Historia epidérmica de la máquina

Esta nueva historia de la máquina comienza con una certeza inusual. La máquina no solo tiene cuerpos, sino que sus cuerpos, sus muchos cuerpos, son también todos nuestros. O, más bien, quizá se trate de que nuestros cuerpos le pertenecen todos a ella. Como ya sugirió Donna Haraway en su visionario manifiesto, la piel no constituye la última frontera del cuerpo. Por el contrario, la piel es solo el comienzo de nuestro exuberante dominio, de la más desencarnada condición transcorporal.

Este número especial de la revista LASA Forum se propone deshacer la idea de que nos debemos a un único cuerpo, de que aún resulta posible trazar los límites del cuerpo “humano”. En diálogo con la próxima edición del congreso de LASA, Poner el cuerpo en Latinx América, que se realizará en San Francisco del 23 al 26 de mayo de 2025, interrogamos aquí la condición suplementaria del cuerpo y sus vidas prostéticas. “Los cuerpos de la máquina” se pregunta cómo sus muchos cuerpos han impactado en el transcurrir de nuestra historia, les han dado forma a las ópticas, voces y técnicas de nuestros paisajes, a la figuración y encarnación de nuestras máquinas de guerra, a nuestra supervivencia, resistencia y goce.

Figura 1. Nicola Costantino. Nicola como María, según Metropolis I, 2008.

Incluso, en tiempos hegemónicos marcados por la inteligencia artificial y el imperativo del algoritmo —tiempos en que pese a la visibilidad de las máquinas se fortalece la idea de un único cuerpo soberano—, cada vez resulta más difícil separar nuestra anatomía de las prótesis, dispositivos y cuerpos de las máquinas con las que cohabitamos. Por eso elegimos como imagen-portada de la publicación una obra de la artista argentina Nicola Costantino que revisita el cartel de Metrópolis, la película de Fritz Lang. Realizada en colaboración con el fotógrafo Gabriel Valansi, la serie reescenifica el canon visual occidental. En un juego de sustituciones y reencarnaciones, el cuerpo de Costantino ocupa el lugar del robot antropomórfico. A su vez, en el film, el robot sustituye a María, una muchacha que lidera la lucha obrera.

Naturalmente, los cuerpos que presentamos a continuación no son todos sus cuerpos. Sería imposible dar cuenta de tan infinito archipiélago. No obstante, los que participan de este número responden a una pulsión no azarosa sino epocal, si se quiere, a la necesidad de revisar las más sensibles e interpelantes materialidades que han poblado y pueblan Latinx América.

Máquinas modernizadoras: voces, ópticas y pulsiones tránsfugas

Fraguada en el siglo XIX, la fundación de las naciones latinoamericanas también puede ser relatada a partir de las aceleradas invenciones y usos de máquinas que inundaron las tierras continentales. Estas máquinas reimaginaron las maneras de visualizar la soberanía, la imposición o permanencia de viejas y nuevas lógicas coloniales, así como el desarrollo de estrategias de emancipación e implementación de modernas técnicas para demarcar los territorios y administrar sus cuerpos. Rachel Price argumenta que ciertas máquinas modernizadoras, como los ferrocarriles y los barcos de vapor, no solo facilitaron la expansión del capital, sino que también fueron medios estratégicos de represión colonial. Sin embargo, estas mismas máquinas permitieron formas insurgentes de comunicación y resistencia, como la literatura clandestina y la práctica de danza y tambores. Su artículo “Generación ferro-carrilera” detalla cómo los primeros ferrocarriles construidos en Cuba en 1837 estaban destinados a servir a las plantaciones de azúcar, facilitando su transporte desde las haciendas hasta los puertos, y fueron claves especialmente durante el período conocido en Cuba como la segunda esclavitud. Sin embargo, Price subraya la compleja interconexión entre las máquinas industriales, como el ferrocarril, y la literatura en una red compleja de relaciones sociales y económicas que no pueden ser entendidas como incompatibles. La movilidad forzada de los trabajadores esclavizados y libres en la construcción de ferrocarriles también facilitó la circulación de noticias e información, haciendo posible lo que la historiadora Camillia Cowling llama contramapas o countermaps. Por lo tanto, máquinas como los ferrocarriles, aunque construidas para servir a la economía esclavista, también se convirtieron en vehículos estratégicos e ingeniosos a favor de intereses de resistencia y fuga. Rachel Price concluye que lo que denomina la generación ferro-carrilera también trazó contrageografías, empleando de manera subversiva una serie de máquinas inventada originalmente con propósitos opresivos, tanto económica como material y simbólicamente.

No obstante, mucho antes, desde el siglo XVIII, la máquina siempre convocó las aspiraciones políticas y sociales de la burguesía europea continental. De hecho, la invención del globo aerostático marcó el triunfo del ingenio y la técnica de la clase media europea sobre una ley física, ya que fue capaz de imaginar una nueva óptica y demarcar su espacio, es decir, inventó lo que hoy conocemos como el espacio aéreo de las naciones. Sebastián Díaz-Duhalde propone que tal máquina no solo dio cuenta de la soberanía y sus implicaciones nebulosas, sino también de una nueva forma de ver e imaginar el mundo. “Nuevas alturas. Notas sobre globos aerostáticos y el espacio aéreo en América Latina durante el siglo XIX” enfatiza que los globos aerostáticos fueron siempre comprendidos de manera paradójica. Es decir, eran máquinas que continuaban los proyectos de la Ilustración europea y, a su vez, se consideraban como cuerpos que no podían ser contenidos por un discurso disciplinario. Varios eventos harán popular al globo aerostático en el siglo XIX: la proliferación de imágenes de la Guerra de Secesión de los Estados Unidos, la formación del United States Balloon Corps y las ascensiones de globos en el ejército del Potomac, así como la publicación de la archileída novela de Julio Verne Cinco semanas en globo. Sin embargo, es durante la década de 1860 cuando el ejército del Imperio de Brasil la utiliza para observar el frente paraguayo en la Guerra de la Triple Alianza. Allí se legisla visual e imaginariamente sobre las coordenadas del aire, se inaugura el espacio aéreo de Paraguay y se revelan nuevas máquinas bélicas que dominarán el juego de la guerra. Díaz-Duhalde concluye que el aerostático anticipa un nuevo orden global y, añadimos, se trata de un claro antecedente, tecnológico y conceptual, de las nuevas máquinas de guerra representadas en el más contemporáneo vehículo aéreo no tripulado: el dron.

El dron desempeña en nuestro presente ciertas funciones estratégicas: vigilancia, castigo, producción, venta y entretenimiento. Leandro Morgenfeld aborda cada una de ellas, sopesando sus múltiples facetas. Por un lado, la eficiencia, reducción de costos, prevención y daños que conllevan la asignación de drones para tareas de vigilancia y control, y, por el otro, la creciente violación a la privacidad que genera su presencia en el espacio aéreo. Por una parte, la reducción de la violencia y pérdida de vidas cuando intervienen en conflictos armados —en misiones de reconocimiento de zonas militares y civiles o en los denominados “ataques quirúrgicos”—, y, por otra parte, la invasión y destrucción de países a los que no se les ha declarado la guerra, hecho que modifica la creciente violencia mundial. Este último aspecto, confirmado por múltiples ejemplos, permite incluso afirmar, siguiendo la propuesta de Gustavo Merino, que actualmente vivimos una nueva “guerra mundial híbrida y fragmentada”. El dron ha demostrado ser una herramienta valiosa en contextos de desastre, para evaluar la situación y facilitar la entrega de materiales indispensables, aunque también ha sido utilizado para acelerar el desempleo y la precarización del trabajo en corporaciones como Amazon.

“¿Sueñan los drones con águilas ayahuasqueras?” llega a la encrucijada a la que arriban muchos de los textos de este dossier: cómo eludir una posición simplista, ya sea tecnofílica o tecnofóbica. Resulta indispensable identificar las potencialidades de las máquinas así como sus diferencias, aquellos aspectos donde el dron se asemeja a un pájaro o a una persona que pilotea una aeronave y, a su vez, no pude volar en los múltiples sentidos del término que exceden el desplazamiento: anhelar, imaginar, disfrutar del paseo por el aire o del trance suscitado por alguna sustancia como la ayahuasca. Resulta indispensable también reconocer que pese —o debido— a estas diferencias, las máquinas son más que herramientas a nuestro servicio o instrumentos que nos ponen en peligro. Resulta necesario asumir que ellas transforman el mundo que habitamos y a nosotrxs también. La pregunta es, quizás, cómo convivir con ellas, por fuera de la lógica de expropiación y explotación del capital.

Como contrapunto a los cuerpos visuales de la máquina, la radio ha sido ampliamente abordada como dispositivo que transforma las relaciones entre Estado, cultura popular y cuerpo soberano. Como ha destacado el trabajo de autores como Rubén Gallo, dada su condición maquínica, la llegada de la radio a Latinoamérica fue recibida de manera contradictoria; es decir, se percibió tanto como herramienta modernizadora como amenaza a las formas establecidas y fijas de producción cultural. Leonardo Cardoso afirma que la radio, primer dispositivo de transmisión inalámbrica masivamente utilizado, fue de manera inmediata adoptada por los líderes estatales como un medio para hacerse escuchar en todo el país. Ejemplos históricos incluyen a Mussolini en Italia, Goebbels en Alemania y Roosevelt en Estados Unidos. A Voz do Brasil fue creado en la década de 1930, durante el gobierno de Getúlio Vargas, como máquina para difundir las actividades gubernamentales y promover a sus líderes. El programa proyectó a Vargas como un gran conciliador de las tensiones raciales y de clase, convirtiéndolo simbólicamente en “el padre de los pobres” y llevando a cabo acciones demagógicas como la promoción de la samba como práctica cultural inherentemente nacional y no solo afrobrasileña. “Speaking into the Void: The Curious Resilience of the Radio Show A Voz do Brasil” destaca que, a lo largo de los años, A Voz do Brasil ha pasado de ser una herramienta de propaganda autocrática a un medio de rendición de cuentas estatal en una democracia liberal. No obstante, pese a estos cambios, el programa sigue siendo ampliamente rechazado por el público brasileño. Por lo tanto, ¿qué podemos decir acerca de una máquina que curiosamente persiste en hablarle al vacío? Cardoso señala que la supervivencia del programa se debe a dos factores principales: la justificación de su existencia como un canal ideal para llegar a comunidades pobres y remotas, y su uso como espacio de disputa por la exposición mediática entre los tres poderes del Estado. Cardoso concluye que, a pesar de los cambios políticos y sociales ocurridos en Brasil a lo largo de casi un siglo, A Voz do Brasil es un ejemplo de cómo la radio sigue siendo un canal estratégico para el Estado, una máquina que, pese a contar con un público cada vez menor, señala una conexión fundacional capaz de trascender las cambiantes ideologías del Estado.

Lúbricas arquitectónicas de la máquina: del estadio nacional a la guillotina visual

La máquina más efectiva es aquella que altera el curso del cuerpo y su inteligibilidad, aquella que es capaz de administrar el peso y volumen del cuerpo para generar una transformación masiva del régimen de lo sensible.  Alejandra Celedón indaga en el papel de la arquitectura como sitio de memoria y control, centrándose en el caso específico del Estadio Nacional de Chile. Este estadio, conocido por su funcionamiento durante la dictadura de Augusto Pinochet como centro de detención y tortura, ha sido objeto de numerosos estudios. Sin embargo, “From Monument to Document and Back: Archiving the Invisible City” destaca un aspecto hasta el momento inexplorado: su papel de máquina de control burocrático sobre poblaciones marginadas. Un documento archivístico preservado por casi cuarenta años, una hoja de papel roneo de 1979 con un diagrama utilizado para organizar a 40.000 residentes de las afueras de la capital chilena, permite reconstruir un episodio crucial y parcialmente olvidado de la historia chilena: la ceremonia de adjudicación masiva de títulos de propiedad celebrada en el Estadio Nacional en septiembre de 1979. Este evento, seis años después del golpe de Estado contra el presidente Salvador Allende, anunció una nueva política habitacional que transformó la naturaleza de la vivienda, que dejó de ser un derecho para convertirse en un bien de consumo, dependiente de la capacidad de ahorro de los potenciales propietarios. Así, la masiva ceremonia, llevada a cabo en el que fue uno de los más crueles sitios de detención y tortura, permitió la creación de un nuevo sujeto urbano: el habitante se transformó en deudor de vivienda y potencial futuro propietario. El plano revela cómo el Estadio Nacional, máquina que ha pasado por innumerables ocupaciones y que hoy día resultaría aparentemente inocente en su condición de mero centro deportivo, tiene la capacidad de hablar por sí mismo. Funciona, entonces, como máquina de subjetivación y esquema de una ciudad invisible.

Ahora bien, la pregunta por la máquina sexual y, sobre todo, por la máquina porno no podía faltar en una revisión de los dispositivos favoritos de nuestros tiempos. Alejandra Castillo afirma que, a partir de mediados del siglo XX, la metáfora de la diferencia sexual naufragó para dar paso a una definición del sexo como artificio, prótesis o, más bien, como una serie de interacciones compartidas entre máquina y carne. “Pornoartefactualidad” parece decir que no hay régimen técnico sin sexo, ni sexo sin régimen técnico. Por lo tanto, en el siglo pasado, como gran siglo de la imagen, puede situarse un cambio en la relación entre cuerpo y máquina: “Los aparatos visuales comienzan a habitar la cotidianidad de los sujetos de manera más cercana”. Entonces, nuevas (fibras) ópticas, ahora compartidas, sustituyen la idea del sujeto como circuito cerrado de la vida. Castillo se pasea por la creciente indistinción entre máquina y cuerpo, de Hannah Arendt a Elena Aldunate, para afirmar que el sexo se desvanece si no hay técnica; es decir, resulta ininteligible e incluso inexistente, si carece de un sistema artefactual. ¿Pero a qué artefactualidad se refiere? “La artefactualidad del sexo pone al descubierto, a plena luz, lo que incita, activa, al ojo pornográfico de una comunidad. Lo que se ve, lo que se ansía ver, lo explícito y lo oculto se constituye en los propios aparatos proyectivos enlazados al sensorium cuerpo-comunidad”.

Narrar el cuerpo, hacerlo relato y materia, se perpetra mediante máquinas, dispositivos, aparatos: del cinematógrafo al Tinder. Alejandra Castillo insiste en discurrir sobre el erotismo y el porno en Latinoamérica para hacer visible una continuidad compleja que —como también lo propusimos en el caso del Estadio Nacional de Chile— desencadena asociaciones ocultas: por ejemplo, el diseño político energético que marca el comienzo del siglo XX en América Latina pareciera estar intrínsecamente ligado a la proliferación y circulación de la imagen pornográfica. Por lo tanto, pueden hallarse relaciones alternativas entre las máquinas, como en el caso de la novela La última niebla de María Luisa Bombal: las pedagogías logran alterarse, inclinarse o desorientarse más allá de que cada época tenga su porno o, quizá, cada porno tenga su época.

Más allá del porno o, más bien, a propósito del régimen farmacopornográfico como lo concibió Paul B. Preciado: ¿qué significa visionar una decapitación? ¿Cómo experimentamos la práctica de ver a un cuerpo desprovisto de cabeza? Thomas Matusiak se pregunta por la radical transformación que ha experimentado el vínculo entre política y cine en tiempos signados por el pixel y el narco. “Invitation to a Beheading: The Visual Guillotine and the Politics of the Audiovisual Apparatus” entiende que, hoy día, una de nuestras armas de guerra predilectas la constituye la cámara digital. Porque el cine, tras ser una de las tecnologías más influyentes de todo el siglo XX, dejó de cumplir una función hegemónica en el marco de la nación y, por lo tanto, ya no media en la relación entre masa y poder. Uno de los alcances más exitosos del artículo de Matusiak radica en probar la estrecha relación entre decapitación y cine o, más precisamente, entre decapitación y montaje cinematográfico. Dos ejemplos aparentemente antagónicos, un video de decapitación titulado Haz patria, mata un Zeta (2006) y la película de Thomas Edison The Execution of Mary, Queen of Scots (1895), siguen el mismo procedimiento: ambos sustituyen el momento del descabezamiento por el corte cinematográfico. Esto ofrece una pista para entender la política de la forma ya presente en la sintaxis del cine.

El retorno de la decapitación, esta vez en la forma del corte digital, da cuenta de una transformación en la máquina que hoy día seguimos llamando cine. Por lo tanto, el corte pasa de un radicalismo emancipador a un horrorismo reaccionario, y aquí convocamos la noción de Adriana Cavarero. Porque, para finalizar, Thomas Matusiak argumenta que los estudios culturales latinoamericanos, como máquina al fin, se deben a la tarea de enfrentar esta estetización de la política a partir de una sistemática revisión de las teorías de la máquina de cara a nuestro muy difícil horizonte digital.

Maquinaria digital: los llamados del cuerpo y la imagen

Ya lo dijimos: las máquinas siempre fueron dispositivos de democratización y ampliación de la esfera pública, así como instrumentos de control, vigilancia y modelos de subjetivación regulada. El mundo digital es parte de esa genealogía. Discutiendo con la creencia generalizada de que el cuerpo se ausenta del universo digital, Rossana Reguillo reafirma la presencia de una corporalidad que hace máquina con los flujos digitales de un modo distinto del que lo hacía —y lo hace— con los medios analógicos. Contra la idea de que poner el cuerpo es dejar el teclado y pasarlo a la calle, al aula, al sindicato,  Reguillo habla de “los cuerpos de internet”, para darle carnadura al mundo digital, y conceptualizarlo como una materia que, más que deshacer los lazos sociales, los altera y transforma. “Los cuerpos de internet: captura, resistencia, subjetivación”  lo sintetiza con lucidez en una consigna: “Nuestras arrobas son nuestros cuerpos”. Esos cuerpos son capturados por las nuevas máquinas de guerra del tecnocapitalismo y, al mismo tiempo, ellos habilitan prácticas que, sobre la base de la negociación y la creatividad, difunden imágenes y relatos desobedientes. Ocurre que la resistencia nunca es pura oposición a un estado de cosas, sino una predisposición de los cuerpos que apelan a la negociación y a la creatividad. Occupy Wall Street, BlackLivesMatter, la Primavera Árabe y la Marea Verde pusieron los cuerpos en las redes para difundir acciones en las calles pero también para ofrecer imágenes y relatos emancipatorios que agujerean la narrativa oficial. En la medida en que, propone Reguillo, la resistencia no es pura oposición a un estado de cosas, sino una predisposición de los cuerpos que apelan a la negociación y la creatividad, estos cuerpos digitales, que ocupan las calles y las redes, se vuelven dispositivos de captura y desarticulación de la máquina de guerra, para montar con sus piezas formas de lo que Reguillo llama contramáquina.

La fotografía se consolida en el siglo XX como una máquina compleja: una tecnología de producción de imágenes, un sistema de vigilancia, un aparato de memorialización, un identificador de límites que trazan el campo de la normalidad y la ciudadanía. Sin embargo, una fotografía también puede leerse como un objeto transtemporal, que produce un sentido demorado, siempre después, siempre por venir. El proceso de la fotografía analógica requiere una demora entre el tiempo de la pose, el de la toma, el del revelado y la copia, y el de la contemplación. También produce otro tipo de espaciamiento, el que registra cosas, acontecimientos, tragedias que, pese a estar allí en el campo fotográfico, permanecen por un tiempo ilegibles. Y es que el inconsciente óptico del que hablaba Benjamin no se refiere solo a la capacidad de lo fotográfico de mostrarnos algo que nuestros ojos no ven: por ejemplo, la imagen del planeta tal como se ve desde una nave, el instante en el que un colibrí se queda quieto. Valeria de los Ríos aborda esas “visualizaciones póstumas, que revelan algo que no se vio en determinado tiempo histórico”. “Especulaciones sobre la materia y potencialidad de las imágenes fotográficas” se detiene en Bilder der Welt und Inschrift des Krieges, el ensayo fílmico de Harun Farocki y en el libro La naturaleza política de la selva, de Paulo Tavares. Una de las secuencias centrales del film de Farocki aborda la fotografía aérea tomada a la fábrica I.G. Farben en Auschwitz el 4 de abril de 1944 en la que el campo de concentración se registra pero no se ve hasta treinta años después. Tavares presenta otro caso de “imagen desplazada”, como la denomina De los Ríos, y considera el registro fotográfico que a mediados del siglo XX resulta de los vuelos de reconocimiento realizados por la fuerza aérea brasileña para localizar comunidades indígenas en el Amazonas. Es recién en la primera década del siglo XXI cuando se registra el recorrido de pueblos nómades, cuyos asentamientos son destruidos y su comunidad, desalojada a la fuerza y parcialmente exterminada. La cámara se revela, en estos casos, no solo como un dispositivo de archivo y registro del pasado, sino también como un aparato de inteligibilidad demorada que ofrece “visualizaciones póstumas”, es decir, imágenes que registran algo que podemos ver pero, sin embargo, no entendemos ni reconocemos más adelante, en otro tiempo histórico.

No todas las imágenes tienen la misma génesis. Harun Farocki denomina imágenes operativas a aquellas que se toman con algún destino y uso específico, como por ejemplo, el control del servicio doméstico o el del público que entra y sale de un edificio. Este origen las distingue de aquellas que se toman para ser simplemente contempladas, como ocurre con las fotos turísticas, las selfies y la mayoría de las piezas que se definen como fotografía artística. Natalia Fortuny aborda el trabajo de Forensic Architecture, que acumula imágenes operativas de diversas fuentes y las recombina para reconstruir hechos de violencia estatal así como episodios de violación de los derechos humanos. Fortuny sostiene que esta visualidad  deshace “las fronteras entre imágenes, ciencia y justicia”. En este marco,  “Vigilar o contemplar. La mirada fotográfica ante paisajes remotos de cámaras de vigilancia” compara este uso de las imágenes operativas con uno bastante diferente, llevado adelante por Agustina Lampenda, fotógrafa y programadora argentina. Lampenda acopia imágenes operativas —en general tomadas de cámaras de seguridad accesibles online— y las redirecciona. La imagen captada por una cámara de vigilancia para controlar el flujo de lo que acontece en un edificio se vuelve, en manos de Lampenda, la estampa de una calle desierta, una vista urbana, un paisaje en movimiento que se nos ofrece para la pura contemplación. Desenfocadas y de mala calidad, como lo fueron las primeras fotografías analógicas, las capturas de la artista trastocan todos los criterios que le dan origen a esta visualidad: no podemos intervenir, ni ayudar a la víctima de un robo, ni sancionar al que transgrede una norma. Sin embargo, en ese uso contranatura del dispositivo visual, surge otra mirada, otra poética, otra narrativa sobre el presente.

Como lo propone Martin Heidegger en su influyente ensayo “La época de la imagen del mundo”, el dispositivo visual produce una transformación ontológica de lo existente, que percibimos solo a través de la imagen y como imagen. También garantiza un cambio en el estatuto del sujeto, que se define como origen y destino del proceso de representación. Sujeto es quien se da a sí mismo representaciones de lo existente, en un acto de reconocimiento y dominio. Los nuevos materialismos nos llaman la atención sobre la dimensión literal de ese cambio, que se revela como modificación corporal. No solo somos el agua que tomamos y el aire que respiramos, ese ensamblaje más-que-humano se vuelca sobre los cuerpos una serie de dispositivos que incluyen al celular no solo como herramienta de registro, sino también de amplificación perceptual. Con gran sagacidad, Irina Troconis se permite cuestionar la idea de que el teléfono portátil se ha vuelto un apéndice de nuestro cuerpo. Con un razonamiento similar al de Vinciane Despret cuando advierte que hay individuos —un pájaro— donde solo vemos especie —los pájaros—, Troconis señala lo engañoso que resulta hablar de “el” celular y se detiene en este, ese y aquel teléfono cuando es portado por personas específicas como, por ejemplo, los migrantes en situaciones de peligro. “The Firefly Effect” aborda el caso de quienes se desplazan a pie de Venezuela a Colombia. Para ellxs, el smartphone se vuelve herramienta de supervivencia, fuente de información sobre rutas seguras y provisión de alimento y también carta de ciudadanía digital que visibiliza situaciones de maltrato y violación de derechos humanos, moneda corriente en muchas zonas fronterizas. En un diálogo que explicita semejanzas y diferencias, Troconis confronta estos aparatos con los resultados de una iniciativa motorizada por un médico estadounidense y su pareja que reparten cuadernos entre la población migrante para poder escribir las crónicas de sus recorridos. Contrapartida de la velocidad de captura y circulación de la imagen, la demora de la letra manuscrita que llena las páginas de esas libretas concluye, en muchos casos, con un número de celular que redimensiona la idea de una firma. Se trata de números telefónicos que responden a compañías venezolanas y que serán usados fuera del país, como “real evidence that you can, in fact, carry your country on your back”, dice Troconis, como un país portátil. Esos números escritos a mano por aquellxs que huyen de un destino sufriente no son marcas del Estado sobre los sujetos —ni números de identidad, legajo o prisión—, sino señas de identidad, fe de vida y, sobre todo, llamados al futuro. Sugieren que “if someone calls out, someone else, somewhere —and the archive, as we have seen, is not exempt from being that somewhere— will hear”. Si “el” teléfono portátil —nombrado así, en general— es un dispositivo de control y consumo, y también una extensión del cuerpo; en este contexto migratorio, debemos pensarlos también como portales que se dirigen hacia alguien que puede contestar o no. Más allá de que alguien responda o no, cada uno de esos números que firman los relatos destellan un contacto, abren una puerta o un futuro y ya con eso son, como diría Jacques Lacan, una carta que siempre llega a destino.

La historia de los vínculos entre el cuerpo y las máquinas, herramientas y prótesis, aparatos y sistemas puede inscribirse en viejas dicotomías: naturaleza y cultura, bio y logos, materia y espíritu. Los nuevos materialismos destituyen estos binarismos al negarse a pensar lo no-humano como inerte, sin derechos ni voz y reafirmar, en cambio, una materia vibrante, con agencia y capacidad de producir sentido. La crisis del humanismo implica la caída de lo humano no solo como categoría abstracta —que oculta su especificidad genérica, racial, de clase, etc. —, sino también como resultado de una máquina antropológica que lo define por oposición a lo no-humano. Los nuevos materialismos destronan al hombre como propietario de lo existente para visibilizar ese conjunto de entidades no-humanas, vivientes y no vivientes con las que compartimos el planeta. Sin embargo, lo que se abre es mucho más que una crítica al humanismo y al antropocentrismo: eso que llamábamos sujeto deja de definirse a partir de la razón, la voluntad o el lenguaje que lo habita. Los nuevos materialismos implican, entonces, una transformación radical en los modos de pensarnos a nosotrxs mismxs, cuya sede es la corporalidad. El cuerpo se complejiza y su supuesto sustrato “puramente biológico” se ve interferido no solo por la cultura o la discursividad, sino que deviene, como lo señala Bruno Latour, un conjunto de redes interconectadas de humanidad y no-humanidad. El cuerpo es siempre un híbrido.

El poshumanismo y el transhumanismo son, sin embargo, un campo heteróclito acechado por la amenaza de recomposición de viejas concepciones evolucionistas dispuestas, paradójicamente, a capturar estos nuevos vocabularios. En un ensayo que entrevera la argumentación de la teoría crítica y la imaginación de la ficción narrativa, Nadia Martin advierte sobre la peligrosidad de ese personaje llamado poshumano. Se trata de un cuerpo que al recurrir a “la libertad individual y al acceso al buen uso de la ciencia y la tecnología, podría transformarse y perfeccionarse a propio gusto“. El artículo “GPT: ¿Arder o durar?” cuestiona esta paradoja. El debate se da, necesariamente en primera persona y apelando a la materialidad del cuerpo y la potencia del deseo: “Me niego a esa continuación de la división cartesiana entre mente y cuerpo, actualizada a las condiciones informáticas de nuestra época”, protesta Martin. Para interrumpirlo, recupera el recuerdo de un cuerpo amado, negándose a admitir que “el sabor de su saliva, el rozar de sus dientes, el tacto de sus manos, la modulación de su voz, sean sintetizadas como datos, traducidas a algún tipo de código descifrable”. En un presente de sujetos humanos y no-humanos, las imágenes y experiencias se vuelven digeribles, agotadas por un consumo que las tritura, se pasa a lo que resta: al orden de los afectos y la afección, a los trazos de una corporalidad vibrante y desobediente.

En el texto que cierra este dossier, Luz Horne ensaya una serie de preguntas alrededor de la inteligencia artificial y expone que lo que la caracteriza como inteligencia es su aspiración a la totalidad —su capacidad de conocer todo, leer todo, calcular todo—. Se trata de un ideal de saber que se orienta hacia un tiempo también total, un tiempo completamente aprovechable, absoluta y económicamente productivo. Si la inteligencia artificial impone una ontología del mundo, del saber y del tiempo, advierte Horne, es porque más que ser “una copia de la inteligencia humana”, se impone —y se “naturaliza” — como “definición de lo que es la inteligencia” y, de este modo, se revela como “una operación inherentemente política”.  La IA se impone como modelo de saber y de inteligencia, en particular, cuando franquea la última frontera de la distinción de la especie, es decir, cuando es capaz de utilizar el lenguaje en general y escribir literatura. Las preguntas que abre esta máquina, el  acontecimiento de que una inteligencia artificial sea capaz de utilizar el lenguaje en su dimensión estética, son variadas. Las más obvias, aquellas que versan sobre la autoría, valor y originalidad, ya abordadas por las vanguardias, reaparecen de la mano de un conservadurismo asustado y defensivo. Otras, las más desafiantes, abren diversas preguntas: ¿cómo sería una literatura escrita con una lengua sin cuerpo?; ¿cómo sería un lenguaje sin inconsciente? “La lengua de la máquina y la lengua en carne viva. Notas sobre inteligencia artificial y literatura” apela, a través de la ficción de Luis Sagasti, a la figura del último hablante de una lengua y, por lo tanto, a la frase de “lenguas vivas” —que da título a la novela del escritor— para afirmar que allí la pregunta por lo vivo “excede a oposición entre lo vivo y lo muerto o lo que ya se ha extinguido, para pasar a hablar de otra cosa; de algo que en el texto de Sagasti aparece a través de una cita del diario de Wittgenstein: “El lenguaje es una parte de nuestro organismo”. Se trata de subrayar algo en la lengua que —como decía Clarice Lispector— no sea biográfico, sino bio. Tal vez esa pulsión vital reside, justamente, dice Horne, en el diminutivo, la voz y la glosolalia, en aquello que justamente “no es comunicación sino cuerpo, sonido, placer o dolor, y que no coincide con ningún saber, con ninguna intención racional, con nada de lo que en la lengua es información o saber”.

Esta historia de encuentros y desencuentros, entre cuerpos y máquinas, se escribe desde la peculiaridad de nuestro presente. Hoy, como nunca antes, las zonas más potentes de las ciencias y las humanidades, la avanzada de las prácticas estéticas y los activismos sociales y políticos, apelan a activar una conciencia planetaria, trabajan a favor de una nueva percepción del mundo y todo lo que contiene como unidad para subrayar una continuidad entre acciones locales y globales, comunitarias y personales, humanas y no humanas. Compartimos un destino común, históricamente invisibilizado por la guerra de fronteras nacionales, de género, raza, etnia. Si el capitalismo patriarcal pretende reforzar una serie de fronteras que sustentan su legitimidad, el cyborg es una figura clave para la emancipación, porque implica una apuesta por esa unidad heterogénea, que se inscribe en el propio cuerpo. Así, el cuerpo cyborg deshace los límites genéricos, las fronteras entre humanos, animales y máquinas, entre materias orgánicas e inorgánicas, vivientes y manufacturadas, entre lo natural y lo artificial, entre el arte y la vida. Como María, la mujer máquina de von Harbou, Lang y Costantino, el cyborg es una criatura de la imaginación futurística y la utopía teórica pero también, y cada vez más, una criatura de la realidad social de nuestro presente. Se trata de una corporalidad híbrida que encarna la convivencia no jerárquica e irresuelta de una heterogeneidad urgente.

Avanzando incluso un poco más, la filósofa Catherine Malabou propone que los nuevos hallazgos de las neurociencias y de la inteligencia artificial ya nos permiten afirmar que compartimos inteligencia; vivimos una nueva forma de hibridación entre lo maquínico y lo viviente, una inédita identidad que no es ni “nuestra” ni de “ellos”. Si la inteligencia no tiene ser —concluye Malabou—, entonces, no puede pertenecer a nadie: “La separación de los dominios y el intento de salvar la ‘naturaleza’ o la integridad de lo humano contra la ‘singularidad’ tecnológica no llevan a ningún lado” (25). El discurso de la diferencia es, a todas luces, insostenible.

Figura 2. Nicola Costantino. Nicola como María, según Metropolis II, 2008.

Los cuerpos de las máquinas se trenzan a las máquinas de los cuerpos para desconocer las fronteras que hemos sostenido por siglos. Incluso, nos invitan a deshacer la propia idea de frontera. Sus superficies exigen nuevas estrategias críticas capaces de reimaginar la interacción entre  lo viviente y la máquina; es decir, los más recientes retos de nuestras sintéticas vidas.

Referencias

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