La teoría difusionista de la democracia ha contribuido a cierta sospecha respecto del uso del concepto revolución en procesos políticos democráticos de América Latina entre los siglos XIX y XXI. Sigue siendo tarea en curso conocer procesos de movilización popular provistos de lenguajes políticos y visiones del bien común, que reinventaron la comunidad política y la soberanía popular orientando ciclos de formación estatal antagónicos a la instrumentalización del estado moderno por parte de oligarquías y poderes domésticos en distintos ciclos de expansión y crisis del regimen capitalista. Entender las revoluciones como procesos determinantes del cambio histórico supone estudiar el impacto transformador de los ciclos de contienda y las articulaciones entre actores al calor del antagonismo, reconocer las formas de acumulación del poder que se desplegaron, valorar su impacto en la formación de la institucionalidad estatal y la redefinición de las formas de disputa hegemónica.
Una gama de discursos desdeña los usos del lenguaje democrático en la movilización popular latinoamericana, así como la capacidad de las proclamadas revoluciones de configurar instituciones políticas y formas de relacionamiento entre el estado y la sociedad que puedan reconocerse como democráticas. El pensamiento colonial y conservador deslegitimó la idoneidad del pueblo movilizado para dar lugar a procesos constitucionales legítimos. La llamada turba les parecía amenazante para la autoridad social y la costumbre que sostenía la jerarquía de estatus de clase, género y raza entre los miembros del cuerpo social. En el discurso liberal, dominante desde inicios de la guerra fría, la protesta social aparece como una amenaza contra instituciones que garantizan la estabilidad de la propiedad y los procedimientos representativos. Las movilizaciones populares se imaginan manipuladas por líderes amenazantes para la institucionalidad.
Esta teoría liberal recibió contundentes críticas por la teoría de la dependencia, su mirada sobre los populismos fue combatida por la filosofía democrática mientras la la historia social de la política ha ofrecido una amplia gama de obras que muestran el rol sustantivo que tuvieron las guerras decimonónicas y las movilizaciones políticas de clase y pueblo características de la primera mitad del siglo XX para contrarrestar el poder oligárquico y dar paso a la política nacional popular o para encender la reacción en la formación del mundo moderno. Al mismo tiempo que reconocemos nuestra deuda con la escuela del estructuralismo marxista, debemos revisar su lectura escéptica sobre el campo político popular y sobre una democracia radical latinoamericana. Los calificativos de "revoluciones ventrílocuas" o, simplemente, "ineficientes" provienen de la convicción de esta escuela de que el predominio de la oligarquía en el campo económico determinaba su predominio en el campo político y en la configuración estatal. Ultramontanismo y Conservadurismo, Liberalismo oligárquico y Liberalismo a la guerra fría y marxismo estructuralista depositaron una mirada escéptica sobre los procesos que analizamos. Aunque por distintos motivos, estos discursos han dificultado la comprensión de los procesos de movilización política y su capacidad de condicionar al poder.
Hoy es propicio revisar tales discursos y revaluar cómo el litigio, la movilización social, las batallas campales, las demandas jurídicas, los combates impresos, los plantones y los paros desplegaron fuerzas que encendieron el motor del cambio histórico y generaron sentidos plebeyos del concepto de ciudadanía, nación, estado y propiedad. Se trata también de observar cómo impregnaron el lenguaje de clase, raza y pueblo, aquellas batallas que dieron lugar a nuevas condiciones de poder, reformas sociales y estatales, y condiciones materiales y culturales para la expansión democrática en ciertos momentos y países en el siglo XX y XXI.
Escritura perdida: ¿imposibilidad de la revolución?
Para identificar los ciclos de revoluciones y su impacto en el cambio histórico que modeló distintos ciclos del republicanismo latinoamericano, es fundamental ejercer una crítica de ideologías y teorías que hicieron imposible su reconocimiento.
Podríamos empezar por las órdenes religiosas transnacionales que arribaron a América a mediados del siglo XIX. Estas se encontraron con países donde los partidos radicales estaban plenamente vivos y abanderaban apuestas de democratización, al tiempo que evocaban el lenguaje de la emancipación para disputar con enemigos internos y nuevos imperialismos. Frente a ello, el papado de Pío IX y sus emisarios en los márgenes imperiales declararon la guerra a esos movimientos, recurriendo a la retórica que describía a las plebes revolucionarias como monstruosas, sedientas de poder, manipuladas por jefes políticos inescrupulosos. Desde esta narrativa, de la revolución jamás podría surgir un orden social; las constituciones radicales eran, por tanto, ilegítimas, entre estas, la de Benito Juárez en México y la de Hilario López y José María Urvina en los Andes septentrionales. En el Ecuador, por ejemplo, las órdenes religiosas trasnacionales hablaron de una “revolución cholo-jacobina” que amenazaba a la “nación católica”. En el proyecto cultural del ultramontanismo del siglo XIX el esquema de autoridad ídebía sostenerse mediante la acción de redes transnacionales eclesiásticas y la consolidación de formas de autoridad patronal en los territorios ocupando el estado nacional un espacio subordinado en esta estrategia.
El saber instalado bajo el transnacionalismo católico moderno produjo una imagen fóbica de las organizaciones políticas dotadas de lenguaje fraternal, presentándolas como una afrenta a la moral y la civilización. Así, toda toma del Estado por parte del pueblo aparecía como un acto militar ilegítimo que no podía devenir en orden, pues la revolución, concebida como irrupción bárbara, carecía de capacidad instituyente. Del pensamiento imperialista derivó asimismo un positivismo darwinista que negó la posibilidad de construcción de democracias negras o indígenas.
La actividad política del siglo XIX en América Latina fue, no obstante, inmensa. El siglo de las guerras caudillistas fue un siglo de conflictos interpartidistas y de amplia movilización de sectores populares y clases medias, no solo en términos armados, sino también mediante instrumentos jurídicos y combate ideológico, con agendas contra la opresión, en nombre del bien común. Fue el siglo de la inventiva constitucional y del uso popular del derecho como parte del repertorio político del partido radical (Gargarella 2014; Sanders 2014; Ferrer 1999; Coronel 2022a). Uno de los impactos del radicalismo fue que, hacia finales del siglo XIX, en la mayoría de los países latinoamericanos se consolidó una alianza entre antiguos enemigos —liberales y ultramontanos— para eliminar al partido plebeyo radical: el partido democrático. En otros partidos se forjaron repúblicas democráticas en medio del crecimiento del mercado mundial y la dependencia.
Pese a ello, la presencia del saber social democrático no ha sido marginal en el discurso público y la historia del derecho latinoamericanos. El radicalismo informó, junto con el conservadurismo y el liberalismo, los diseños constitucionales y jurídicos de las repúblicas latinoamericanas hasta el último tercio del siglo XIX. La literatura histórica reciente ha demostrado que la movilización popular por derechos y libertad integró y radicalizó el lenguaje político ilustrado y romántico, democratizando su uso en conflictos y litigios, marcando a largo plazo identidades políticas.
Nuevamente, en las décadas de la crisis mundial resurgió el concepto de revolución, enarbolado para fortalecer la convocatoria popular y la articulación interclasista hacia alternativas democráticas que exigían reformas de la propiedad. Las primeras izquierdas dieron frente a la violencia impuesta por la banca mundial ante la protesta popular surgida por la crisis de la primera posguerra. Estos procesos condujeron a exigir derechos y ampliar los sentidos de democracia como elementos movilizadores para mitigar relaciones de poder y propiedad que atentaban contra los derechos políticos. El resurgir del concepto de revolución fue método de interpelación y acumulación de fuerzas e impulsó formas de intervención republicana en las relaciones de propiedad excluyentes, para consolidar los derechos políticos de las mayorías.
Revolución no es solo aquella que logra abolir el capitalismo, sino aquella que logra articular un bloque de poder capaz de imponer demandas que transforman los contornos restringidos de formas políticas previas, afectando los modos de procesar el conflicto y condicionando las formas de acumulación (Knight 2005). En países que atravesaron movilizaciones en torno a la democratización, sucedió que, en el contexto de crisis de la economía oligárquica, se renovó el discurso de la revolución como respuesta a la crisis, y se iniciaron nuevos ciclos de reforma del Estado que apuntaron a la integración de sujetos y demandas populares. Aunque esos procesos recibieron diferentes nombres —revolución institucionalista, democracias indoamericanas, populismos, etc.—, tuvieron en común la construcción de articulaciones de poder arraigadas en el campo popular, y la expansión del concepto ciudadanía a sujetos políticos colectivos, que lograron condicionar y/o regular el capital, que dieron origen a los derechos sociales asociados al fortalecimiento de los derechos políticos populares.
Guerra Fría: invisibilización y relativismo
La interrupción de las “democracias indoamericanas” y la imposición del modelo de democracia liberal desde los inicios de la Guerra Fría operaron por una combinación de elementos coercitivos y persuasivos que transformaron los modos de conocer y de intervenir sobre la institucionalidad y las comunidades. Ahí, se consolida la tesis de que toda forma de antagonismo político era ajena a la democracia, excluyendo de tal manera la experiencia latinoamericana, marcada por sucesivos ciclos de movilización política contenciosa, abanderada del concepto revolución, que apuntó a reformas del Estado.
Este relato portaba la visión del Institute of Interamerican Affairs y el programa Punto Cuarto, así como la visión empresarial de la International Basic Economy Corporation respecto de la necesidad de transformar las instituciones políticas latinoamericanas, esto junto con “abrir” las economías reprimarizándolas bajo la subordinación del sistema financiero mundial, bajo mecanismos de cooperación y tutelaje. La academia estadounidense desde los inicios de la Guerra Fría aportó a una aproximación a las comunidades latinoamericanas que obscurecieron el conocimiento de la experiencia de movilización política de los sectores populares en ciento cincuenta años de formación republicana. Los flamantes departamentos de antropología desplazaron optimistas el darwinismo social por el relativismo cultural. El relato de la antropología cultural favoreció el lenguaje simbólico, y su mirada desplazó la experiencia histórico-política que formaba parte de la cultura popular latinoamericana en medio de tensiones con el enfoque de la sociología política y los indigenismos nacionalistas.
Esto se dio precisamente en zonas donde las comunidades se habían movilizado políticamente para las grandes reformas y habían conformado repúblicas plebeyas e indígenas radicalizadas, como lo fueron, hacia mediados de los cuarenta, Guatemala, México y Ecuador y, con otras variantes, Costa Rica, Cuba y Colombia. Esta aproximación culturalista conjugó con la sociología funcionalista, la teoría de la modernización y la empresa cultural y mediática del turismo/folklorismo de ese período histórico, de una forma que requiere mayor estudio.
La generación de la “verdadera revolución” y la crítica a su pesimismo histórico
No solo las corrientes ideológicas del imperialismo coadyuvaron a la invisibilización de este panorama revolucionario: gran parte de ese mérito se lo debemos al canon mismo de la sociología histórica latinoamericana. Como lo he subrayado en otros textos (Coronel 2022b; 2018), la izquierda revolucionaria de los sesenta y los setenta, en su contundente crítica a las teorías de la modernización de la Guerra Fría, no apuntó con la misma consistencia contra los dispositivos culturales y la ideología cultural de la guerra fría de esta; entre estos una visión determinista cultural sobre las clases populares y la idea de procesos revolucionarios fracasados, quedaron sin revisión. El consenso fue restar relevancia a las banderas revolucionarias de los siglos XIX y XX en Latinoamérica, preservando para su generación la idea de ser “portavoces de la verdadera revolución”. Cuando las clases populares se evidenciaban como copartícipes de las guerras del siglo XIX o de los frentes populares del siglo XX, se sospechaba de procedimientos ventrílocuos, pues el lenguaje político democrático parecía ajeno a una clase popular que se buscaba leer desde la desposesión, la economía moral o la voz de la etnicidad (Guerrero 2010; Maiguashca y North 1991). A contramarcha de esta impronta, el impacto de la escuela de los modos de producción y lo nacional popular en América Latina (Assadourian 2005; Viotti da Costa 2001; Zavaleta Mercado 1987) fue clave para la renovación de la interrogante sobre los senderos de la política popular en la disputa por el poder, la revolución y la formación de los Estados.
Escritura encontrada
Un factor sustantivo del giro hacia una nueva exploración de los procesos democráticos latinoamericanos fue la reactualización de los usos del concepto revolución a inicios del siglo XXI. Esta giró, precisamente, en torno a los usos del concepto de revolución que acompañaban a movimientos orientados hacia la reconstrucción del Estado nacional y de bienestar, en antagonismo al poder corporativo transnacional fortalecido en el neoliberalismo. Movimientos plurinacionales, populares y soberanistas del siglo XXI apuntalaban procesos constitucionales y estatalidades que fortalecieron los bienes y garantías públicos, ampliaron la inclusión política e intentaron regular la riqueza para fines de bienestar social. Esto contrastaba con la política multiculturalista de los noventa que, si bien reivindicó derechos de los pueblos, convivió con un giro estatal desregulador de la riqueza.
La pregunta sobre las rutas democráticas y autoritarias en el republicanismo latinoamericano, así como el estudio de la organización social de la guerra y su impacto en las formas de institucionalización estatal (López-Alves 2003; Moore 2015; Centeno 2002), se conjugan hoy con interrogantes sobre las huellas del cambio y la capacidad de las revoluciones de transformar la orientación del Estado al intervenir en las disputas por el poder entre clases. Esto permitió identificar trayectorias de disputas y usos populares del discurso de la revolución en la demanda de bienes y derechos, recubiertas de razones públicas en nombre del bien común (Sanders 2004; Lasso 2007; Gantús 2009; Ferrer 1999; Figueroa 2022). Este trabajo se conjugó con análisis comparativos y esfuerzos interdisciplinarios de sociología histórica para determinar si la acumulación de poder articulada en la disputa por la hegemonía condujo a un cambio de la forma Estado y pudo imponerse sobre alternativas autoritarias.
Esto permitió a la academia latinoamericana pensar la emancipación y el potencial instituyente de la revolución por fuera de la fatalidad que pregonaba la escuela revisionista, según la cual el Estado latinoamericano solo era el reflejo de sus oligarquías dominantes, posibilitando explorar otras escuelas de pensamiento crítico y marxismos regionales. Además, revalorizó los esfuerzos y resultados que puede tener el juzgar a la oligarquía dentro de la tradición democrática radical y el sustituir una transición de la crisis dictada desde la banca por un proceso incluyente, socialmente orientado, regulacionista y redistributivo, pero, sobre todo, condicionado a la existencia de una movilización política provista de un discurso de lo público y de los deberes del Estado. En fin, ha permitido asegurar que en el continente se conformaron experimentos de reforma social y democrática mediante izquierdas y vías nacional-populares como respuesta a la crisis mundial del siglo XX (Vaughan 1997; Knight 2015; Díaz Arias 2015; Coronel 2011; Grandin 2000; Guanche 2017).
Esto permitió observar una sucesión de ciclos que evocaban los elementos del repertorio de la revolución republicana clásica: un ciclo de repudio a la tiranía —entendida como organizaciones políticas de círculos privados y a su manejo de la cosa pública—, y un ciclo de movilización social que desbordaba la lógica fragmentaria de la política estrictamente identitaria, para rearticular el concepto de soberanía popular y, a partir de ello, apuntalar derechos económicos.
Este conjunto de reflexiones resultaron en que la reciente producción académica en América Latina entrara en un ejercicio crítico frente a estructuras conceptuales bien instaladas en la segunda mitad del siglo XX, desplazando aquellas que dificultaban el conocimiento de los distintos ciclos de las revoluciones como procesos socialmente trascendentales, con impacto regional y mundial. Esto permitió entender que la construcción de un canon de pensamiento revisionista forjado entre los inicios de la Guerra Fría que fue, paradójicamente, reforzado por el marxismo revolucionario, hizo nebuloso el conocimiento de apuestas, diseños y experiencias democráticas de cuño propio en la construcción de las repúblicas-Estados latinoamericanos entre los siglos XIX y XXI. Esto significó el redescubrimiento del republicanismo popular, que instaló una tensión frente al predicamento del multiculturalismo y los estudios decoloniales, que enfatizaban en saberes e identidades fragmentadas.
Sin embargo, este debate no fue solo regional, sino una articulación con una discusión interdisciplinaria e intercontinental. Comenzando por la recuperación del republicanismo democrático en el mundo anglosajón, marcado por el debate sobre la distinción entre libertad negativa y libertad positiva, el mundo hispanoamericano colocó en el centro el problema crucial del partido democrático radical. En este sentido, el republicanismo interroga, desde sus orígenes en el mundo antiguo y nuevamente en el siglo XIX, frente al hecho de la esclavitud, el problema material de la libertad. El ejercicio político republicano exige el juicio sobre la desposesión que conduce a formas de dominación entre dos clases distintas de sujetos en relación con el régimen de propiedad, lo cual afecta a la república, en cuanto inhabilita políticamente a las mayorías. Estas últimas son las únicas que pueden hablar verdaderamente del bien común como el interés de los más comunes miembros de la polis, y no en nombre de intereses privados o de los intereses familiaristas del jefe de la organización patriarcal.
En los trabajos de Domènech (2017) que trata los orígenes republicanos del socialismo, de McCormick (2011) Maquiavelo y el antagonismo a las oligarquías, y de Bertomeu (2005) acerca de la jerarquía del derecho político sobre el derecho de propiedad en el republicanismo democrático, se produjo un rescate fundamental de la tradición republicana democrática o radical. Los estudios críticos sobre republicanismo disputaron con la escuela liberal anglosajona (Pettit 1997) para proponer una tradición democrática socialista invisibilizada que define el republicanismo democrático. Mientras tanto, el vínculo entre republicanismo y socialismo, republicanismo e izquierdas, republicanismo y populismo ha sido central en el debate latinoamericano reciente que explora la larga trayectoria de la corriente democrática y plebeya en el resurgimiento de alternativas políticas en el presente (Laclau 2005; Coronel y Cadahia 2018; Marey 2021; Biglieri y Cadahia 2021; Guanche 2008; Ramírez Gallegos y Stoessel 2018; Figueroa 2022).
El principio de reparación de la libertad de los plebeyos dicta la orientación del Estado republicano democrático a configurar formas de propiedad del común, restaurar formas de propiedad popular, y regular el capital y sus prácticas, con miras a sentar condiciones para el ejercicio de las virtudes políticas y la orientación de la república al bien común.
Este ha sido el mandato que ha causado mayores tensiones en los sucesivos ciclos de contienda entre republicanismos democráticos y oligárquicos. El concepto de la república de los pobres libres acompañó a las milicias abolicionistas y a las primeras alianzas entre el partido radical y las comunidades indígenas de Ecuador y Colombia.
El concepto jurídico de reparación, surgido de disputas entre comunidades y élites rurales por la propiedad y la libertad, fue central para la movilización popular y para las elaboraciones intelectuales de juristas y pensadores que buscaron inscribir en la ley capítulos que reconocieran derechos de propiedad, de posesión y de libertad como fundamentos inalienables de la vida republicana (Sanders 2004; Coronel 2022a).
Los elementos republicanos democráticos del socialismo andino pueden observarse en el modo en que las izquierdas y los movimientos nacional-populares afrontaron el problema de la crisis, entendida como momento de amenaza, de peligro de que el quiebre económico de las élites exportadoras condujera —como efectivamente ocurrió— a la violencia contra el pueblo para suprimir la protesta, y al restablecimiento de la esclavitud, perdiéndose incluso el rastro formal de la república. Entre las décadas de los años veinte y treinta, hasta el inicio de la Guerra Fría, un ciclo histórico clave de la revolución constituyente tuvo lugar en América Latina. En este, el concepto de soberanía popular se discutió de manera cercana al concepto de propiedad; democracia y capitalismo se encuentran en tensión política. Frente a la desigualdad de la propiedad, la desposesión y el peligro del dominio, el socialismo andino conjuga socialismo con democracia.
En la década de los años treinta, América Latina se distinguió por una diversidad de organizaciones políticas populares y de sectores medios, y una intervención estadística y exponencial, planificada y revisionista, en la economía. Surgieron programas de nuevos ciclos de revolución, como el cardenismo en México, el socialismo democrático y de raigambre indígena en Guatemala, la revolución nacional popular de 1938-1945 en Ecuador, junto con otras variantes, como la de Costa Rica, provistas de articulaciones partidistas que incluían al partido comunista, socialismos, liberalismos sociales en amalgamas nacional populares o populistas como en el Cono Sur.
Latinoamérica se imaginaba como territorio de experimentos de un nuevo ciclo de revolución, conectada con las revoluciones democráticas, pero provista de una amplitud popular organizada, dispuesta a dar bases materiales a la república de los trabajadores mediante redistribución de tierras, reconocimiento de las comunidades como sujetos de derecho social y político, incluso de representación funcional, mediante el combate cultural que consistía en una intensa interlocución interna interestamental que lograría revolucionar la subjetividad plebeya —y la burguesa también—, construyendo un lenguaje común y radicalmente moderno (Mariátegui 1994; Gallegos Lara 1946; Rojas 1996). La apuesta democrática era colocar precisamente el problema de la propiedad bajo el gobierno político.
A contrapunto del mito de que las revoluciones latinoamericanas son desinstitucionalizantes y antidemocráticas, estos estudios propusieron observar una genealogía histórica de la institucionalidad republicana. Un método de acumulación de poder político, un legado constitucional forjado en los siglos XIX y XX que revitalizaba, en el siglo XXI, un análisis crítico de la dictadura del mercado y las múltiples formas de reproducción de los mecanismos de concentración de la riqueza, una institucionalidad democrática de cuño propio que apuntaba a reparar las condiciones materiales para garantizar la libertad política de las clases populares: todas ellas forman parte del legado de las revoluciones y los republicanismos latinoamericanos para la teoría política moderna.[1]