Democracias violentas (o la urgencia de abrazar analíticamente lo que nos incomoda)

A principios de marzo de 2025 el grupo Guerreros Buscadores de Jalisco hizo público el horror del Rancho Izaguirre, desde entonces denominado el “Auschwitz mexicano”. El Rancho había sido allanado a fines de 2024 por la Guardia Nacional, en un procedimiento en el que se encontró un cadáver, se tomaron diez detenidos y se liberó a dos secuestrados. Sin embargo, pocos meses más tarde, los Guerreros denunciaron que en el Rancho se encontraron hornos crematorios construidos por el Cártel de Jalisco Nueva Generación, así como innumerables restos humanos y pertenencias de quienes allí fueron desaparecidos. Todos los días, desde marzo de 2025, quienes buscan a sus desaparecidos peregrinan al Rancho pesquisando pistas sobre ellos.

El caso del Rancho Izaguirre no es, como sabemos, el único. En México, la desaparición forzada ha sido un método sistemáticamente asociado a la violencia estatal, a la actividad criminal e incluso a la actividad empresarial legal. En 2022, la cifra oficialmente reconocida de desaparecidos en ese país alcanzó las 100.000 personas. Como ocurrió diez años antes con el caso de los estudiantes de Iguala, las noticias sobre el Rancho Izaguirre conmoverán a la opinión pública por un tiempo, hasta pasar lentamente al olvido.

En esta edición de LASA Forum queremos enfatizar la recurrencia de otro “olvido” que intuimos nos resulta cognitivamente cómodo. Sin embargo, esta amnesia es inconveniente en términos normativos y analíticos. Al tiempo que la cifra de desaparecidos no para de aumentar, como también lo han hecho la violencia y la corrupción en el país —de acuerdo con parámetros científicamente validados—, México nunca había sido tan democrático como en estos últimos veinticinco años.[1]

El caso mexicano ilustra dramáticamente la consolidación de democracias violentas en América Latina (Arias, Goldstein 2010).[2] Nunca en la región la democracia liberal ha permanecido en pie como lo ha hecho en los últimos cuarenta años. Al mismo tiempo, nuestras democracias funcionan en un contexto en que distintas manifestaciones violentas cercenan el acceso a derechos de ciudadanía civil, política, social y cultural a sectores relevantes de la población.

Esto último explica la progresiva consolidación en la región de liderazgos autoritarios como el de Nayib Bukele, desplegados en torno a discursos y políticas públicas de “mano dura”, o bien el desarrollo de agendas punitivistas. Si bien esos liderazgos vulneran también las libertades civiles, logran al mismo tiempo una alta adhesión electoral en base a la movilización del descontento que genera la experiencia acumulada de una ciudadanía gobernada, durante décadas ya, por democracias violentas.

En este escenario, ¿cómo repensar la relación entre la democracia y la violencia en América Latina? ¿Cuáles son las contradicciones normativas que implica la consolidación de este tipo de régimen en la región, el que también se asocia a la expansión de economías de mercado fuertemente desreguladas? ¿Cómo pensar e investigar, entonces, las democracias violentas latinoamericanas y las posibles interacciones entre sus distintas facetas?

Por un lado, se trata de democracias que ejercen la violencia estatal para controlar el crimen, sin lograr detenerlo y en muchos casos escalándolo. Por otro lado, son democracias que funcionan en un contexto estructural (económico, social, cultural) en que la distribución de poder y recursos producen y reproducen distintas manifestaciones de violencia. Finalmente, son democracias que operan en el marco de la expansión de mercados ilegales e informales que desafían violentamente y mediante la corrupción al poder político y a las estructuras estatales, responsables de producir orden legítimo y de diseñar e implementar políticas públicas eficaces.

La noción de democracia violenta no implica necesariamente una contradicción, sino que se trata una condición posible del orden político social contemporáneo en la región. Es una democracia donde el sufragio, la competencia electoral y un marco relativamente amplio de libertades civiles y políticas coexisten con la represión estatal, con acciones violentas perpetradas por actores no estatales, y en que la institucionalidad estatal puede actuar tanto como garante de derechos y al mismo tiempo, tácita o explícitamente, como productora de daño. Bajo esta noción de democracia violenta resulta relevante mapear también los impactos territorial y socialmente diferenciados de la violencia en la sociedad; es decir, entender qué derechos y de quiénes son preservados, y cuáles derechos y de qué zonas geográficas y sectores de la población resultan sistemáticamente vulnerados. 

En esta introducción no es posible ofrecer respuestas definitivas a estas interrogantes. Ese no es tampoco el objetivo de este LASA Forum, en el que buscamos más que nada identificar distintas facetas y tensiones que cruzan a las democracias violentas. Lo que sí pretendemos exponer es la inconveniencia analítica y sustantiva de los “olvidos” que nuestro confort cognitivo tiende a estimular en el estudio de las democracias latinoamericanas contemporáneas. En el marco de esta introducción exploramos dos perspectivas alternativas —aunque tal vez complementarias— para comenzar a pensar lo que implica la consolidación de democracias violentas en la región. 

Una promesa rota: democracias liberales sin agencia

En base a su lectura de los trabajos clásicos de T. H. Marshall y Amartya Sen, Guillermo O’Donnell, en su último libro, publicado en 2010, argumentó que, para ser significativa y valorada por la ciudadanía, la democracia requiere empoderar a la ciudadanía (O´ Donnell 2010). Ese empoderamiento (o agencia) requiere, a su vez, el acceso de todos los ciudadanos a un paquete básico de derechos civiles, políticos y sociales. En línea con sus trabajos señeros sobre el Estado y su heterogeneidad funcional y territorial, O’Donnell argumentó a su vez que la capacidad de las democracias latinoamericanas de garantizar la provisión homogénea de aquellos pisos básicos de ciudadanía no solo depende del régimen político (la democracia liberal), sino también del contexto estructural en que dichas democracias funcionan; en particular, sociedades fuertemente desiguales y Estados débiles, así como desparejos en términos territoriales y funcionales (O´Donnell 1993).

En línea con este argumento, la evidencia empírica de que disponemos apunta claramente a una fuerte segmentación de la experiencia de los ciudadanos latinoamericanos respecto de su acceso a derechos de ciudadanía civil, política y social. Dicha segmentación se correlaciona, a su vez, con niveles crecientes de descontento democrático (Luna, Medel 2023). Pensar cómo la violencia cercena la agencia, mediante la supresión o el debilitamiento de derechos de ciudadanía, constituye una perspectiva posible para calibrar mejor las implicancias de la consolidación de democracias violentas.

La violencia que perpetran grupos criminales —en varios casos en connivencia tácita o explícita con actores estatales y autoridades políticas— pone en entredicho derechos civiles críticos a nivel individual, como el derecho a la vida y la integridad física, el habeas corpus, el derecho al debido proceso, la igualdad ante la ley y la libertad de movimiento. Además, se observa que en vastos territorios la constricción de estos derechos está imbricada con la acción estatal ostensiva, justificada por la política de guerra contra las drogas o la lucha contra el crimen (Han 2017). También a nivel de derechos civiles la violencia criminal compromete radicalmente presupuestos básicos para el pluralismo democrático, como el derecho a la información y las libertades de expresión, asociación y prensa.

En términos de derechos políticos, los actores criminales inciden cada vez más directamente en procesos electorales, mediante incentivos positivos y negativos asociados a la selección de candidatos. Lo hacen con el objetivo de influir sobre las decisiones de políticas públicas que repercuten en su actividad, tanto a nivel local como a nivel nacional. Por otro lado, estos actores poseen también la capacidad de amedrentar y eventualmente eliminar físicamente a candidatos, autoridades políticas, jueces y líderes sociales (Albarracín 2018). En estos casos, los agentes estatales también están comprometidos en la producción de la violencia, ya sea de manera colusiva o por negligencia y abandono oportunista (Auyero, Sobering 2019).

La relación entre la violencia criminal y los derechos de ciudadanía social es más ambigua. Por un lado, en contextos de violencia abierta en que bandas criminales disputan el control de una localidad, por ejemplo, la seguridad de pacientes y personal médico se encuentra amenazada incluso al interior de los centros de salud. Al mismo tiempo, educadores de toda la región dan cuenta del desolador panorama que enfrentan los niños que deben educarse en contextos de violencia narco. Además de comprometer su capacidad de asistir a la escuela, los niños socialmente vulnerables de la región deben también sobrellevar la violencia en las mismas escuelas, así como evitar ser presa de las cada vez más frecuentes prácticas de reclutamiento por parte de actores criminales.[3] Estas situaciones, así como la regresividad social de las políticas de mano dura, también contribuyen a reproducir intergeneracionalmente la desigualdad. En efecto, en toda la región quienes tienden a ir presos son los pobres, así como los eslabones más débiles de la actividad criminal, como las madres solteras que participan de actividades de microtráfico.[4]

Por otro lado, la expansión de mercados ilegales en la región genera efectos de incorporación social, como tradicionalmente lo hicieron las actividades económicas informales, que no logran insertarse —o no tienen los incentivos suficientes— en los mercados formales y que obtienen mediante su participación en los mercados ilegales el acceso a un mayor bienestar (Misse 2019). El “mejorismo”, recientemente descrito para el caso argentino, supone también la renuncia al Estado como posible proveedor de bienes públicos sociales, en beneficio  del “emprendedurismo” informal a través de plataformas.[5] En este contexto, los mercados ilegales e informales, cuyo funcionamiento también se asocia a irrupciones de violencia, vienen a consolidar no solo la precariedad fiscal, sino también la debilidad tradicional del Estado latinoamericano en su capacidad de generar redistribución, incorporación social y regulación económica. Adicionalmente, y también desde una perspectiva anclada en los derechos de ciudadanía, cabe preguntarse por el efecto de la creciente migración intrarregional en la consolidación de derechos de ciudadanía “duales”. De hecho, como resultado de la ola migratoria entre países de la región, al clivaje tradicional entre sectores formales e informales se le yuxtapone la división entre nacionales y extranjeros. En algunos casos, como los de Perú y Chile, esta nueva división ha dado pie a brotes xenófobos.

En suma, ante un Estado desafiado por múltiples mecanismos asociados a la ilegalidad y la violencia, y en los cuales agentes del Estado y liderazgos políticos participan de manera ambivalente o activa, cabe preguntarse hasta qué punto es posible instituir regímenes electorales en que los ciudadanos consigan empoderarse como agentes, ante la probabilidad de una respuesta negativa a la interrogante previa: ¿qué implicancias normativas, sustantivas y analíticas posee la consolidación de “democracias” sin agencia? Finalmente, si bien la durabilidad de las democracias violentas latinoamericanas actuales puede sugerir que la institucionalidad democrática liberal puede persistir en un contexto de derechos de ciudadanía acotados y fuertemente segmentados, también parece oportuno preguntarse si esa combinación constituye un equilibrio estable. El caso de Nayib Bukele en El Salvador sugiere que el descontento persistente que incuban las democracias violentas puede abrir camino a nuevas escaladas de violencia asociadas a la violación sistemática de los derechos civiles de un segmento relevante de la población, al tiempo que se logra obtener niveles récord de adhesión electoral, legitimidad y aprobación popular.

Secuencias de violencia

Si bien existe un debate sobre el concepto de violencia, las ciencias sociales han distinguido distintos tipos de violencias que se enlazan y se producen en cadenas (Shepper Hugues, Bourgois 2004). Por un lado se identifica la violencia estructural —o violencia de la injusticia social— que es la que está presente en aquellas situaciones en las que se produce un daño físico o psíquico generalmente invisible en lo inmediato, pero que redunda en mayor morbilidad y menor expectativa de vida a mediano y largo plazo. Se trata de estructuras, instituciones, políticas públicas que generan o reproducen la desigualdad (Galtung 1969). Por otro lado, podemos pensar en la violencia política, que es aquella que se inscribe en el seno de un conflicto y que implica el uso o la amenaza del uso de la fuerza física directa e inmediata entre grupos que se enfrentan en una lucha por el poder (Arendt 1970). Finalmente, buena parte de la investigación sobre violencia en las democracias contemporáneas desde las ciencias sociales se centra en la violencia criminal, entendida como aquella violencia que utiliza la fuerza o la amenaza del uso de la fuerza con fines económicos y sociales y que está anclada en patrones culturales (Moser 2004).

Estribando en esta distinción entre tipos de violencia, también es posible pensar en secuencias temporales (y eventualmente causales) entre tipos de violencia a los que distintos grupos de la sociedad están sometidos, o a los que eventualmente deciden recurrir. En el marco del proyecto del Instituto Milenio VioDemos, en Chile, estamos trabajando en torno a una serie de casos que ejemplifican secuencias en que las violencias estructural, política y criminal se encuentran imbricadas en la trayectoria particular de distintos grupos sociales, al tiempo que eventualmente se manifiestan (más agudamente a través de uno u otro tipo de violencia) de manera encadenada a través del tiempo.

A modo de ejemplo, la investigación disponible sobre la primera línea de la protesta en el Estallido Social de 2019 señala la sobrerrepresentación, entre quienes protestaron violentamente en aquel entonces, de egresados de los hogares de protección de la infancia del Servicio Nacional de Menores (sename) del gobierno de Chile.[6] En el postestallido, a su vez, un convenio entre el sename y la Agencia Nacional de Inteligencia fue señalado como un instrumento que puso en jaque los derechos fundamentales de los niños, niñas y adolescentes atendidos por el Servicio. Las instituciones y prácticas cotidianas del sename representaron tal vez uno de los casos mejor documentados en que el Estado y la sociedad ejercieron violencia estructural contra niños, niñas y adolescentes internados bajo el marco regulatorio chileno. Este es un caso en que víctimas de violencia estructural de hecho se plegaron a un movimiento espontáneo, que terminó a su vez adoptando la violencia política como repertorio de acción. Ante dicho repertorio, el Estado ejerció protocolos de represión y control del orden público que posibilitan flagrantes y masivos casos de violación de los DD. HH de quienes protestaban. Aludiendo al alza de la tarifa en el transporte público, que fue el evento que gatilló el Estallido Social 2019, su slogan “No son treinta pesos, son treinta años” verbaliza la forma en que la violencia estructural encadena y desencadena violencia política estatal y no estatal.

El caso del movimiento Mapuche en la región de la Araucanía, en Chile, da cuenta de una secuencia similar.  Y es que, tras siglos de violencia estructural, desde los años 1990, el brazo más radical del movimiento despliega una respuesta centrada en la violencia política. Más recientemente, a su vez, segmentos minoritarios del movimiento Mapuche que habían logrado obtener control territorial a partir de estrategias de “recuperación de tierras”, comenzaron a desarrollar actividades ilegales y desarrollar violencia criminal, como forma de sostener sus actividades.

El movimiento cultural que desarrolla un pujante mercado de música urbana en Chile y en América Latina (por ejemplo, el trap y el neoperreo chileno) también ha sido empujado por grupos de jóvenes cuya infancia y adolescencia en las periferias urbanas estuvo condicionada por la violencia estructural. Este movimiento cultural, por su parte, ensalza y legitima la violencia criminal que ocurre en los márgenes urbanos, así como la trayectoria y estilo de vida de quienes la practican. La contraposición entre la “cultura narco” y la cultura “oficial” que expresan las letras de este nuevo género de música urbana, parece dar pie a una fuerte impugnación política del sistema democrático y sus principales bastiones institucionales.

Finalmente, nuestras entrevistas con microtraficantes de élite en Chile muestran, por un lado, la desigualdad estructural que pauta la actividad criminal que desarrollan ricos y pobres. Mientras los criminales de estratos sociales acomodados logran rentas significativas sin correr riesgos, los eslabones más débiles de la cadena (nuevamente: mujeres y madres pobres; jóvenes de sectores marginales) son sometidos a la violencia estructural que caracteriza a las cárceles chilenas. Dicha violencia estructural, a su vez, no solo recae sobre los directamente encarcelados, sino sobre sus familias. Mediante este mecanismo, la violencia estructural tiende a reproducir la violencia criminal en los márgenes urbanos, al tiempo que la ausencia de violencia estructural en sus historias de vida garantiza un futuro promisorio a los hijos de la élite que venden drogas en el barrio alto de Santiago con el objetivo de financiar la start-up que planean desarrollar con sus compañeros de universidad.

Si bien estilizados, estos ejemplos ilustran la necesidad de entender mejor cómo la interacción entre instituciones democráticas estables y contextos profundamente desiguales y también persistentes, eventualmente permiten la consolidación de violencia política y criminal. La combinación entre patrones de violencia estructural, política y criminal por un lado, y régimen democrático liberal, por el otro, constituye el nudo gordiano que debemos desatar para entender mejor qué son y cómo funcionan en términos de ciudadanía las democracias liberales y violentas que han gobernado la región en los últimos cuarenta años.

Conclusión

Este artículo no pretende más que invitar a una discusión abierta sobre la inconveniente pero omnipresente relación entre regímenes democrático-liberales y distintas expresiones de violencia que subyacen al orden político imperante en América Latina. Sin un debate centrado en las tensiones y conflictos que implican para la ciudadanía ese tipo de orden y sus variantes, creemos, no es posible dar respuesta hoy a preguntas urgentes que atraviesan la discusión sobre la democracia y su significado en la región.

Las contribuciones de este LASA Forum exploran distintos fenómenos que configuran la relación entre democracia y violencia en la región: el narcotráfico y su evolución; el rol de otros mercados ilegales en la expansión del crimen organizado; el fenómeno de la gobernanza criminal; la narcocultura y en contraposición, el rol del arte en los repertorios de resistencia del feminismo contemporáneo; el fenómeno migratorio y el tránsito (hacia el norte y hacia el sur) por democracias violentas; el rol de las policías en las democracias latinoamericanas; el rol de modelo Bukele como ideal de política pública hoy predominante en la región, y la posibilidad y mecánica de los pactos entre el poder político y el crimen organizado.

Notas

[1] Véase por ejemplo, la evolución histórica del nivel de democracia electoral en México que reporta el popular proyecto V-Dem. https://www.v-dem.net

[2] En un texto señero, Desmond Arias y David Goldstein denominaron a esta combinación como “pluralismo violento”.

[3]  Véanse por ejemplo: https://www.infobae.com/sociedad/policiales/2023/03/06/rosario-narco-balearon-una-escuela-y-se-suspendieron-las-clases/, https://www.bbc.com/mundo/noticias-america-latina-42005948, https://www.infobae.com/america/america-latina/2023/12/14/guerra-narco-en-montevideo-crearon-un-protocolo-para-que-las-escuelas-sepan-como-actuar-cuando-oyen-tiroteos/, https://www.latercera.com/nacional/noticia/mineduc-entrega-orientaciones-a-colegios-ante-balaceras-u-homicidios-que-incluyen-autodefensa-y-ejercicios-de-simulacion/SNPNWBQLXVH5FHDCA7355Q4QNA/

[4] Véanse: https://www.americasquarterly.org/prisiones-encerrados-sin-sentencia/, https://www.dw.com/es/es-la-cárcel-solo-para-los-pobres-en-américa-latina/a-55992465

[5] La evidencia que recoge Semán muestra cómo jóvenes de sectores populares, defraudados en su carácter de beneficiarios potenciales del brazo social del Estado, verbalizan la voluntad de que el Estado salga de sus vidas, para poder emprender sin interferencias. http://revistascientificas.filo.uba.ar/index.php/CAS/article/view/13357

[6]  Véanse: https://www.ciperchile.cl/2020/01/06/retrato-de-un-clan-de-la-primera-linea/, http://www.nuevopoder.cl/la-primera-linea-radicalizacion-y-efectos-de-trayectoria/

Referencias

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