Introducción
La crítica situación de seguridad y el deterioro marcado en materia de bienestar social, acentuados por preocupantes signos de autocratización en varios países latinoamericanos, han obligado a millones de personas, adultos, niñas, niños y adolescentes, a salir de sus comunidades de origen. Si bien un porcentaje importante de individuos y sus familias se desplazan dentro de sus países (Internal Displacement Monitoring Centre 2024),[1] el resto se ve obligado a salir de ellos en busca de protección y un futuro mejor. El importante crecimiento de los flujos migratorios en las Américas es resultado de una compleja dinámica en la que se entrelazan factores económicos (desigualdad en la distribución de la riqueza, incremento de la pobreza, falta de inversión para el desarrollo social y local, precarización laboral, desempleo, subempleo), sociales (falta de acceso a salud y educación, inexistencia de mecanismos de movilidad social, limitación de los sistemas de protección social, racismo sistémico que afecta a las poblaciones históricamente marginadas, como indígenas y afrodescendientes, y violencia patriarcal) y políticos (represión, autoritarismo, corrupción) (Feldmann, Bada y Durand 2021; Gandini 2024; Feldmann y Sturino 2024). Los flujos también son generados por la exposición a una serie de agentes de carácter natural derivados del cambio climático (inundaciones y deslizamientos, huracanes, sequía, incendios, aumento del nivel del mar y erosión costera) (Riosmena 2022) y facilitados por una nueva infraestructura de la movilidad física y tecnológica derivada del proceso de globalización (Álvarez Velasco y Cielo 2023; Ferris 2022).
Como han argumentado diversos autores (Massey y Durand 2010; Feldmann, Bada y Schütze 2019), las Américas constituyen un sistema migratorio integrado que entrelaza países de origen, tránsito y destino. América Latina y el Caribe, de haber sido desde la década de 1970 una región preponderantemente emisora de migrantes, se ha tornado, además, con el nuevo milenio, en receptora de flujos regionales y transcontinentales, y en espacio de tránsito de migrantes que buscan llegar a los Estados Unidos —el histórico destino migratorio regional y global— o a otros destinos continentales como Chile, la Argentina o Brasil.
Estas nuevas movilidades migratorias han suscitado diversas respuestas estatales. Aunque inicialmente los Estados mostraron cierto grado de apertura, en la década de 2010 adoptaron un tono restrictivo y selectivo (Domenech 2020),[2] dirigido a determinadas nacionalidades del Sur Global. A medida que las condiciones en los primeros países sudamericanos de acogida se deterioraron, especialmente durante la pandemia de covid-19 (2020-2023), los migrantes se vieron obligados a sortear fronteras impuestas por los Estados y regímenes legales restrictivos que los irregularizaron y los empujaron a condiciones hiperprecarias. Así, miles de personas se han visto obligadas a abandonar sus destinos iniciales, emprendiendo incesantes tránsitos de un país a otro en busca de un lugar digno donde vivir (Álvarez Velasco 2022).
Es decir, en la medida en que las condiciones que llevan a las personas a salir de sus países de origen (una combinación de pobreza, violencia, autoritarismo y desesperanza), lejos de cambiar, se exacerban, las personas se ven forzadas a poner en marcha planes alternativos y buscar nuevos destinos en las Américas. Así, en el curso de la última década hemos asistido a la intensificación de la interconexión y alta interdependencia de los sistemas migratorios hemisféricos (sudamericano, centroamericano y caribeño, y norteamericano), ya que, si bien los lazos son de larga data, no se caracterizaban por la masividad, diversidad e interrelación actuales (Feldmann et al. 2022; Feldmann, Bada y Schütze 2019).
En condiciones de extrema precarización, cientos de miles de personas han recorrido este vasto, complejo e interconectado sistema migratorio surcando grandes espacios a pie, cruzando ríos y estrechos del mar Caribe y del océano Pacífico en tránsitos prolongados (Basok et al. 2015; Álvarez Velasco, Pedone y Miranda 2021). A lo largo de su trayecto, enfrentan períodos de espera a veces prolongados y múltiples desafíos mientras deciden dónde ir y qué hacer. Se trata de grupos de personas, familias nucleares o conformadas en ruta, que abandonan sus comunidades por distintas razones —económicas, ambientales, de violencia o de reunificación familiar— y que transitan por las mismas rutas migratorias, utilizando diversas infraestructuras de movilidad y espera. En este proceso, despliegan estrategias materiales, emocionales y sociales, configurando un cuidado colectivo en ruta que sostiene su incesante lucha migrante por mantener sus vidas en movimiento (Álvarez Velasco y Varela-Huerta 2025).
Como parte de un proyecto de investigación colectiva e interdisciplinaria sobre migraciones en tránsito (Transnational Migration Network 2023), hemos entrevistado a decenas de personas a lo largo de la ruta migrante (Chile, Colombia, Ecuador, Panamá, México) y realizado una serie de grupos focales en puntos de destino, como la ciudad de Chicago, en los Estados Unidos. Si bien muchas personas migrantes y solicitantes de refugio destacan cómo gran parte de las comunidades muestran solidaridad y empatía, la inmensa mayoría coincide en que el trayecto es brutal. Relato tras relato, se da cuenta de un contexto de extrema inhumanidad en la que las personas, sin que importe su condición (edad, género, pertenencia étnica o condiciones de salud), enfrentan hostilidad, diversas formas de violencia (verbal, psicológica, física o sexual), abuso e incomprensión por parte de una multiplicidad de actores, autoridades corruptas, grupos criminales y una cantidad de personas inescrupulosas que se aprovechan de la desesperación para extraer un beneficio económico. Los relatos son reveladores; para muestra, el de Yandriley, una migrante venezolana de 31 años que lleva más de un año ‘en tránsito’ junto a su marido, Jorge, de 45, y cuatro hijes pequeños, de once, nueve, siente y cuatro años:
Mucha gente buena nos ha ayudado. En la selva del Darién, los haitianos cargaron con nosotros, porque no dábamos más, son gente muy fuerte y generosa. En Nicaragua varias personas arriesgaron multas para darnos cola [aventón] y en Honduras, la policía nos dio agua y alimento y una señora que nos llevó en su camioneta nos dio una plática que usamos para comprar chupetines que vendimos para sostenernos y proseguir el viaje. Y los malos, que los hay, y muchos, nos han dejado tranquilos, es un milagro. […] Recuerdo cómo un oficial en un retén de México bajó a varios otros migrantes del bus, pero a nosotros nos dejó seguir sin mediar palabra. Y los narcos como si nada, pague y pase. […] Ahora esperamos para conseguir la cita a través de una aplicación, la cbp One, que se aplica por el celular, y con el favor de Dios vamos a llegar a Estados Unidos, porque a Venezuela no regresaré jamás, no hay nada para nosotros allá.
El testimonio pertenece a una joven venezolana que, al no lograr su objetivo de entrar a los Estados Unidos, está solicitando refugio en México en condiciones en extrema precariedad e incertidumbre. El nuevo contexto en el que personas migrantes y solicitantes de asilo buscan un destino alternativo a Estados Unidos es parte de una dinámica de más largo plazo, a raíz de la cual la migración interregional en América Latina y el Caribe ha crecido de manera acentuada, y a una velocidad mucho mayor que la migración dirigida al mayor destino hemisférico. Entre 2015 y 2022, el número de migrantes de América Latina y el Caribe se incrementó de 7 a 13 millones. En el mismo período, el número de migrantes de la región en los Estados Unidos aumentó solo en un millón (The Economist 2025). Este movimiento está alimentado en su mayoría por el multitudinario éxodo venezolano, calculado en 7,8 millones, de los cuales el 86% se encuentra en América Latina y el Caribe. De estas personas, 2,8 millones se encuentran en Colombia; 1,7 millones en Perú; 620.000 en Brasil; 525.000 en Chile; 444.000 en Ecuador; 165.000 en la Argentina; 125.000 en la República Dominicana, y 105.000 en México. En contraste, solo 545.000 se encuentran en los Estados Unidos (Plataforma de Coordinación Intraregional para Refugiados y Migrantes de Venezuela 2024).
La llegada al poder de Trump ha agudizado las difíciles condiciones que enfrentan migrantes y refugiados en la región. La agresiva política migratoria de la administración, caracterizada por una abierta criminalización, hostigamiento, ambiciones de expulsiones masivas, cierre de procesos de asilo, y una serie de medidas bilaterales[3] extremas tendientes a contener los flujos y deportar nacionales de terceras nacionalidades han llevado a que miles de migrantes y refugiados que deseaban llegar a los Estados Unidos optaran por alterar sus planes. Esta tendencia se ve acentuada por una creciente hostilidad por parte de las autoridades y de la sociedad y ha llevado a que muchas personas, tanto en situación migratoria irregularizada o en regla, decidan salir de los Estados Unidos en busca de un mejor futuro en un destino alternativo. En el caso de los miles de personas que se encontraban en ruta hacia el norte, por ejemplo, aquellos que estaban en México a la espera de su cita para la entrevista preliminar de asilo se han visto obligados a repensar su plan original. Desilusionados y con temor e incertidumbre frente a lo que les espera, muchos han decidido incluso regresar a sus países de origen, mientras que otros buscan una alternativa en algunos de los países de la región (Vanegas 2025). A lo largo de febrero de 2025, la región ha atestiguado un fenómeno migratorio, solo visto durante la pandemia de covid-19: migraciones en reversa o el retorno a países de origen (InMovilidad en las Américas 2025). Esa misma tendencia se está multiplicado y las mismas rutas e infraestructuras de movilidad y espera que otrora sirvieran para los complejos tránsitos sur-norte hoy son usadas para regresar desde México, Costa Rica o Panamá hacia Sudamérica (Delacroix y Zamorano 2025).
Migraciones en tránsito por espacios criminalizados y con escasa protección
Como indicamos, América Latina enfrenta una situación crítica en materia de seguridad, caracterizada por patrones de vulneración sistemáticos y masivos (extorsión, secuestro, asesinatos y desapariciones) por parte de actores criminales en contextos de impunidad institucional (Vilalta 2020; Koonings y Kruijt 2023; Feldmann y Luna 2023). El deterioro de las condiciones de seguridad en la región no solo obliga a las personas a salir de sus comunidades, sino también las afecta durante su tránsito hacia sus lugares de destino. Grandes extensiones de los territorios por los que se desplazan o asientan se caracterizan por la presencia de actores criminales y autoridades corruptas.
Conscientes de las enormes sumas de dinero que genera el movimiento masivo de personas, diversas organizaciones criminales, muchas con operaciones en otros tipos de mercados (droga, contrabando), han entrado al negocio migratorio (Assman y Shuldiner 2024). Esto obedece a un patrón generalizado por el cual muchas organizaciones criminales, sobre todo de crimen organizado, han ampliado su portafolio de negocios (Bergman 2018). El crimen organizado ha jugado históricamente un rol preponderante en el multimillonario negocio de la trata de personas para prostitución y trabajos forzados (Weitzer 2015). Un ejemplo que da cuenta de las oportunidades que abre esta actividad es la entrada a la escena del Tren de Aragua, una poderosa organización criminal transnacional venezolana que ha tenido un meteórico ascenso por su vinculación con diversos negocios y prácticas ilícitas relativas a la diáspora venezolana (InSight Crime 2024).
Dada su enorme intuición para los negocios y su adaptabilidad, muchas organizaciones criminales comprendieron rápidamente que pueden lucrar con los flujos masivos de personas. Varias son las modalidades que utilizan los grupos criminales para lucrar con el tránsito de personas. En primer lugar, la extorsión: crecientemente miembros del crimen organizado secuestran migrantes en tránsito y luego demandan importantes sumas de dinero a sus parientes en los países de origen, sobre todo en los Estados Unidos, para liberarlos (Verduzco y Brewer 2024). Esta práctica se ha generalizado en la ruta migratoria, sobre todo en Guatemala y México, pero evidencia anecdótica da cuenta de su extensión hacia Sudamérica y el Caribe. La extorsión muchas veces se funde con el secuestro: abundan relatos de muertes de aquellos que no pudieron pagar el rescate, o bien de cómo grupos del crimen organizado obligan a los migrantes que no pueden pagar rescate a trabajar para ellos como cargadores, mulas, trabajadores domésticos, agrícolas o sexuales. Otros testimonios dan cuenta de condiciones terribles en las cuales estos grupos someten a las personas a condiciones de esclavitud moderna.[4] La extorsión también afecta a las personas en sitios de circulación (Tulcán, Lago Agrio, Cúcuta, Necoclí, Turbo, Metetí), entre muchas ciudades fronterizas en ruta, donde deben esperar por períodos de tiempo largos o cortos y donde organizaciones criminales las obligan a pagar por el derecho a permanecer o bien demandan un porcentaje de lo que obtienen trabajando en la economía formal o informal.
Katy, una joven de origen cubano, que venía de Colombia, nos relató en una entrevista hecha en una localidad mexicana, cómo su padrastro se vio involucrado en una de las más recientes modalidades de secuestro. Tras haber esperado meses en Ciudad de México a que le saliera la entrevista para la solicitud de asilo en los Estados Unidos, a través de la aplicación CBP One, viajó a Tijuana un día antes de su cita. Al salir del aeropuerto lo secuestraron. Luego de juntar 4000 dólares que enviaron sus familiares desde los Estados Unidos, lo liberaron. “Apuntan a venezolanos o cubanos, porque saben que tienen familia en los Estados Unidos y pueden juntar dólares”, explicó. Esta violenta experiencia también ocurre en otras ciudades fronterizas, como Ciudad Juárez, por ejemplo.
Además de las prácticas violentas mencionadas, el accionar del crimen organizado con la población migrante adopta otras dinámicas. Por un lado, diversos grupos criminales ofrecen “servicios” de transporte, portaequipajes, o cobran peaje a las personas que transitan por sus territorios. Esta práctica ocurre a lo largo de territorios caracterizados por la existencia de esquemas de gobernanza criminal. Por esta razón, nos referimos a espacios donde grupos criminales imponen reglas y restricciones sobre el comportamiento (Lessing 2021, 3). En estas áreas organizaciones criminales regulan el orden social, incluidas las economías informales o ilegales, mediante el establecimiento de instituciones formales e informales que reemplazan, complementan o compiten con el Estado y distribuyen bienes públicos (por ejemplo, servicios sociales, justicia y seguridad) (Mantilla y Feldmann 2021). Sin la protección de un Estado funcional, ya sea porque es demasiado débil para confrontar a estas organizaciones o porque es copartícipe de estos esquemas, las personas que transitan deben obedecer las reglas impuestas y pagar lo que se les exige. Esta dinámica se observa en la Selva del Darién donde El Clan del Golfo, una organización criminal colombiana vinculada al paramilitarismo (Shuldiner y Saffon 2024),[5] utiliza su control sobre la zona noroeste de Colombia que colinda con el estrecho del Darién, para profitar del tránsito de personas. El Clan lleva a cabo una compleja operación para facilitar el tránsito de migrantes que desean llegar al Darién desde territorio colombiano. La organización ofrece transporte marítimo (por lancha) y “protección” por la que, según reportes, cobra entre 100 y 125 dólares per cápita. De acuerdo con testimonios en terreno, la organización también impone un impuesto (llamado gramaje) a las personas de la comunidad que dan posada, alimentan o guían a los migrantes (France 24 2023). De esta manera multiplica sin mayor esfuerzo sus ganancias. El Ministerio de Defensa de Colombia estima que como resultado de la operación el Clan amasó cerca de 57 millones de dólares solo en el 2023 (Human Rights Watch 2024).
Dennis, un migrante ecuatoriano de 26 años, que salió de Ecuador a Chicago cruzando por el Darién, tuvo que negociar con los guías colombianos, que trabajan para el Clan del Golfo, el precio que pagaría para entrar a la selva del Darién por Acandí. La negociación de Dennis no fue fácil: él no tenía dinero suficiente para pagar el costo de esa ruta, pero en su insistencia logró que el precio fuera reducido y así pudo entrar a la selva. Yandriley y su familia de Venezuela, a quien citamos antes, tuvieron que negociar con miembros del eln y del Tren de Aragua para poder cruzar por trocha la frontera entre Cúcuta y San Antonio del Táchira, en su ruta a Colombia (sobre el ELN, ver Mantilla y Feldmann 2024). Los testimonios sobre esta práctica se multiplican.
Por otro lado, muchos criminales, generalmente grupos con niveles organizativos menos sofisticados, ganan dinero a través del robo a los migrantes en ruta. Numerosos testimonios e informes dan cuenta de un patrón generalizado de asaltos en la selva en el que grupos criminales despojan a las personas de sus escasos bienes (Gandini, Álvarez Velasco y Feldmann 2024). Edgar, un migrante venezolano es sus veintes y que ahora se encuentra en Denver, recapituló los encuentros que tuvo con diversos actores del crimen organizado a lo largo de su trayecto migratorio. Además de haberles pagado por su cruce por el Darién, en México se topó varias veces con ellos. Lo bajaron de autobuses en más de tres ocasiones, en algunas juntaron dinero entre varios para que todos los pasajeros pudieran seguir. Junto con amigos de la ruta, decidió cruzar el muro que separa México de los Estados Unidos por un lugar cerca de Ciudad Juárez, donde les dijeron que se podía pasar. Al llegar, se encontraron con ‘los narcos’ -criminales- quienes le cobraron 400 dólares a cada uno por usar esa “puerta” que era de ellos (en estricto sentido, es una abertura en el muro que utilizan para cruzar personas y otras mercancías hasta que las autoridades la descubren y la vuelven a cerrar, ante lo cual abren otra).
Conclusiones
Enfrentados a diversas manifestaciones de violencia, muchas de naturaleza criminal, y difíciles condiciones económicas y políticas, cientos de miles de personas han debido abandonar sus comunidades en busca de seguridad y mejores oportunidades. La ruta que emprenden está marcada por altos niveles de violencia, abuso y explotación por parte de autoridades corruptas y, de manera creciente, por diversos grupos criminales. El crimen organizado ha encontrado en la migración un lucrativo negocio, sometiendo a los migrantes a extorsión, secuestros y otros abusos a lo largo de sus trayectos. Las organizaciones criminales controlan grandes zonas de tránsito, imponiendo tarifas y regulando el movimiento de personas. Estos grupos, como el Clan del Golfo, el Ejército Nacional de Liberación, el Tren de Aragua y diversos carteles mexicanos (Sinaloa, Golfo, Jalisco Nueva Generación, Zetas, Tijuana, Juárez, entre otros) explotan y abusan de migrantes y refugiados.
La población migrante se encuentra en una situación de vulnerabilidad mayor derivada de su condición de no nacionales, que en general no cuentan con un estatus migratorio regularizado. Esto los expone a violencia y desprotección en diversos ámbitos, sobre todo en lo relativo al acceso de derechos laborales y socioeconómicos (salud, educación y vivienda) (Taran 2001). Pero también a la explotación, el abuso, la amenaza de deportación y hostilidad, y a enfrentar una rethaíla de formas de violencia criminal. Las violaciones a los derechos humanos de migrantes, solicitantes de refugio y personas apátridas ocurren por acción o por omisión de los Estados (González 2021). Es fundamental subrayar que, independientemente de su estatus migratorio, la población migrante, tanto adulta como menores de edad, tiene derechos fundamentales (en materia civil, laboral e incluso social). El estado donde residan o por donde transiten o esperan temporalmente tiene la obligación legal y moral de cautelar dichos derechos (Office of the United Nations High Commissioner for Human Rights 2018).
Vulneraciones a los derechos humanos se manifiestan de manera muy marcada en el caso de la población migrante en tránsito. Múltiples testimonios dan cuenta de cómo estas personas sufren diversos tipos de abusos (asaltos, robos y violencia sexual, reclutamiento forzado, secuestro, extorsión, desapariciones, asesinatos y privación de libertad) (Bada y Feldmann 2018; Slack 2019; Martínez 2008; Martínez 2016; Congregación de Misioneros de San Carlos Borromeo Scalabrinianos 2020; Comisión Interamericana de Derechos Humanos 2000). Esta situación afecta de manera particular a menores de edad, muchos de los cuales viajan sin acompañantes (Donato y Sisk 2015; Glockner y Álvarez Velasco 2021).
Tanto los Estados como los actores no estatales son responsables de la violación a los derechos fundamentales de esta población (Albuja 2014).[6] Las violaciones a los derechos humanos de la población migrante por parte de agentes del Estado por lo general incluyen abusos al debido proceso, como la privación de libertad, deportación injustificada, malos tratos, violencia durante la detención (sexual, física, emocional) y violación del principio de unidad familiar. Dichas prácticas muchas veces ponen en riesgo la vida y la integridad física y psicológica de las personas, en especial de los menores de edad (Méndez, Olea y Feldmann 2006; Comisión Interamericana de Derechos Humanos 2005). Por otra parte, funcionarios corruptos lucran muchas veces con la indefensión de estas personas y su desesperación por llegar a su destino, extorsionándolas para dejarlos continuar su viaje (Gandini, Lozano y Prieto 2019). De igual manera, de modo cada vez más pronunciado, en contextos de países con evidente fragilidad estatal, las personas en tránsito son víctimas de una plétora de abusos por parte de actores criminales, tanto por parte de organizaciones como de individuos (Feldmann y Olea 2004; Albuja 2014; Alba Villalever et al. 2024). Ante estas condiciones extremas, los migrantes enfrentan desafíos insuperables, desde el secuestro hasta la trata de personas, mientras no cesan de desplegar su fuerza y su lucha en ruta para sostener sus vidas y llegar a un posible destino que les brinde una oportunidad de vida digna.