopolítica? La comparación de experiencias históricas indica que son los que tienen algún tipo de organización popular con capacidad de movilización sostenida y en disputa con el sistema de partidos. Esta organización popular puede preexistir al estallido y ser clave para conformar coaliciones multisectoriales o bien ser el resultado mismo del estallido, en la efervescencia creativa que la aceleración de la historia produce. Históricamente, podemos encontrar casos de ambos tipos, así como otros que no logran organicidad alguna.
Los estallidos sociales provocan siempre algún tipo de respuesta estatal a la disrupción. La primera es siempre represiva y estigmatizante, y busca deslegitimar todo reclamo y la emergencia de actores nuevos. Pero si los estallidos sociales siguen expandiéndose, emerge alguna respuesta institucional que excede lo meramente policial. Entonces, es clave la pregunta: ¿cómo se produce la institucionalización del descontento social? En general, se forja en una combinación de cooptación, incorporación y (des)movilización. Va a depender en gran medida de si el gobierno que emerja del estallido social es progresista o conservador, de si busca base popular para darse legitimidad y gobernabilidad, y de la situación en la que se encuentre el resto del espectro partidario. Si el contexto es de división de las élites, es más probable que la base movimientista sea relevante. En cambio, si las élites logran preservarse unidas, puede producirse un recambio de élites en el poder (incluso hacia la izquierda), pero no se ampliará la arena sociopolítica en la institucionalización de la rebelión popular.
Conclusión
La actual reacción oligárquica es un patrón recurrente en la historia del continente ante cada ampliación de la arena sociopolítica (o frente a la percepción de su potencial expansión). Las disputas que encontramos en América Latina permiten considerar la plutocracia como un proyecto todavía no logrado de reducción de la arena sociopolítica. La estabilidad o la radicalización de este decurso dependerá de las diferentes capacidades de articular coaliciones de apoyo o de resistencia.
Hay países que son referentes para los proyectos oligárquicos, como es el caso de Paraguay. Sin embargo, se ve el colapso político de Perú como un horizonte más probable (Crabtree, Durand y Wolff 2023). Ante esto, la inseguridad, pauperización e informalidad no ayudan a canalizar el apoyo a ningún modelo de desarrollo.
No obstante, en esta lucha por ser parte de la definición del destino común, algunos movimientos populares intentan resignificarse para enfrentar la radicalización oligárquica en curso. El debate interno sobre lo logrado, lo inconcluso y cómo evitar repetir los errores cometidos en dos décadas de participar con dispar poder en coaliciones de gobierno en casi toda Sudamérica sigue siendo una tarea pendiente para la mayoría de los movimientos. Tal vez por la falta de tiempo para redefinir parte del repertorio de estrategias, aún no se avizoran proyectos sólidos en el futuro cercano. En todo caso, en el afán por ofrecer la esperanza de un modelo de desarrollo alternativo viable, los movimientos populares y sus aliados se enfrentan al enorme desafío de lograr reconstituir nuevas coaliciones con capacidad de gobernar.