El desafío republicano de Hispanoamérica: una revolución política de final abierto

Con más de doscientos años transitando la experiencia republicana, América Latina está atravesando un momento en el cual esa tradición y sus derivas se encuentran seriamente cuestionadas desde diversas zonas del arco político-ideológico. En este presente desconcertante y ante un futuro incierto, propongo mirar hacia el pasado para revisitar el período de formación de las comunidades políticas construidas sobre las ruinas del imperio español en América; esto es, reflexionar sobre las repúblicas hispanoamericanas del siglo xix. No se trata de descubrir hilos conductores que expliquen nuestras tribulaciones actuales en función de algún pecado original radicado en el pasado. En cambio, quisiera volver sobre esos procesos de creación y construcción política, que si bien ya han sido muy estudiados, siguen planteando dilemas e interrogantes que iluminan la vida política latinoamericana en el largo plazo. El tema es muy vasto, por lo que aquí reduciré el foco y, con punto de partida en mi ensayo Repúblicas del Nuevo Mundo (Sabato 2021), abordaré el desafío que supuso la opción por la república en el temprano siglo xix y lo que siguió: la puesta en marcha de un experimento político formidable a escala hispanoamericana, con inicio en las revoluciones de independencia y cambio de rumbo hacia el último cuarto de ese mismo siglo.

Estas reflexiones se recuestan sobre una frondosa producción historiográfica que, en las últimas décadas, ha indagado de manera innovadora en el siglo xix latinoamericano, poniendo en cuestión algunas de las certidumbres más arraigadas respecto de ese pasado.[1] Por años, ensayistas e historiadores calificaron la experiencia política de la región como “fallida” en relación con los modelos expectables de modernidad liberal, republicana o democrática provistos por los países del Norte. Hispanoamérica se descartaba de esa parte de la historia, pues se consideraba que los ensayos poscoloniales habían desembocado en una versión degradada del autogobierno sobre la base de la soberanía popular proclamada y que, por lo tanto, no respondían a los requisitos del canon. Hoy, esa visión ha quedado muy debilitada ante la renovación historiográfica que ha logrado con éxito cuestionarla para dar cuenta del lugar que ocupó la región en la compleja historia de la llamada “modernización política”.[2] Como sintetiza Gabriel Entin en un libro reciente, se trata de entender a las revoluciones hispanoamericanas del xix “como el cuarto gran laboratorio republicano de la modernidad” (Entin 2025, 17). Sobre estas bases historiográficas, se apoya mi propuesta.[3]

1.

Las independencias encontraron a la América española en medio de un turbulento proceso de cambio que desencadenó confrontaciones de palabras y de hechos entre quienes apostaban a soluciones diversas frente a la crisis imperial. A poco de andar, el triunfo de las posturas que abogaban por cortar definitivamente los lazos de subordinación con España despejó uno de los frentes de conflicto, mientras se abrían otros vinculados a las formas de organización territorial e institucional en el escenario poscolonial. No obstante la diversidad de propuestas en circulación, la región toda pronto se inclinó por un cambio revolucionario: la adopción del principio de soberanía popular como fundamento del “modo de vivir en común” (Rosanvallon 2003) y de la institución de las nuevas comunidades políticas. Esa figura implicaba, básicamente, el abandono de nociones del poder fundadas en instancias trascendentes para adoptar una visión de este como constructo humano inmanente: la comunidad auto-instituida habría de crear sus propias reglas de convivencia y gobierno.

Para entonces, esa opción tenía connotaciones radicales y vinculaba la insurgencia hispanoamericana con las revoluciones atlánticas. Era una definición provocativa en un mundo en que predominaban los absolutismos, y lo fue más aún cuando toda la Hispanoamérica continental descartó la variante más temperada de esa deriva, la monarquía constitucional, para inclinarse, luego de arduas disputas, por formas republicanas de gobierno. Esa opción, ahora lo sabemos, se probó definitiva; a diferencia de la mayor parte de los regímenes europeos decimonónicos de ese signo, que tuvieron corta duración, las repúblicas americanas nacidas en la década de 1820 se han sostenido hasta nuestros días. Así, las naciones que fueron tomando forma luego de la debacle imperial, se conformaron sobre la base de nuevos principios de organización política, plasmados en constituciones y estatutos que buscaron diseñar y anclar las flamantes comunidades imaginadas en normas e instituciones de inspiración republicana.

No había entonces, como no hay ahora, un modelo único de república ni existían recetas canónicas para darles forma, por lo que las repúblicas realmente existentes resultaron de un proceso de experimentación política a escala continental. No obstante la diversidad geográfica, social y cultural característica de Hispanoamérica, ese proceso siguió caminos paralelos en toda la región. La república fue un punto de llegada compartido y constituyó, a la vez, el punto de partida de algo nuevo, que planteó una cesura profunda con respecto al pasado anterior. Frente a la estructura estamental y corporativa propia del Antiguo Régimen, fundada sobre privilegios y obligaciones, se proponía una comunidad de iguales cuyo fin último era la defensa de la libertad de cada uno y del conjunto. Más allá de cuán logrado haya sido ese proyecto, su puesta en marcha inauguró un tiempo de gran incertidumbre en relación a cómo crear poder, reconstituir la autoridad y dar forma a nuevas reglas de mando y obediencia requeridas para hacer efectivo el gobierno —en este caso, el autogobierno basado en el principio de la soberanía popular—.

El cambio radical con respecto a los principios de organización social y los fundamentos del poder político exigió normativas e instituciones originales, mientras las viejas caducaban o adquirían nuevas valencias. Así, los criterios y las jerarquías que presidían el orden político-social previo perdieron vigencia, y si bien ese orden demostró una resiliencia en algunos casos notable, debía funcionar superpuesto a los parámetros introducidos por la oleada republicana.[4] Por lo tanto, es difícil sostener hoy la visión de una omnipresente y determinante herencia colonial, predominante hasta no hace mucho en las interpretaciones sobre el pasado de nuestra región.

2.

Los esfuerzos por dar sustento jurídico al nuevo ordenamiento siguieron caminos diversos, pero la común adopción del principio de soberanía popular como fundamento de la comunidad política fijó un piso irrenunciable, la “invención del pueblo”, según la magistral fórmula del historiador inglés Edmund Morgan (Morgan, 1988). No obstante las controversias conceptuales en torno a esa categoría y los conflictos concretos sobre su composición, lo cierto es que a partir de entonces el pueblo, como abstracción pero también como realidad material, ocupó un lugar central en la política.[5] Y esta cambió de escala para involucrar a hombres y mujeres de toda condición.

Para hacer operativo ese principio, a poco de andar se fueron descartando las formas directas de ejercicio de la soberanía popular que, como las asambleas de “pueblo” y los cabildos abiertos, tuvieron amplia difusión en la primera década revolucionaria. Ese proceso fue controvertido, pero para mediados de la década de 1820 se generalizó la adopción del sistema representativo que, aunque ajeno a la tradición del republicanismo clásico, ya se ensayaba en otras latitudes. Este sistema introducía una diferenciación fundamental entre el pueblo, origen de soberanía y fuente de poder, y el gobierno, emanado de aquel para ejercer el poder en su nombre. Esta diferenciación planteó un dilema de fondo que sobrevive hasta hoy: al establecer una distinción constitutiva entre gobernantes y gobernados se produce una cesura en el seno del pueblo que contradice el principio de igualdad entre quienes integran la comunidad política (Palti 2007). Ese dilema informó las preocupaciones de políticos y publicistas del siglo xix y las respuestas prácticas que ensayaron para poder gobernar, y sigue vigente hasta nuestros días. De todas maneras, desde ese momento la relación entre pueblo y gobierno, representados y representantes, constituyó una instancia decisiva de la vida política en las repúblicas. Para alcanzar, sostener, reproducir o impugnar el poder, quienes aspiraban a hacerlo debían recurrir a los gobernados, que así se involucraban en las competencias y disputas políticas de muy diversas maneras. Si bien los términos de esa relación fueron muy cambiantes, la fórmula adoptada para materializar la representación fue común a todas las repúblicas hispanoamericanas del xix.

3.

El sistema representativo moderno diseñó un dispositivo clave, las elecciones, a través del cual el pueblo, titular de la soberanía, escogía a quienes habrían de ejercer el gobierno en su “representación”. El sistema preveía, además, la instauración de mecanismos destinados a controlar el poder originado por la vía electoral, esto es, a limitar el gobierno de manera de proteger la libertad del conjunto y evitar el despotismo de unos pocos sobre la república. Al inclinarse por ese sistema, los hispanoamericanos recurrieron a ejemplos ya existentes en otras latitudes, pero a la vez adaptaron, reformaron e innovaron en la materia, al compás de sus propios debates y disputas en torno a la creación, la legitimación y el control del poder representativo. Y en ese proceso de experimentación, se fueron perfilando algunos rasgos propios a estas repúblicas.

En materia electoral, se destaca, en términos normativos, un patrón de ciudadanía política relativamente amplio para la época. En la mayoría de los casos, el derecho de sufragio alcanzaba a todos los varones adultos no dependientes, habilitados para votar pero no necesariamente para ser votados. Si bien los requisitos en ese sentido fueron laxos, la calificación requerida para los candidatos, sumado al predominio de sistemas indirectos, tendía a favorecer la estratificación jerárquica entre los actores del juego electoral. En la práctica, se realizaban elecciones frecuentes, muchas de ellas competitivas, de concurrencia muy variable. El ejercicio del sufragio era voluntario, por lo que la participación dependía sobre todo de la capacidad de movilización de las fuerzas políticas en competencia. En cada elección, se ponían en juego redes de índole partidaria, previamente organizadas, comandadas por dirigentes de distinto nivel, e integradas en su base por hombres provenientes en su mayoría de las capas populares.

En suma, sobre el basamento normativo de una ciudadanía política usualmente amplia se conformaban escenarios electorales diversos, pero con un potencial alto de movilización de ciudadanos encuadrados en fuerzas colectivas. La competencia trascendía el plano de los comicios, y tanto antes como después de ellos, se desplegaban diferentes acciones destinadas a apoyar o a criticar a los candidatos en pugna, lo que congregaba a un público que trascendía los límites de los habilitados para votar y ampliaba su repercusión.

Las elecciones eran condición necesaria para legitimar un gobierno, pero no eran condición suficiente, pues los elegidos estaban sujetos a diversas formas de control del poder. En los sistemas representativos, la voz del “pueblo” debía cumplir un rol decisivo en ese sentido (Manin 1995). Al igual que en otros casos, en Hispanoamérica la novedosa figura de la “opinión pública” devino instancia fundamental de legitimación de los gobernantes.[6] Más allá de las divergencias que surgieron en cuanto al ideal de esa figura, su adopción como fundamento de legitimidad abrió paso al desarrollo y la articulación de un conjunto de prácticas e instituciones de gran peso en la política decimonónica. Las libertades civiles cumplieron un papel relevante en ese sentido. Así, la libertad de prensa y el derecho de reunión y asociación favorecieron la expansión de la prensa, el asociacionismo en diferentes niveles, las peticiones y las movilizaciones colectivas, que se presentaban y actuaban como la materialización de la opinión. Estas instancias convocaban a sectores muy diversos de la población en acciones que alcanzaban eficacia política. De ellas dependía en buena medida la legitimidad de ejercicio de los elegidos, quienes a su vez trataban de incidir en ese terreno con suerte dispar.

Otra vía de control del poder estaba dirigida a enfrentar la tendencia a la “corrupción” de los gobiernos y el “despotismo” de los gobernantes por la vía de la ciudadanía armada. Desde temprano, en Hispanoamérica se introdujo el derecho y la obligación de los ciudadanos a portar armas en defensa de la libertad y la república. Era un derecho individual pero que no podía ejercerse individualmente, sino que se canalizaba a través de la institución de la milicia y sus variantes —guerrillas, guardias cívicas, guardias nacionales, entre otras—. Estas formaciones incorporaban organizadamente a importantes contingentes de hombres adultos en acciones de fuerte repercusión política. Dado que se trataba de fuerzas descentralizadas, su vigencia alimentó la dispersión del poder militar y facilitó la impugnación armada de los gobiernos de turno, con el argumento de la violación de libertades y los peligros del despotismo. De ahí la frecuencia de pronunciamientos y revoluciones en la región, procedimientos que se consideraban parte del repertorio político legítimo a la hora de limitar presuntos abusos de poder.

4.

Durante varias décadas, sobre esos mecanismos de representación ciudadana se desarrolló una vida política intensa, sustentada por una combinación de valores, principios, normas, instituciones y prácticas de tintes republicanos. En ese marco, se forjaron dirigencias relativamente abiertas y cambiantes, provenientes sobre todo de las clases acomodadas, que integraban los elencos de gobierno y estuvieron a la cabeza de los combates por el poder. De estos participaban también amplios sectores de la población, que se incorporaron a la práctica política, con diferentes grados de inserción, subordinación y autonomía. La competencia impulsó la organización y el despliegue de fuerzas electorales, milicias y montoneras, manifestaciones y movilizaciones, así como agudos y hasta virulentos intercambios retóricos en la prensa, los cuerpos legislativos y otras arenas públicas. No faltaron movimientos sociales que actuaron por fuera de esas tramas, pero su incidencia en el ritmo general de la política fue marginal. En general, la participación de las mayorías en la vida política cotidiana se daba encuadrada en redes encabezadas por líderes políticos y sociales, y sostenidas sobre un entramado de vínculos diversos entre las bases y los distintos niveles de la dirigencia.

De esta manera, sobre el principio de la igualdad del pueblo se generaron espacios de intervención política que fueron a la vez inclusivos y estratificados, esto es, sostenidamente desiguales. La incorporación formal e informal de amplios sectores de la población a la vida política no se tradujo en la consolidación de repúblicas igualitarias. Las prácticas políticas republicanas generaban y reproducían desigualdades, no porque se hubiesen diseñado para excluir, sino porque la inclusión se daba en contextos de participación en los que normas igualitarias no se materializaban en instituciones o prácticas igualitarias. La introducción de la soberanía popular constituyó un gesto clave destinado a erosionar las estratificaciones de la sociedad colonial. Pero el orden emergente dio lugar a sus propias jerarquías políticas, que diferían tanto de las vigentes previamente como de los nuevos patrones de estratificación social. Así, los componentes verticales presentes en los nuevos mecanismos de participación no replicaban los propios de la estructura social, aunque pudieran superponerse parcialmente. Resultaban, en cambio, de la propia dinámica política.

Por cierto que lo que hoy denominamos “clase”, “etnicidad” y “género” no fueron ajenos a las jerarquías emergentes, ya que esas dimensiones fueron constitutivas tanto del aparato normativo como de las prácticas políticas concretas. Así, las distinciones de género eran explícitas: las mujeres estaban formalmente excluidas del derecho a voto y de la milicia y mantuvieron un rol secundario en la esfera pública. Los varones de las clases trabajadoras, por su parte, estaban en general incluidos pero casi siempre subordinados a dirigentes que, si bien se reclutaban en diferentes estratos sociales, provenían en su mayoría de los sectores que contaban con cierto capital social y cultural. Las consideraciones étnicas prácticamente no figuraban en las normas, pero sobrevivían en las prácticas cotidianas. Una alta correlación entre clase social y raza predominaba en toda la región, y aunque no todos los denominados “indios” y menos aún los mestizos y mulatos integraban las capas más bajas de la población, la mayor parte de los indígenas formaban en las filas de los campesinos mientras los afroamericanos lo hacían en las de las clases trabajadoras, urbanas y rurales. Si bien las barreras de clase y raza eran porosas, y la incorporación a la política brindaba oportunidades para trascenderlas, existían limitaciones a esa movilidad, que no era suficientemente disruptiva como para cambiar los patrones dominantes de reproducción social. Esta cuestión, así como la pregunta acerca de las formas en que clase, etnicidad y género se vinculaban con las jerarquías políticas, constituyen temas abiertos y en discusión.

Estos patrones de participación no eran incompatibles con el orden republicano; por el contrario, eran sus criaturas. En ese contexto, las tensiones que surgían de la asimetría entre igualdad de derechos y las desigualdades resultantes del ejercicio de esos derechos pocas veces fueron causa de serios enfrentamientos políticos. Si bien hubo críticas, propuestas de cambio y modificaciones parciales, hasta entrado el siglo xix no se llegó a poner en cuestión la legitimidad del sistema en su conjunto.

5.

Estas instituciones y prácticas fueron pilares del sistema representativo y pautaron la relación entre gobernantes y gobernados durante varias décadas. Intensa, vibrante, con frecuencia turbulenta, y sobre todo inestable, la vida política estuvo atravesada por rivalidades y confrontaciones, que en parte remitían a la competencia entre personas y grupos por alcanzar el poder, pero también a divergencias respecto de cómo definir y organizar la vida colectiva. Proyectos, ambiciones e intereses contrapuestos alimentaron una conflictividad que con frecuencia desembocaba en enfrentamientos de difícil resolución pacífica. Esa dinámica no resultaba, sin embargo, de la incapacidad para jugar el juego de la república sino, por el contrario, de una manera de entender y respetar sus reglas.

En efecto, en la Hispanoamérica del siglo xix, la vida política forjada al calor de los ideales republicanos de libertad e igualdad se fundó sobre una retórica cívica que favorecía la intervención del pueblo, en abstracto pero también en concreto, e impulsó una amplia movilización de hombres y en menor medida mujeres de toda condición. Esa dinámica se daba, además, en un contexto de descentralización del poder, que fortalecía los liderazgos locales y regionales y conspiraba contra los intentos de construir instancias centralizadas de dominación que fueran hegemónicas. En ese marco, las confrontaciones partisanas llegaban a ser violentas, e imprimían un tono agonal a la política del período.

En conjunto, sin embargo, el sistema se reveló bastante eficiente a la hora de forjar repúblicas y de dotarlas de formas de gobierno que, aunque inestables, resultaron operativas durante varias décadas. En el camino, se pusieron a prueba diferentes modelos de organización política dentro de los marcos republicanos, con intentos de centralizar o federalizar el poder, limitar o disciplinar la participación popular y moderar la competencia partidaria, con éxito limitado. De todas maneras, la inestabilidad y la incertidumbre continuaron marcando la vida política, al menos hasta el último cuarto del siglo xix.[7]

Así llegamos a esos tiempos en que, nuevamente como producto de disputas políticas intensas, en buena parte de las flamantes naciones se impuso un giro a la república. Orden, estabilidad, y centralización fueron las coordenadas que guiaron el cambio y, aunque los pilares de la institucionalidad republicana siguieron vigentes en la letra, se buscó domesticar las prácticas y la dinámica general en función de los nuevos objetivos. Los regímenes que resultaron exitosos hacia finales del siglo lograron modificar muchos de los parámetros de participación política previos, dando nuevo rostro a la república. Pero allí no termina esta historia, pues, poco después, esos regímenes fueron a su vez objeto de cuestionamientos más radicales, que impulsaron el tránsito hacia las repúblicas democráticas del siglo xx.

En suma, en Hispanoamérica, la temprana opción republicana fue una apuesta muy arriesgada, que en su momento desafió al mundo, sufrió altibajos, experimentó cambios profundos, pero no se clausuró nunca, al menos hasta nuestros días. Frente a los retos actuales a esa tradición compleja vale la pena, por lo tanto, revisar la historia de estas naciones nacidas de una revolución y formadas como repúblicas, con sus dilemas, conflictos y contradicciones. El debate sobre el horizonte republicano del vivir en común contemporáneo sigue abierto.

Notas

[1] Existe una bibliografía amplia sobre la renovación de la historia política que, en sintonía con tendencias globales de las últimas cuatro décadas, ha tenido lugar en las historiografías nacionales de América Latina. Para una panorama de esos cambios a escala regional véase, entre otros, Sabato 2011 y Palacios 2007.

[2] Bibliografía actualizada sobre esta visión renovada en Entin 2025.

[3] Dada la extensión de la bibliografía reciente sobre los temas que aquí se abordan, he mantenido las referencias al mínimo. La información y los argumentos que sustentan esta propuesta así como el corpus bibliográfico de referencia se encuentran en Sabato 2021.

[4] Esta cuestión ha sido ampliamente debatida en la historiografía sobre América Latina. Para el impacto del cambio que implicó la introducción del principio de soberanía popular en Hispanoamérica, véanse, entre otros, Adelman 2006 y Entin 2025. De consulta indispensable es el clásico libro de Tulio Halperin Donghi (1985).

[5] Desde el clásico libro de François-Xavier Guerra (1992), la cuestión sobre el lugar del “pueblo” en la modernización política de Hispanoamérica adquirió renovada vigencia. Para una consideración del tema a escala latinoamericana véase, entre otros, Palti 2007.

[6] El concepto de “opinión pública” se acuño en la Europa del siglo xviii, donde comenzó a funcionar como “fuente abstracta” de legitimidad política (Baker 1987), y migró a América poco después. A partir de entonces, el término tuvo distintos significados y connotaciones, pero siempre refería al ejercicio del control del “pueblo” sobre quienes gobernaban en su nombre.

[7] La incertidumbre y la inestabilidad no fueron rasgos exclusivos de estas latitudes y plantearon dilemas similares en todas las experiencias republicanas de fines del siglo xviii y buena parte del xix, que muestran las mismas dificultades para establecer y reproducir el poder legítimo. Quizá por ello muchos de esos regímenes tuvieron corta vida.

Referencias

Adelman, Jeremy. 2006. Sovereignty and Revolution in the Iberian Atlantic. Princeton/Oxford: Princeton University Press.

Baker, Keith. 1987. “Politics and Public Opinion under the Old Regime: Some Reflections”. En Press and Politics in Revolutionary France, editado por Jack Censer y Jeremy D. Popkin. Berkeley: University of California Press.

Entin, Gabriel. 2025. En quête de république. Une histoire de la communauté politique en Amérique Hispanique. Rennes: Presses Universitaires de Rennes.

Guerra, François-Xavier. 1992. Modernidad e independencias. Ensayos sobre las revoluciones hispánicas. Madrid: Mapfre.

Halperin Donghi, Tulio. 1985. Reforma y disolución de los imperios ibéricos, 1750-1850. Madrid: Alianza Editorial.

Manin, Bernard. 1995. Principes du gouvernement représentatif. París: Flammarion.

Morgan, Edmund. 1988. Inventing the People: The Rise of Popular Sovereignty in England and America. Nueva York: W.W. Norton.

Palacios, Guillermo, coord. 2007. Ensayos sobre la Nueva Historia Política de América Latina, siglo xix. México: El Colegio de México.

Palti, Elías. 2007. El tiempo de la política. El siglo xix reconsiderado. Buenos Aires: Siglo XXI.

Rosanvallon, Pierre. 2003. Pour une histoire conceptuelle du politique. París: Éditions du Seuil.

Sabato, Hilda. 2021. Repúblicas del Nuevo Mundo. El experimento político latinoamericano del siglo xix. Buenos Aires/Lima/Santiago de Chile: Taurus. (En inglés, Princeton University Press, 2018 y en portugués, Editora da Universidade de São Paulo, 2025).

Sabato, Hilda. 2011. “Historia, política, historia política. Perspectivas desde América Latina”. En Nuevos horizontes del pasado. Culturas políticas, identidades y formas de representación, editado por Ángeles Barrio Alonso, Jorge de Hoyos y Rebeca Saavedra Arias. Santander: PUbliCan Ediciones.