Pornoartefactualidad

¿Tendrán ojos las máquinas? ¿Tendrán boca? ¿Se asemejarán en algo a la imagen de su creador, el hombre? El hombre, Dios y Señor de la Creación.

Recordó conversaciones entre sus compañeras, páginas leídas en diarios o revistas: “Un día las máquinas se rebelarán contra sus amos. No necesitarán de ellos y tendrán iniciativas”. Por otra parte: “El aumento de las máquinas, mil veces más rápidas, precisas y seguras que la mano o el ojo humano, produce la desocupación obrera. Los robots…”.

Elena Aldunate, “Juana y la cibernética”

A cada régimen técnico le corresponde un sexo. Todo régimen técnico es a su vez un régimen visual. No hay técnica sin imagen, no hay sexo sin imágenes. Las imágenes son un particular archivo del cuerpo. Las imágenes se proyectan en aparatos. La diferencia técnica proyectiva entre los aparatos depende de transformaciones artefactuales. Al menos se podrían señalar cuatro de esas transformaciones: artefacto-letra, artefacto-fotografía, artefacto-pantalla y artefacto-Inteligencia Artificial (IA). Cada una de esas transformaciones artefactuales, replicada en múltiples aparatos proyectivos, muestra un cuerpo, hace ver un sexo.

No hay un sexo natural, nunca lo hubo. El sexo dice más del sistema de aparatos que lo hacen visible que de una materialidad inmutable. La visibilidad no tiene que ver con el hecho de ver la “cosa” tal cual es, sino con “ver” lo que la artefactualidad permite en un momento dado. Simone de Beauvoir advierte en la artefactualidad escrituraria el invento del sexo-uno, ficción de origen a la que regresarían, una y otra vez, las réplicas de lo femenino, dependientes y anhelantes del origen que les falta. En esa ausencia acontece el deseo, el hambre de un sexo cuya figura es proyección del aparato que la describe. Michel Foucault enlaza legislaciones, máquina óptica, lugares y poblaciones para la descripción del sexo, a ese dos entre letra y aparato lo llama dispositivo.

Si bien no hay cuerpo sin proyección ―que no es distinto a decir que las imágenes constituyen los claros y oscuros de un mundo―, habría que precisar que es hacia fines del siglo XX, el siglo de la imagen, cuando los aparatos visuales comienzan a habitar la cotidianidad de los sujetos de manera más cercana. Quizás el teléfono portátil es el mejor ejemplo de la invasiva cercanía de los aparatos contemporáneos. La producción de las imágenes del cuerpo, sin embargo, siempre ha sido parte y función de la artefactualidad.

Con esta última afirmación no intento acercarme a las tesis aceleracionistas que toman como índice las manifestaciones tecnológicas, y su masificación, para afirmar en ellas, con ellas, la transformación del modo de producción capitalista.[2] De igual modo, tomo distancia de las posiciones xenofeministas en lo que tienen que ver con la temporalidad lineal asumida. Sus postulados no dejan de organizarse en torno a un tiempo irremediablemente pasado y otro presente-futuro producido por pantallas, circuitos y fibra óptica. En esa figuración de la línea temporal, únicamente en el presente-futuro se encontrarían las herramientas y políticas necesarias para poner fin a la explotación y la opresión.[3] Pienso la temporalidad del feminismo en multiplicidad de ritmos, narraciones y artefactos, desalojando, así, la pretensión temporal vanguardista que hace ver solo el propio tiempo, la propia vida, como modelo de proyección.

Dichos distanciamientos, sin embargo, no me alejan de la técnica. La técnica es hacer con arte, con habilidad. Con la creación de la máquina automatizada, la técnica supuso externalidad al cuerpo humano, aunque unida a su genialidad. De ahí en más, la técnica es invención que simplifica, cosa que copia en ingenio y movimiento cuerpos de carne y huesos. Así descrita la técnica no parece ser más que una sombra que imita. En tal sentido, la técnica sería herramienta, instrumento o máquina cuya externalidad al cuerpo no daría lugar a dudas. Dicha externalidad permitiría seguir nombrando y duplicando, voz en gesto, esta carne mía en cada pliegue me pertenece.

Para 1953 la externalidad de la cosa que duplica a distancia ha cambiado de modo radical. Huella de esa transformación es el breve, pero fundamental, texto La pregunta por la técnica, de Martin Heidegger.[4] A pesar de su habitar distante y retirado en un valle de la Selva Negra, Heidegger advierte que la técnica ya no es la misma, se ha transformado: centrales eléctricas, turbinas, aviones-cohetes, máquinas de alta frecuencia. ¿Se enteraría por la prensa o por radio de estos aparatos? La técnica ha cambiado, ya no convoca solo a manos y dedos artesanos. La técnica es moderna, es máquina automática.

El 4 de octubre 1957 la Unión Soviética toma la delantera en el dominio de los cielos con la puesta en órbita del primer satélite artificial, la pequeña nave llamada Sputnik I. El Sputnik estuvo en el espacio dando vueltas a la Tierra durante noventa y dos días hasta que las baterías fallaron. Esta escena de guerra que se libra entre la tierra y el cielo es la que permite a Hannah Arendt situar la pregunta por lo que hace a la humanidad “humana” en su libro La condición humana, publicado en 1958.[5] Hay una certeza que anima la escritura de este libro: la edad moderna ha acabado. No obstante, el mundo que dice habitar Arendt es moderno no solo porque la máquina automatizada hace cosas, sino debido a la creciente indistinción entre aparato y cuerpo.

Bien podría ser dicho que hay dos libros en La condición humana de Arendt. Uno, el prólogo, que más que una nota introductoria es un brevísimo cuento de la alteración del cuerpo. Y el otro, el conocido tratado de teoría política. El cuento podría llevar por título “La humanidad no permanecerá atada para siempre a la tierra”, afirmación del ingeniero en aeronáutica ruso Konstantín Tsiolkovsky tomada por Hannah Arendt para afirmar que la humanidad ya no es parte de la edad moderna, que su tiempo y cuerpo no es ya más ese. La humanidad, según Arendt, no solo ha abandonado al Padre, Dios, sino que también a la Madre, Tierra. No hay razón superior a la que apelar salvo a la que se den los propios sujetos y no hay límite material para su expansión. El límite material enlaza dos cuerpos: el cuerpo tierra y el cuerpo especie. El punto en tangencia de ambos cuerpos es la artificialidad y la técnica. La tierra no es lo que era, el cuerpo humano, tampoco. El cuerpo no es un cerrojo, una cárcel, es técnica y artificio.

La escritora de ciencia ficción chilena Elena Aldunate escribe el cuento “Juana y la cibernética” en 1963.[6] Juana ha quedado encerrada en la fábrica donde trabaja, deberá pasar tres días sola entre máquinas perforadoras de planchas de zinc. La soledad no le asusta, ha vivido sola, sin amistades, ni familia por mucho tiempo, nadie notará su falta, tal vez solo un pájaro, que ha enjaulado y vuelto su mascota. Le preocupa el hambre. El vacío de la fábrica lo ha comenzado a llenar con su cuerpo que de súbito se ha vuelto tan visible como las máquinas a las que se entregaba día tras día y que parecen ahora mirarla. Solo cuando la máquina falla es posible verla. Juana ve su cuerpo, en un cortocircuito. ¿Qué ha ocurrido en ese cuerpo que ha cargado por cuarenta y cuatro años, pero que parece sentir por primera vez? El tiempo pasa lentamente en el encierro, piensa en su cuerpo, en el escaso desayuno de la mañana, en la modesta cena de víspera de año nuevo a la que no podrá asistir. El hambre no es solo vacío de estómago, su apetito es otro. Piensa en el hambre acumulada de un cuerpo que acaba de descubrir. Deseo de caricias, manos en esa delgadez suya, dedos, uno, dos, tres hasta cuatro, recorriendo con lentitud sus pechos pequeños y caderas angulosas. Siempre trabajando, siempre viviendo como allegada en ese cuerpo que deja de serle extraño. El hambre no se va, intenta dormir, siempre lleva píldoras tranquilizantes en su cartera, ingiere tres. Al despertar el hambre sigue instalada en su carne. Juega a seguir su rutina diaria, bebe agua como si fuese leche, huevos y jamón; suerte que el agua no se corta en los baños, se podrá dar una ducha, se desnuda con lentitud, duplica su figura en uno de los grandes espejos de la fábrica, se observa, piensa que es la primera vez que su mirada recorre las líneas de su cuerpo. Luego del baño se pasea desnuda por entre las máquinas de la fábrica. ¿Tienen ojos las máquinas? ¿Si los tuvieran desearían ese cuerpo húmedo que toma por toalla al sol que se filtra por los ventanales? ¿Tienen bocas? ¿La besarían? ¿Tienen hambre las máquinas? Tal vez, ella misma es una máquina, sorbe de sus dedos aceite de máquinas, le sabe a sangre, saliva y savia. 

Anudando cuerpo y máquina, o, mejor aún, haciendo de la máquina un cuerpo, Elena Aldunate hace visible la íntima relación entre artefactos y corporalidades. En un nudo que enlaza materialidades ―duras y blandas, sólidas, líquidas, vivas, muertas, ajenas y propias― hasta hacerlas indistinguibles, Aldunate vuelve relevante la pregunta por el sexo y los artefactos: ¿dónde se sitúa el artefacto en relación al sexo? Para responder a esta pregunta tendríamos que volver a la afirmación que abre este ensayo en la que se advierte que a cada régimen técnico le corresponde un sexo.

El sexo no es nada sin técnica, esto es, el sistema artefactual que lo constituye. La pregunta por la técnica es siempre una pregunta por el cuerpo, por los modos en que se visualiza, imagina un cuerpo. Habría que ser más específica. Un cuerpo en su generalidad y abstracción no vuelve visible lo que permite, lo que prohíbe. La zona de pases y detenciones que organizan lo en común está tramada en un cuerpo sexuado: la descripción de la filiación, los aparatos que la permiten, lo que se muestra y oculta de ese cuerpo, la técnica de visibilización del sexo. La pregunta por la esencia de la técnica nos debería conducir a la pregunta por el sexo y el régimen escópico que despliega.

¿Qué desoculta la técnica del sexo en su artefactualidad? La artefactualidad del sexo pone al descubierto, a plena luz, lo que incita, activa, al ojo pornográfico de una comunidad. Lo que se ve, lo que se ansía ver, lo explícito y lo oculto se constituye en los propios aparatos proyectivos enlazados al sensorium cuerpo-comunidad. De la técnica al ojo y de este al cuerpo sexuado. No habría que olvidar que el cuerpo es siempre doble: el que habitamos y el que compartimos en un orden social.

La pornografía describe tres regímenes. Primero, un régimen escópico que se constituye en aparatos. Este régimen escópico establece un sistema de valoración corporal y libidinal; segundo, un régimen erótico que establece los límites de lo posible en las cercanías y distancias de las relaciones entre los sujetos. En este sentido, la pornografía nunca podría ser confundida con ciencia ficción. La pornografía no es utópica, ni distópica, es solo proyección mínima o máxima del régimen imaginal de un momento dado; y tercero, la pornografía es un régimen artefactual que en la multiplicación de aparatos establece lo visible del sexo, sus lugares y funciones.

Cada época establece lo posible para el sexo. El siglo XIX latinoamericano hizo de la literatura el aparato proyectivo del sexo. Habría que decir más, el par literatura/escritura hace ver lo deseable del erotismo, la formación de la familia y la normalidad sexual masculina y femenina.[7] Con la reproducción técnica del erotismo ―y con su consecuente masificación― aparecerá la pornografía en América Latina. El erotismo es delicada imaginación sexual para la élite, la pornografía es entretenimiento obsceno para el pueblo. No será hasta 1925 que la RAE ingrese la palabra “pornografía”, definida como el carácter obsceno de obras literarias o artísticas. No debería extrañar que los derechos, los aparatos de reproducción técnica y la pornografía se comiencen a masificar en simultaneidad. No habría que pensar que la constitución del ojo/cuerpo pornográfico es un crecimiento de carne anómalo en el cuerpo de la política. El imaginario de los derechos y el imaginario pornográfico se masificarán al mismo ritmo de imprenta. La relación artefactual de los derechos y la pornografía es parte del cuerpo de las repúblicas masculinas latinoamericanas.

Durante la primera mitad del siglo XX, la pornografía (escrita, visual) será aceptada, soft, pública y encontrará en las “revistas para caballeros” su primer aparato de masificación. La difusión masiva de este tipo de material gráfico hará visible el cuerpo pornográfico, lo deseable de ese cuerpo, la dominancia de lo masculino, la subordinación de lo femenino como también un sistema lumínico alumbrando lo privado del habitar de las mujeres y la apropiación y administración metafórica y eléctrica de luces y sombras por parte de los hombres. La transformación del diseño político energético que da inicio al siglo XX latinoamericano es consustancial a la expansión de la imagen pornográfica. 

El apartado letrado de las revistas da lugar a la representación del cuerpo sexuado, el establecimiento de límites y poses. Las primeras “revistas para caballeros” ―o en el eufemístico título de “revistas de humor para hombres”― comienzan a ser impresas a comienzos de siglo XX. México llevará la delantera con las revistas Fréjoli, La Risa, El Burro y Frivolidades. Con la difusión de la imagen fotográfica, la representación del cuerpo sexuado ―y con ello estereotipos, dominios y subordinaciones― hará posible el surgimiento de revistas fotoeróticas como la también mexicana Molino Verde de los años treinta. Con la llegada de la primera Cámara Edison al Brasil en 1890 se da inicio al porno cinematográfico. Argentina debutará en el género porno en el año 1907 con la película El satario. De la letra al dibujo y de este a la imagen fotográfica y de esta a la pantalla. En menos de un siglo tres artefactos y una multiplicidad de aparatos para la visibilidad/constitución del sexo en América Latina.

Si bien es cierto que la pornografía de comienzos de siglo XX tendrá una función pedagógico-sexual masculina, serán dos mujeres las más virtuosas pornógrafas de ese comienzo de siglo: la poeta uruguaya Delmira Agustini y la escritora chilena María Luisa Bombal. En La última niebla, María Luisa Bombal, imaginando el sexo, caricias y poses escribe: “Entonces él se inclina sobre mí y rodamos enlazados al hueco del lecho. Su cuerpo me cubre como una grande ola hirviente, me acaricia, me quema, me penetra, me envuelve, me arrastra desfallecida. A mi garganta sube algo así como un sollozo, y no sé por qué empiezo a quejarme, y no sé por qué me es dulce quejarme, y dulce a mi cuerpo el cansancio infligido por la preciosa carga que pesa entre mis muslos”.[8]

No es casual que ambas escritoras pertenezcan a la clase alta de sus países. No recorreré aquí la conocida tesis del decadentismo pequeñoburgués con que la escritura comprometida sanciona a ese tipo de narraciones sobre el cuerpo y sus afecciones. Distinto a ello, afirmaré que cada época tiene su porno y este constituye/narra un cuerpo en lo que muestra y oculta, en lo que permite y prohíbe. La constitución/narración del cuerpo es artefactual y ocurre mediante aparatos proyectivos-lumínicos. Con la formación de los Estados nación, el cuerpo-sexo que se constituye/narra es la ficción de lo natural, un régimen heteronormado, androcéntrico y reproductivo, se organiza en la figura del contrato matrimonial (filiación, familia sentimental) y describirá la sexualidad cada vez más lejos de la fisiología y la salud pública para acercarse, lentamente y con tropiezos, al deseo, al amor romántico y el consentimiento.  

A partir de mediados del siglo pasado, a propósito de los cambios en las ciencias biológicas y físicas relativas a la reproducción y las materialidades, la metáfora de la diferencia sexual natural irá dando paso a una definición del sexo en tanto artificio, prótesis e interacciones fluidas entre máquina y carne, entre información y subjetividades, entre imágenes y corporalidades. El artefacto que da apertura a esta época es la pantalla y su punto más alto de transformación lo encontramos hoy en la IA; punto más alto también de la transformación del cuerpo y su autopercepción por parte de los sujetos. ¿Cuál es su porno? Una sexualidad expuesta e intervenida a gusto en imágenes digitales sin deseo de referente ni autenticidad. De antaño el rostro espejo del alma, ahora filtro e imagen para el perfil de Tinder. Los aparatos proyectivos principales son las plataformas, nuevas formas de monetarización del sexo, proxenetización soft de un porno limpio y aceptable de seguidores-creadores de contenidos, influencers de una nueva pornografía, only fans de insospechados ensambles del cuerpo-máquina.

Notas

[1]* Este texto es parte del Proyecto FONDART 710315, titulado Artefactos visuales en las políticas de las mujeres en Chile (1900-1970).

[2] VV. AA. 2020. Escritos aceleracionistas del CCRU (1991-2003). Segovia: Editorial Materia Oscura.

[3] Cuboniks, Laboria. 2015. “Xenofeminismo. Una política por la alienación”. https://laboriacuboniks.net/manifesto/xenofeminismo-una-politica-por-la-alienacion/

[4] Heidegger, Martin. 1958 [1953]. “La pregunta por la técnica”, trad. Francisco Soler. Revista de Filosofía 5, n.° 1: 55-79, Universidad de Chile.

[5] Arendt, Hannah. 2009 [1958]. La condición humana, trad. Ramón Gil Novales. Buenos Aires: Paidós.

[6] Aldunate, Elena. 2014 [1963]. “Juana y la cibernética”, Revista Anales 7, n.º 5, Universidad de Chile.

[7] Para una revisión de la literatura del siglo XIX latinoamericano desde la perspectiva del amor y el deseo, véase, Sommer, Doris. 2006. “Un círculo de deseo: los romances nacionales en América Latina”, trad. por Laura Laissaque, Araucaria. Revista Iberoamericana de Filosofía, Política y Humanidades n.° 16, 3-22.

[8] Bombal, María Luisa. 1997 [1934]. “La última niebla”, en Obras Completas. Santiago de Chile: Editorial Andrés Bello.