Bajo el régimen de Nayib Bukele, El Salvador encarna mejor que cualquier otro país en el hemisferio el aparente dilema entre vivir en un régimen con instituciones democráticas, pero con elevados niveles de violencia, o vivir en un régimen autocrático sin violencia criminal crónica. A mediados de la década pasada, El Salvador figuraba como uno de los países más violentos del mundo, con una tasa de homicidios de 105 por cada 100.000 habitantes. Las cifras salvadoreñas superaban, por mucho, los promedios de la región (UNODC 2019). Diez años más tarde y bajo las políticas de seguridad de Bukele, este pequeño país centroamericano ha reducido significativamente la violencia, con tasas comparables a las de Canadá. El caso salvadoreño, el cual se basa en el ejercicio autoritario del poder, es ahora promovido como modelo de seguridad para otros países.
En este artículo se examinan brevemente las condiciones que permitieron que un líder como Bukele usase las demandas legítimas por seguridad pública para restablecer un régimen autoritario en El Salvador. Los argumentos que presento en este artículo son dos. En primer lugar, la regresión autoritaria en El Salvador fue posible por la supervivencia de esquemas de impunidad en las instituciones resultantes de la transición política. Y, en segundo lugar, sostengo que Bukele logró contener la violencia crónica por medio del restablecimiento del autoritarismo en El Salvador.
Los límites de la transición política salvadoreña
A principios de los años noventa, El Salvador transitó de un régimen autoritario a una democracia electoral. A través de un ambicioso proceso de negociación, el país dejó atrás más de cincuenta años de regímenes militares. Ese mismo proceso puso fin a una sangrienta guerra civil que dejó más de 70.000 muertos y estableció las bases para la construcción de instituciones democráticas. Los Acuerdos de Paz, que pusieron fin a la guerra, contemplaban la reconstrucción fundacional de las instituciones de seguridad pública y la reforma del sistema judicial (Call 2003). En consecuencia, a partir de los años noventa, El Salvador logró niveles significativos de libertades y tolerancia política. Entre 1994 y 2019, este país centroamericano celebró recurrentemente elecciones libres y justas. Más aún, los militares se separaron, al menos oficialmente, de las funciones de seguridad pública.
Varios observadores consideraron la transición política salvadoreña como un caso de democratización exitosa. Este optimismo venía sobre todo de Washington y de las instituciones del sistema internacional (Naciones Unidas 2012). Sin embargo, en 1995, Terry Karl anticipaba que la probabilidad de que las instituciones democráticas en El Salvador se consolidaran y fueran capaces de responder a las demandas de la población era muy baja. A pesar de los logros institucionales alcanzados luego del fin de la guerra, muchas de las prácticas del antiguo régimen se mantuvieron intactas.
Por otro lado, dado que la transición inauguró un sistema electoral abierto y relativamente competitivo, los esfuerzos de los operadores del antiguo régimen por perpetuarse en el poder se concentraron en las instituciones de rendición de cuentas. Los principales actores políticos de la posguerra se centraron en erosionar la capacidad del nuevo régimen de varias maneras. En primer lugar, debilitaron las nacientes instituciones de seguridad pública al mando de los civiles. La administración del presidente Alfredo Cristiani, por ejemplo, maniobró para que policías y militares del antiguo régimen pasaran a las nuevas instituciones de seguridad (Spence 2004). Al mismo tiempo, los titulares del gobierno de la posguerra impidieron el desarrollo de los mecanismos de control y transparencia en las instituciones de justicIa y seguridad (Call 2003). Más aún, las élites políticas se aseguraron de aprobar leyes de amnistía para eximir de responsabilidades a militares, a combatientes del conflicto y a dirigentes políticos acusados de violaciones de derechos humanos (Popkin 2000). En todas las instituciones, las élites fomentaron la continuidad de clientelismo político, especialmente entre los sectores más desaventajados de la población (Karl 1995). Todas estas acciones, las cuales contravenían los Acuerdos de Paz e ignoraban el carácter fundacional de la transición política, resultaron en la continuación de esquemas de impunidad en el nuevo régimen.
Lo anterior dio como resultado un régimen relativamente eficiente administrando procesos electorales que, sin embargo y debido a las prácticas de impunidad sobrevivientes del pasado, era incapaz de fortalecer el Estado de derecho y responder a las demandas de seguridad ciudadana. Más aún, el carácter abierto del nuevo régimen permitió que amplios sectores de la población participaran clientelarmente de las dinámicas de competencia electoral. Ello facilitó que los aspirantes a cargos públicos pudiesen construir sus redes basadas en la administración de prebendas, favores e impunidad. Estas redes incluían grupos de carácter criminal.
El más claro indicador de las limitaciones del nuevo régimen fue el aumento exponencial de la violencia criminal una vez acabada la guerra. La violencia política de la posguerra fue sustituida por el crimen violento. Las primeras expresiones de la violencia se concentraron en la explosión de venganzas diferidas provenientes de la guerra. La violencia, sin embargo, se transformó rápidamente para incluir la delincuencia juvenil y las disputas de organizaciones criminales por los nacientes mercados ilícitos. Las élites políticas alrededor del partido gobernante, la Alianza Republicana Nacionalista (ARENA), aprovecharon la creciente demanda popular por seguridad para reforzar un discurso público a favor de las prácticas autoritarias del pasado. Esta retórica incluía el apoyo al retorno de los militares a la seguridad pública y el alegato de que el respeto de los derechos humanos impedía combatir la delincuencia. Las pandillas callejeras, las cuales en un inicio carecían de cualquier influencia política, se convirtieron en el perfecto chivo expiatorio para lanzar campañas de mano dura cuyas intenciones reales eran ganar elecciones (Holland 2013).
Con un sistema de partidos heredado de la guerra y relativamente estable, la población votaba por alguna de las alternativas políticas a la espera de soluciones a los grandes problemas estructurales, incluyendo la inseguridad. No obstante, desde finales de los noventa, las encuestas de opinión pública comenzaron a mostrar que alrededor de una tercera parte de la población estaría a favor de votar por un líder autoritario que ignorase los derechos fundamentales con tal de reducir el problema de la violencia (Instituto Universitario de Opinión Pública 1998). Por varios años, sin embargo, ese sentimiento no se tradujo en apoyo electoral para figuras personalistas. La polarización ideológica que alimentaba la estabilidad del sistema bipartidista salvadoreño impedía el surgimiento y desarrollo de figuras alternativas y mesiánicas (Alcántara y Rivas 2007). Esa misma estabilidad garantizaba ciertos contrapesos institucionales que obligaban a la negociación y hacían imposible el despotismo en el ejercicio del poder.
El punto de inflexión
La situación comenzó a cambiar a mediados de la década del 2010. El ascenso del Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN) a la presidencia del país en 2009 generó muchas expectativas entre la población. El partido había nacido de las fuerzas guerrilleras y su victoria electoral representaba la prueba final de un sistema político que permitía la alternancia en el ejercicio del poder. Muchas personas votaron por la izquierda, cansadas de los programas de mano dura de arena que, a todas luces, habían empeorado la seguridad pública. Inicialmente, la primera administración del FMLN impulsó un plan ambicioso de seguridad, el cual incluía programas de prevención social de violencia y rehabilitación, al tiempo que depuraba a la policía de elementos vinculados al crimen organizado (Aguilar 2019). Sin embargo, las pandillas, que en el pasado habían surgido como un problema menor de seguridad urbana, para 2009 se habían convertido en los gobernantes informales de la mayoría de los barrios más pobres del país, y tenían la capacidad de influenciar procesos electorales y provocar olas de violencia.
La presión ciudadana por una solución urgente al problema del crimen hizo que la administración de Mauricio Funes cambiara radicalmente de curso. Al cabo de dos años de gobierno, Funes instaló a un general como ministro de seguridad pública e involucró de lleno a los militares en el combate del crimen. Este cambio abrió un período de políticas fluctuantes de seguridad, el cual se extendió hasta el segundo gobierno del FMLN. Esas políticas iban desde la negociación con las pandillas hasta la guerra abierta contra ellas. Por ejemplo, en 2012, funcionarios del gobierno impulsaron una tregua entre las pandillas. Esta se basó inicialmente en una negociación secreta con los líderes para reducir las cifras de homicidios. El proceso legitimó políticamente a las pandillas, quienes aprovecharon su posición para subastar sus apoyos electorales en las comunidades y convertirse en los gestores locales de las políticas de seguridad (Van der Borgh y Savenije 2019). La segunda administración del FMLN intentó romper con esa dinámica lanzando una guerra frontal contra las maras y otorgando tácitamente facultades a la policía para ejecutar pandilleros en situaciones confusas. Para 2015, El Salvador se había convertido en el país más violento de América (UNODC 2019).
El surgimiento de Bukele
Nayib Bukele forja su imagen como alternativa política en este contexto; aparece públicamente en 2012 y comienza a construir su perfil de la mano del FMLN. Sin embargo, desde un principio, se presenta a sí mismo como un político diferente, alejado de la polarización proveniente de la guerra. Como alcalde de la capital, San Salvador, Bukele se concentró en impulsar edictos que contribuyeron a mejorar estéticamente la ciudad. Su hábil manejo de la propaganda en redes sociales y su destreza para adaptar sus discursos en función de la audiencia le consiguieron altos niveles de popularidad. Sus ambiciones presidenciales lo llevaron a entrar en conflicto con el liderazgo de su partido, del cual fue expulsado en 2017. Esto le permitió construir su propio movimiento político y solidificar su mensaje en contra de los partidos tradicionales (Meléndez-Sánchez 2021). De este modo, capitalizó la profunda frustración ciudadana con el sistema político y, en 2019, fue elegido presidente del país con un poco más del 53% de los votos.
El ascenso al poder de Bukele inauguró un nuevo período en la gestión de seguridad pública en El Salvador. Tan pronto fue elegido presidente, lanzó el Plan de Control Territorial, con el cual se propuso recuperar las comunidades que estaban bajo control de las pandillas. El plan giraba en torno al despliegue territorial de las fuerzas de seguridad y la continuación de medidas altamente restrictivas en los centros penitenciarios del país. Algunas de estas medidas ya habían sido implementadas bajo el gobierno anterior; sin embargo, y al mismo tiempo, funcionarios de Bukele se enfrascaron en una negociación secreta con los líderes de las pandillas. Como resultado de esas negociaciones, los líderes criminales contribuían a reducir la violencia provocada por las pandillas, mientras que algunos de ellos recibían prestaciones o eran liberados de la cárcel clandestinamente (Martínez 2022).
Como presidente, Bukele proyectó una imagen pública de severidad en contra de las pandillas y acusó a sus críticos de favorecerlas. En una muestra temprana de su menosprecio por la institucionalidad, en febrero de 2020, entró al recinto de la Asamblea Legislativa acompañado de las fuerzas de seguridad. Bukele justificó su acción demandando que los diputados aprobaran un préstamo internacional para financiar su plan de seguridad.
Esta retórica de hombre fuerte y decidido, acompañada de una campaña masiva de distribución gratuita de alimentos en los barrios pobres durante la pandemia de covid, aumentaron su popularidad y la de su movimiento político. En las elecciones legislativas de 2021, su partido, Nuevas Ideas, logró la mayoría calificada de los escaños de la Asamblea Legislativa. El éxito se debió, en parte también, a su negociación secreta con las pandillas, quienes movilizaron apoyos electorales en las comunidades (Martínez et al. 2025). Tan pronto como la nueva legislatura inició sus funciones en mayo de 2021, los representantes de Nuevas Ideas removieron a los jueces de la Sala Constitucional de la Corte Suprema de Justicia y al fiscal general de la república, para instalar a funcionarios aliados de Bukele. A esas medidas, le siguieron una serie de leyes que, en conjunto, tenían como objetivo debilitar las instituciones de control, ocultar la información pública sobre las acciones del gobierno y concentrar el poder en manos del presidente.
El Estado de excepción
La política de seguridad pública se endureció aún más en 2022. A finales de marzo de ese año, Bukele convocó a la Asamblea para decretar un estado de excepción por treinta días, el cual suspendía las garantías constitucionales con el fin de combatir a la delincuencia y las pandillas. La promulgación del estado de excepción se produjo un día después de una ola de violencia que resultó en más de setenta homicidios en 48 horas. De acuerdo con investigaciones periodísticas, la masacre fue provocada por desacuerdos en las negociaciones que el gobierno mantenía con las pandillas (Martínez 2022). El decreto de emergencia les permitía a las fuerzas de seguridad allanar viviendas y detener a cualquier persona sin justificación alguna. El decreto permitía también que los jueces pudiesen enviar a prisión a las personas por largos períodos de tiempo sin la posibilidad de ver a un abogado.
El gobierno promovió la medida como una solución eficaz en contra de las pandillas y recibió amplio apoyo popular en respuesta. Una encuesta nacional mostró que el 85% de las personas consultadas aprobaba el estado de excepción (Instituto Universitario de Opinión Pública 2022). Bukele y sus aliados, percibiendo su potencial político para las elecciones presidenciales de 2024, establecieron la práctica de renovar el decreto cada treinta días. El estado de excepción desencadenó una respuesta estatal sin precedentes, incluso en comparación con las antiguas políticas de mano dura. Para finales de 2023, el gobierno salvadoreño había arrestado a más de 80.000 personas, lo que significa que más del 1,5% de la población adulta se encontraba entonces en prisión (Human Rights Watch 2025). La mayoría de las personas arrestadas eran jóvenes de comunidades pobres y marginadas. Muchos de los detenidos bajo esta política no tenían antecedentes penales y la mayor parte nunca fue acusada formalmente. Las organizaciones de derechos humanos denunciaron abusos sistemáticos y, para principios de 2025, al menos 350 personas habían muerto bajo custodia de las autoridades (Human Rights Watch 2025). Sin embargo, para 2023, la tasa de homicidios se había reducido a 2,3 asesinatos por cada 100.000 habitantes. La mayoría de los salvadoreños celebraron a Bukele por traer seguridad a El Salvador y, a pesar de la prohibición constitucional, votaron por su reelección en 2024.
Reflexiones finales
El andamiaje institucional salvadoreño construido en la transición política permitió un sistema político en el que coexistían elecciones abiertas y competitivas con altos niveles de impunidad en el sector de justicia. La impunidad estructural hizo imposible resolver el problema de la violencia criminal. Cuando el sistema de partidos existente se reveló incapaz de solucionar la violencia crónica, el carácter abierto del sistema permitió el ascenso de un líder populista. Este aprovechó las deficiencias institucionales y el clientelismo para desmantelar los controles al ejercicio del poder. El populismo punitivo de Nayib Bukele fue fundamental para su éxito político. Su control absoluto sobre las instituciones le permitió establecer medidas autoritarias que violaban los derechos fundamentales de la población, pero que lograron el desmantelamiento del control territorial que tenían las pandillas en El Salvador.
La teoría de la modernización establece que los regímenes híbridos y las democracias iliberales se caracterizan por altos niveles de violencia criminal. En cambio, los regímenes altamente democráticos y las autocracias comparten la característica de tener bajos niveles de violencia criminal. En el primer caso porque las democracias favorecen el Estado de derecho; en el segundo, porque los regímenes autocráticos ejercen un control despótico sobre la sociedad (LaFree y Tseloni 2006).
Con su capital político inicial, Bukele tenía dos opciones. Por un lado, podría haber impulsado un proyecto transformador de reformas que fortalecieran el Estado de derecho en El Salvador y redujeran la impunidad. Este proyecto, muy probablemente, le hubiese tomado tiempo y le hubiese costado políticamente, pero el régimen político salvadoreño habría sobrevivido con cierta capacidad renovada para resolver los problemas estructurales del país y reducir la violencia. Por otro lado, tenía la opción de aliviar de forma inmediata el problema del crimen mediante la concentración absoluta del poder y el desmantelamiento total de las instituciones del Estado de derecho. Este artículo describe cómo Bukele optó por la segunda opción y, al hacerlo, sepultó el proyecto político de los Acuerdos de Paz y restauró el autoritarismo en El Salvador.