“O cérebro eletrônico faz tudo
Faz quase tudo
Faz quase tudo
Mas ele é mudo”
“Nothing’s gonna change my world”
Uno. Esferas: razón, locura y totalitarismo
En la última novela de Benjamín Labatut, MANIAC (2023), el narrador recrea la biografía de diferentes científicos excepcionales de la historia del siglo XX y derriba la creencia, propia del sentido común, de que la ciencia se construye desde bases puramente lógicas y racionales. La lectura revela que los principales inventos científicos del siglo XX descansan en un lazo entre razón y locura, lógica y delirio, matemática y metafísica, tecnología y religión, progreso y ceguera moral. La novela se divide en tres partes: la más extensa ―la del medio― ofrece una suerte de genealogía de la inteligencia artificial desde mediados del siglo pasado hasta el presente, centrándose en el retrato de uno de los científicos más influyentes de todas las épocas; el hombre que acaso ―sugiere la novela― fuera el más inteligente de su siglo: Johnny von Neumann (Labatut 2023, 45). El relato traza, entonces, un vínculo entre la invención de la bomba atómica y de hidrógeno, y la inteligencia artificial, a través del relato ficcionalizado de las personas que estuvieron cerca de la vida de Von Neumann (sus amigos, su hija, su mujer, sus colaboradores). El doble significado del título ―MANIAC refiere tanto a la sigla de lo que fue la primera computadora (Mathematical Analyzer Numerical Integrator and Automatic Computer Model), como, por supuesto, a la manía― le da un aire siniestro a aquello que hoy tiene una presencia cotidiana y hasta íntima en nuestras vidas: la computadora. La novela habla entonces sobre el nexo entre política, ciencia y tecnología, y propone una serie de preguntas que se vuelven urgentes y contemporáneas en un sentido también filosófico: ¿puede acaso existir una inteligencia libre del cuerpo biológico?; ¿qué quiere decir inteligencia?; ¿se puede dar vida a una máquina?; ¿qué quiere decir vida?; ¿qué consecuencias reales, es decir, políticas, tienen estos ejercicios?
Como un ángel de la historia benjaminiano, el cáncer de cerebro que termina matando a Von Neumann ―cáncer que contrajo por las radiaciones de la bomba de hidrógeno/atómica que él mismo, cual Victor Frankenstein, ayudó a construir― se vuelve una metáfora más ―pero actualizada― de los escombros que el progreso de la modernidad nos arroja a nuestros pies luego de la catástrofe: la bomba/la computadora devela su rostro macabro, monstruoso y oculto tras la idea de una nueva normalidad o, acaso, de una nueva sacralidad. En el decir de uno de los personajes de MANIAC, el físico matemático húngaro Eugene Wigner, Dios duerme en el interior de una esfera construida por el hombre (la marca de género es intencional):
Fue irresistible (…) La hidrodinámica de las ondas de choque, o la magnífica luz que casi nos dejó ciegos, eran cosas que ningún ser humano había visto. Estábamos descubriendo algo que ni siquiera Dios había creado (…) La fisión es común en el corazón de las estrellas, (…) pero nosotros logramos que ocurriera en el interior de una esfera de metal de solo un metro y medio de diámetro, en la cual anidaba un núcleo aún más diminuto de seis kg de plutonio. Todavía me parece un milagro que lo pudiéramos conseguir. (Labatut 2023, 168. El subrayado es mío)
Las fantasías totalizantes y cerradas que buscan la infalibilidad humana se vuelven, parece decir la novela, totalitarias. En El juego de los mundos ―originalmente publicada en el 2000 pero firmada en 1998―, César Aira asociaba el fin de la literatura y del mundo corporal y biológico, a la guerra y a la religión. En un futuro lejano en el que la literatura ya no existía, los adolescentes se entretenían con un juego en el que viajaban a diferentes mundos y los exterminaban. La normalidad del genocidio es cuestionada por el padre de uno de los jóvenes y narrador de la novela, que ―un tanto chapado a la antigua― comienza a temer que se reinstale la idea de Dios. Sin embargo, en este mundo distópico dirigido por adolescentes semidescerebrados, este padre solo puede discutir sobre sus preocupaciones con el sistema digital que maneja su vida y con el que habla por medio de un lenguaje editado digitalmente (un “rectificador de discurso”) al que, por supuesto, no maneja tan bien como sus hijos guerreros. La discusión la gana, claro está, quien mejor maneja la tecnología, es decir, el lenguaje.
Dos. La lengua sin cuerpo y sin inconsciente
No busco en este ensayo romantizar lo natural ni volver nostálgicamente a una vida pre-digital o a un mundo resguardado de la tecnología, sino más bien proponer algunas preguntas sobre el lugar de la palabra y de la literatura en este entramado y sobre el lugar que ocupa el cuerpo en la lengua y en lo literario. Hasta hace poco, el lenguaje seguía siendo un territorio propio de la excepcionalidad humana. La canción de Gilberto Gil citada en el epígrafe profetizaba, a fines de los años sesenta, un cerebro electrónico que era capaz de hacer todo (o casi todo), excepto hablar. Sin embargo, la inteligencia artificial ―o más precisamente la creación de “large language models” (LLM), de los cuales el GPT es al día de hoy el más importante― ya ha franqueado esa barrera. Incluso si parecía absurdo pensar que estos modelos iban a poder hacer arte con la lengua ―es decir, literatura―, ya no estamos tan seguros de poder negarlo de modo rotundo. Por supuesto, depende de qué es lo que entendamos por literatura, pero si dejamos de lado las discusiones éticas sobre la transformación de la categoría de autor, sobre la cuestión del plagio o sobre el concepto de originalidad, podemos decir que sí, que los LLM pueden usarse para escribir textos literarios e, incluso, para hacer evidente algo que en realidad ya nos habían enseñado las vanguardias: que la escritura (la literatura) es un acto colectivo.
Pero ¿cómo será una literatura escrita con una lengua sin cuerpo?, ¿cómo será un lenguaje sin inconsciente? Según Jorge Carrión, la inteligencia artificial ha devenido una nueva versión de la escritura automática surrealista pero hecha “de pura alquimia algorítmica” (2023, 45). Sin embargo, el automatismo que buscaban Freud y Breton respondía a un retorno de lo reprimido, a una liberación de lo inconsciente, ¿qué literatura surge cuando el automatismo es el resultado de una combinación aleatoria de datos almacenados en un sistema cerrado? ¿Qué consecuencias tendrá esta lengua nueva en nuestra propia lengua viva? ¿No nos pondremos acaso a buscar cada vez más un lenguaje perfecto, sin fallas, sin vulnerabilidad, un lenguaje que no esconda dentro de sí ningún punto de no saber?
La inteligencia artificial impone una ontología del mundo, una ilusión de información total y una temporalidad de conectividad continua, sin fisuras ni rendijas temporales para el sueño o el descanso, en pos de un aprovechamiento perfecto del tiempo, de una productividad económica absoluta. Como sugiere Kate Crawford (2021), la IA es un atlas que aspira a entender todo, a leer todo, a saber todo, a mirar todo y a archivar todo; que no solo busca imitar la inteligencia humana, sino dar una definición de lo que es la inteligencia; que no solo ofrece una visión del mundo, sino que pretende ser el mundo. Se trata, claro está, de la imposición de una mirada que se presenta como si fuera la única, es decir, de una operación inherentemente política que instaura en la tecnología algo parecido a una nueva religión y que no solo da información, sino que modela el conocimiento, el modo de conocer.[1] Sin embargo, por supuesto, esta no es la única opción posible para pensar una ontología del mundo.
Tres. La lengua es el nuevo sur
Desde las últimas décadas, y en un in crescendo cada vez más pronunciado, tanto la tecnología como el nuevo régimen climático nos impulsan a percibir la tierra como una unidad. Se trata de una percepción que ―como ha señalado Emanuele Coccia (2023)― surge de esta manera por primera vez en el mundo contemporáneo. Hoy tenemos, más allá de las imágenes espaciales de la tierra, datos científicos, políticos y sociales de diferentes partes del mundo de modo instantáneo gracias a la tecnología. Por otro lado, ya no podemos pensar las olas de calor, las inundaciones o las sequías como fenómenos aislados, sino como eventos que responden a una causa común de escala global. La tierra entera sufre las consecuencias de acciones locales. Surge así una nueva configuración política ―la “era de la tierra” (Mbembe 2023)― que excede el marco moderno de los Estados nacionales: por primera vez en la historia, compartimos un destino común en el que no se podrán levantar fronteras políticas ni muros para la toxicidad del agua que bebemos y del aire que respiramos.
Frente a esto, dos visiones diferentes se disputan el modo de entender la configuración planetaria presente y futura: en una de ellas participa el cuerpo biológico ―o la vida tal como la entendíamos hasta ahora― y en la otra, no. En ambos casos, lo humano se corre del centro, pero mientras en la perspectiva de las ontologías multiespecie se quiebra el antropocentrismo a partir de un “animismo sensible” en el que se afirma una continuidad de la vida, y la Tierra pasa al centro de lo que Viveiros de Castro llama “la triple frontera antropológica” entre máquinas, animales y humanos; en la ontología digital lo que se anima es la tecnología, construyendo un nuevo tipo de sacralidad o de religión que es procesada como normalidad: un “animismo digital y capitalista” (Viveiros de Castro 2024) que, además, no hace más que continuar con el proyecto extractivista de la modernidad (Crawford 2021). Como dice Eric Sadin, es una visión del mundo que se enlaza “con una fantasía tecnocientífica de entreguerras que se ha convertido hoy en un axioma económico y antropológico” (2020, 33). Estamos aún ―nunca hemos salido― en la estela de lo moderno. Lo colonial sigue funcionando pero transmutado en una estética individual y a la vez corporativa: una falsa idea de comunidad digital y financiera que deja los cuerpos afuera. En esta nueva configuración, el sur colonizado ya no puede definirse únicamente desde una perspectiva geopolítica: el nuevo sur es el cuerpo, el nuevo sur es la vida. Y ahora que la inteligencia artificial escribe y habla autónomamente ―es decir que produce lenguaje― el sur es también la lengua, la lengua viva.
El último libro de Luis Sagasti, llamado Lenguas vivas y publicado en el mismo año que MANIAC, comienza con un relato que describe tres fotos: una de Albert Einstein, otra de Ludwig Wittgenstein y la tercera de Qingsong Wang. Los tres posan junto a sus pizarrones negros y gigantes: letras, fórmulas y nubarrones ―galaxias― de tiza blanca. El texto no habla del contenido de cada una de las enseñanzas, sino del trazo de la letra y del deseo de las palabras escritas de reunirse con “el polvo de la tiza acumulada allí abajo” (Sagasti 2023, 11), como si hubiera algo de la palabra que viviera, que estuviera animado. Sin embargo, el significado de la letra escrita queda en un segundo lugar, pero sí queda claro que son palabras, que son lenguaje. El texto habla también, como MANIAC y como en otro libro anterior del propio Sagasti (Cybertlön), de la ambición humana:
El Tractatus de Wittgenstein, como la tabla periódica y el I Ching, como el “Clave bien temperado”, el materialismo dialéctico o el Ulises de Joyce, una gigantesca totalidad de la que los hombres son capaces. Desmesuradas y geniales, sí, pero lejos de las verdaderas, porque las totalidades en serio son ballenas blancas a las que ningún arpón puede alcanzar. (Sagasti 2023, 15)
Cada uno de estos pizarrones nos trae una ilusión totalizante y explicativa del mundo. Sin embargo, hay algo que se les escapa, y quizás allí ―en las ballenas blancas, o en algo más abstracto que interviene siempre como materia de la lengua, el tiempo― se pueda encontrar lo vivo de la lengua.
Cuatro. La máquina de pensar
En el siglo XIII, en su Ars magna generalis, Ramón Llull inventó una máquina de pensar cuyo objetivo era probar la verdad de la doctrina cristiana: a través de un diagrama circular con nueve cámaras y de la manipulación de diferentes discos superpuestos, se realizaba un ejercicio combinatorio que permitía descubrir uno a uno los atributos de Dios hasta poder describirlo en su totalidad. El 15 de octubre de 1937, Jorge Luis Borges publica el ensayo “La máquina de pensar de Ramón Llull” en la revista El Hogar y, luego de decir que la máquina no funciona porque no es capaz de ningún razonamiento y de preguntarse por los usos que podría tener para la literatura, se refiere a una burla que aparece sobre esta máquina en Los viajes de Gulliver, la obra de Jonathan Swift. En una de sus aventuras, Gulliver se encuentra con un profesor que a partir de una máquina similar a la de Llull ―“The Engine”― escribe una enciclopedia de todas las artes y las ciencias. Es decir, se trata de una máquina que permite que cualquier persona, incluso sin saber nada sobre artes y ciencias, pueda escribir todo sobre ellas con el mero ejercicio de combinar palabras. Borges concluye que desde el punto de vista filosófico esta máquina es absurda, pero que podría ser un instrumento literario y poético. Por supuesto, no resulta sorprendente que Borges le dé lugar al azar combinatorio como principio literario dentro de un sistema cerrado. No es el único lugar de su obra en el que se refiere a la máquina de Llull o a otros inventos y mecanismos que ―como el idioma analítico de John Wilkins o la Ars combinatoria de Leibniz― atesoraban la posibilidad de un sistema de clasificación perfecto y sin fisuras, una lengua universal y racional. Sin embargo, ya en el ensayo sobre Llull, Borges hace una advertencia: la visión del universo a la que responde la máquina y su visión de totalidad depende enteramente del modo en el que se carga la información. Ramón Llull llena su máquina de pensar con atributos divinos porque es lo que le corresponde a un hombre del siglo XIII. Pero esta misma máquina podría construirse con otros sistemas cerrados que, obviamente y según la contingencia histórica, irían variando. Borges elige dos ejemplos para pensar un paralelo con su propio momento presente, uno de la ciencia y otro de la política:
Nosotros la cargaríamos de un modo distinto. Sin duda, con las palabras Entropía, Tiempo, Electrones, Energía potencial, Cuarta Dimensión, Relatividad, Protones y Einstein. O también: Plusvalía, Proletariado, Capitalismo, Lucha de Clases, Materialismo dialéctico, Engels. (Borges 1990 [1937], 176)
La obra de Borges está repleta de variaciones de este mismo tema, pero la literatura queda, invariablemente, del otro lado de las totalidades cerradas o en el sitio en el que fallan, en sus agujeros, en sus filtraciones: en “La Biblioteca de Babel” la certidumbre de que todo está escrito afantasma a sus habitantes y les quita la posibilidad de hablar o de escribir algo que no sea tautológico; en “Funes el memorioso” la percepción y la memoria atiborradas de Ireneo lo dejan como un eterno prisionero de la totalidad, es decir, de lo intolerable. ¿Dónde quedan, en estos sistemas (racionales y delirantes a la vez), las otras totalidades a las que se refiere Sagasti como “totalidades en serio”; esas que se le escapan al arpón como una ballena blanca enfurecida? Aquellos espacios, como bien lo muestra la obra de Pierre Menard, son ilusoriamente herméticos porque nada se repite de modo exactamente igual en la historia y ahí, en ese desliz, en esa pequeña diferencia, hay siempre algo nuevo: una ballena blanca, una filtración de tiempo. Ni el sujeto que escribe o lee, ni el que está detrás de la computadora cargando información con un nuevo prompt es siempre el mismo. Y aun cuando se escriba y se lea lo mismo, es diferente: no pertenece necesariamente a la misma época, no tiene por qué tener los mismos valores o la misma cultura.[2] Los algoritmos no trabajan solos sino en nombre de las instituciones religiosas de nuestra época: mercados, industrias, ejércitos o Estados nacionales (Pasquinelli 2019). Acaso en el tiempo y la contingencia histórica (¿otro nombre para el cuerpo, para la vida?) haya una clave para pensar lo vivo de la lengua y de la literatura; para pensar el nudo en el que lo político encarna en la lengua.
Cinco. La lengua, un atareado rumor[3]
En 1945, cuando Estados Unidos tiró las bombas atómicas en Hiroshima y Nagasaki, Borges estaba trabajando en el manuscrito del “El Aleph”. Un mes después de los bombardeos lo publicó en la revista Sur (Faverón 2021, 82). Con la misma culpa y el mismo éxtasis que muestra el personaje de Wigner cuando relata la invención de la bomba atómica en MANIAC, el protagonista del cuento ―Borges― desciende a un sótano de una casa de una ciudad sudamericana y, desde el peldaño de una escalera se encuentra con una “pequeña esfera tornasolada, de casi intolerable fulgor” (Borges 1994, 191) en la que puede ver todo el universo al mismo tiempo y en un instante que anula la temporalidad sucesiva. Juega, al igual que aquellos científicos, a ser Dios. Según Gustavo Faveron (2021), a Borges ―hombre de su época― no se le pudo haber escapado la analogía entre el Aleph visual y la bomba atómica. Sería por eso que, hacia el final del cuento, en una Posdata que agrega al manuscrito que estaba trabajando, nos dice que hay (o que hubo) otros Aleph y que “ese de la calle Garay era un falso Aleph” (Borges 1994, 195), un mero “instrumento de óptica.” Finalmente se refiere a un manuscrito de Richard Burton en el que encuentra lo que parecería ser el “verdadero” Aleph:
“los fieles que concurren a la mezquita de Amr, en El Cairo, saben muy bien que el universo está en el interior de una de las columnas que rodean el patio central… Nadie, claro está, puede verlo, pero quienes acercan el oído a la superficie, declaran percibir, al poco tiempo, su atareado rumor…”. (Borges 1994,196)
En el último párrafo del cuento, el narrador se pregunta: “¿Existe ese Aleph en lo íntimo de una piedra?” (196). Lejos de los peligros que implica la concentración del tiempo en el espacio, el cuento nos lleva a ese otro Aleph que se despliega ya no como imagen visual sino como murmullo del mundo y que ―con toda su exterioridad― se aloja en una intimidad mineral y la hace vibrar con su rumor. A diferencia de la transparencia que ofrece la esfera visual, este Aleph sonoro no ofrece nada inteligible en el cuento, no se describe. Si pudiéramos escucharlo, probablemente no entenderíamos nada: el sonido de todos los ruidos del mundo superpuestos; el de todos los idiomas a la vez, en una confusión posbabélica. Es decir, para esta otra totalidad alternativa a la visual, Borges imagina un espacio que aloja todas las lenguas, pero nada que signifique de una manera clara. Probablemente, Borges pensaba en la tradición de la cábala y en el Antiguo Testamento, en donde se lee que lo único que escuchó el pueblo judío de las tablas de la ley fue el impulso laringal de la voz que antecede a una vocal al principio de una palabra, la glosolalia: el elemento sonoro del que proviene toda voz articulada, pero sin ningún sentido específico. Dios se revela a los hombres apenas como un aliento, como un murmullo puramente pneumático para evitar que su existencia resulte plenamente inteligible. Giorgio Agamben nos dice que la glosolalia es tener la experiencia de un acto de lenguaje que no hemos aprendido, una experiencia de hablar infantil, una palabra que ―sin dejar de ser palabra― no quiere decir nada (1983). Aquí, en este agujero de lenguaje sin significado que sin embargo es lenguaje, quizás se halle el núcleo de una lengua viva. Pero no porque sea un sonido frente a una palabra escrita, o porque allí yazca alguna esencia de lo literario ―después de todo con la IA también se pueden componer canciones y música―, sino porque el sonido de la lengua nos recuerda que el significado de las palabras no es todo lo que la lengua es; porque la atención al sonido de la lengua desarma la idea de que la función primaria de la lengua sea comunicar o informar.
Seis. El último hablante y el tiempo
El libro de Sagasti, Lenguas vivas, es como una gran enciclopedia desordenada de anécdotas, cuentos y escenas que se enlazan y se bifurcan fractalmente, como ramas de árboles, constelaciones, sinapsis neuronales o telas de araña, siguiendo un hilo que se abre y se vuelve a abrir en una estructura que podría seguir al infinito y a partir de diferentes motivos que aparecen y vuelven a aparecer: el polvo de la tiza, la geometría de los copos de nieve, las pinturas rupestres, los faros marítimos, los desiertos de arena y también los de hielo. Volcanes, guerras, canciones, relojes, poemas, personas saltando y sorprendidas por una cámara de fotos en el instante mismo en el que parecen estar suspendidas en el aire. Fotos, muchas fotos. Pero sobre todo, de lo que habla el libro de Sagasti es de la lengua y por eso hay un personaje que, aunque cambia de rostro, se repite: el último hablante.[4] Cada vez se trata de una lengua diferente que está a punto de extinguirse: el warrungu, el ubijé, el sirenik, el eyak y el yagán. Incluso una de las historias es sobre un idioma secreto en el que escribieron las mujeres en China durante mil setecientos años hasta que lo prohibieron.. Una lengua de escritura vertical cuyos caracteres no representaban ideas sino sonidos. En uno de los capítulos llamado justamente “Glosolalia”, Sagasti cuenta la historia del encuentro de dos personas, los últimos hablantes de dos lenguas en extinción: el ubijé y el warrungu. Ambos acompañan a un congreso de lingüistas a los filólogos que estudian sus respectivas lenguas y, en la puerta de la sala, cuando los académicos siguen disertando sobre ellos, hablan, cada uno en su lengua incomprensible para el otro, y sucede algo misterioso: “comprenden todo aquello que ya no pueden comunicar” (Sagasti 2023, 121). Sus lenguas ya no tienen sentido más que para ellos mismos, son puro canto, pura melodía solitaria.
La pregunta sobre qué es lo vivo en una lengua viva, entonces, excede a oposición entre lo vivo y lo muerto o lo que ya se ha extinguido, para pasar a hablar de otra cosa; de algo que en el texto de Sagasti aparece a través de una cita del diario de Wittgenstein: “El lenguaje es una parte de nuestro organismo” (16). Se trata de subrayar algo en la lengua que ―como decía Clarice Lispector― no sea biográfico, sino bio. De ahí esas palabras en diminutivo (soldadito, cajita de luz) que, pronunciadas por los adultos, le llaman la atención a Sagasti; casi como cuando Macabea, el personaje de La hora de la estrella, siente placer al escuchar palabras que no entiende ―“efemérides”― pero que le gustan solo por cómo suenan.[5]
¿Qué pasaría, entonces, si lo que se extinguiera no fuera una lengua en particular, un idioma, sino esa parte del lenguaje que no es comunicación sino cuerpo, sonido, placer o dolor y que no coincide con ningún saber, con ninguna intención racional, con nada de lo que en la lengua es información: la lengua viva? En el libro de Sagasti hay un espacio intersticial en el que esa lengua se busca y se atesora. Porque la palabra entendida como música es la que hace explotar los bordes de lo literario y del sentido, y la que, sin embargo, no puede ser acogida más que por lo literario. El tiempo, el vacío, el no saber, el secreto, un ojo en el desierto, el espacio de mar entre dos costas o el intervalo de oscuridad que se produce entre una luz y otra luz en los faros marítimos ―parece querer decirnos Sagasti― es lo importante para que esa parte del lenguaje que es cuerpo y que es música se encienda. Incluso, como ocurre en el último capítulo del libro, la muerte sorpresiva de un hermano en su juventud ―el dolor― puede encender esa lengua. La chispa se produce en el momento de borde, en el “nanosegundo” en el que el cuerpo que salta está en el aire y es atrapado en una foto, porque allí hay algo: “al borde de dar en el plexo de un significado” (34) pero que todavía no es significado.
Ese agujero entre dos tiempos ―pura contingencia, puro azar, algo que nos devuelve a la palabra griega tysché y que Aristóteles oponía, justamente, a automaton― es lo que nos permite entender sin comunicar (o comunicar sin entender) y que, por lo tanto, nos permite concebir una experiencia de lenguaje que no implique ninguna referencia a la información y al saber. Esto que se le escapa al saber y que sin embargo se sabe, niega ―en un nanosegundo, en el instante de salto― la posibilidad de una inteligencia total, de una información exhaustiva o de un lenguaje puro y transparente que recoja todo lo posible de ser dicho, pero porque también niega que la función primaria o única de la lengua sea la de comunicar un sentido. Se trata de darle a la falta un lugar para que la lengua pueda aparecer. Como en la canción de The Beatles citada en el segundo epígrafe de este texto, Across the Universe, en la que no se afirma que nada puede cambiar nuestro mundo, sino justamente lo contrario: que la nada ―el vacío como algo positivo― puede cambiar nuestro mundo. Es ese espacio el que se obtura y reprime en la otra versión de totalidad, en el aleph visual y esférico que es puro espacio sin tiempo desprendido del cuerpo: una lengua ya no muerta o extinta sino artificial, total, continua, en la que nos quedamos sin rendijas, sin agujeros, sin contingencia, sin real, sin silencio, sin secretos. Nada de tyché, puro automaton: información y datos que anulan el tiempo.
Una escena de Lenguas vivas capta una famosa imagen tomada de la película de Harold Lloyd, El hombre mosca, en la que un hombre queda aferrado a las agujas de un reloj de un rascacielos. Sagasti reflexiona sobre ese momento en el que el hombre está a punto de caer pero todavía no cae: “Su peso hace retroceder el reloj (…) pero el tiempo no vuelve atrás”; parece “un ave rapaz a punto de agarrar una presa” (Sagasti 2023, 36). Es una imagen que bien podría funcionar como cifra de nuestra vida cotidiana, de nuestro día a día como habitantes del presente digital, en el que estamos enloquecidos por un tiempo continuo sin intersticios; desesperados por detener las agujas del reloj para respirar cinco segundos de aire, de vacío, de música, de nada, de lengua viva. Sagasti no lo dice, lo conserva como secreto porque protege el nexo íntimo que tenemos con aquello que no se puede decir para resguardar lo que la lengua tiene de cuerpo. Sagasti no lo dice, pero sabe sin saber, que lo que este hombre busca atrapar, su presa, es esa otra ontología, la otra versión de la totalidad planetaria en la que somos, además de información, cuerpo y continuidad con el resto de lo vivo; algo que, como la luz de un faro que se prende y se apaga, solo puede encontrarse como un ave rapaz encuentra una ballena blanca en el medio del mar.
Siete. Buscar la lengua en carne viva
Buscar la lengua en carne viva, entonces, no como quien busca un último refugio romántico, sino el sitio contemporáneo en el que se redime lo político. No como quien desea llegar a una pureza de lo literario, sino como quien quiere dejar al descubierto un agujero de información; como quien abraza una vulnerabilidad, un lapsus, un síntoma. Buscar la lengua viva, pero no como un dato positivo ―como un trofeo― sino como el residuo no humano de lo humano, es decir, como lo que nos es común con otras especies vivas. Buscarla como una fuerza crítica que cuestiona la totalidad hermética, los futuros monumentales y las viejas fantasías kafkianas –totalitarias–, que no han hecho más que cambiar de rostro para volverse más y más maníacas pero, a la vez, más racionales. Buscar la lengua viva como un modo de decir, una vez más: “Dios ha muerto”.