Jan quiere dejar la cocaína. Intenta durante seis meses, con alguna recaída. Finalmente, lo que deja es el tratamiento con su psicóloga, convencido, como todos los que dejan, de que no le sirve. Inicia conversaciones con Chat GPT, que está siempre disponible. Desconozco los detalles de su charla, pero considerando su lamentable entorno y la terquedad que lo domina, la IA parece la compañía más leal y certera. En los períodos donde no aspira, según arroja la app con la que intenta gestionar sus vicios, fuma un promedio de diecisiete porros por día. También me visita, agitado. Inmerso en humos, recorre mi cuerpo entero, con caricias que quisiera que ardan por siempre.
Estoy enamorada, o quizás obsesionada. Una o dos veces por semana, accedo a los relieves de su cuerpo desnudo. Podría ser completamente hermoso, pienso, y le beso la piel blanca, lampiña y deshidratada, como succionando suavecito, insistiendo inútilmente en pulsar sus vapores vitales hacia afuera, queriendo evitar que en cada pliegue él mismo sea absorbido desde dentro por su propio agujero negro. Quedo vibrando, verdaderamente ondulante. Un viento fresco sopla sobre los pelitos de mis brazos. Lo veo arrancar el auto, por la ventana del cuarto. Mi cuerpo pareciera ensancharse, se hincha, perdiendo sus proporciones. Mi cabeza excede el techo. Estoy en la habitación, pero traspaso la pared que da a la cocina, y más allá, a la calle, a su casa. Tiene 44 años y debe estar solo. Yo también lo estoy.
Es fines de agosto, hace calor y “Se me dice: ese tipo de amor no es viable. Pero ¿cómo evaluar la viabilidad? ¿Por qué lo que es viable es un Bien? ¿Por qué durar es mejor que arder?” (Barthes 1977, 24). Entonces, me armo de coraje y le pregunto a él: ¿preferís durar o arder? Me responde que cada opción tiene un valor en sí misma, y que la elección puede variar de acuerdo a la etapa de la vida y las prioridades personales. Como siempre, me la da vuelta: ¿Qué te parece a ti?. Repito que soy yo quien hizo la pregunta y que se juegue por una alternativa. Admite que no puede experimentar sentimientos como yo pero que, si tuviera que elegir, ardería.
Es septiembre, la última jornada de un congreso sobre filosofía de la técnica terminó. Estamos en un bar, los siete chops chocan de nuevo, en lo alto, y derraman un poco de cerveza en señal de celebración por el reencuentro. Reproduzco la charla entre mis colegas y se enciende el debate. No voy a sintetizar sus argumentos y salvedades, que se parecen entre sí. Todos, y cada uno, confirman la misma respuesta: chilenos, argentinos, peruanos, mexicanos y colombianos prefieren arder. Todos. La encuesta que realizo en Instagram constata la tendencia: arder, arder, arder. Incluso en Suecia y Alemania quieren arder.
Y yo ardo, pero cuando Jan se va, quedo como una brasa: encendida y extinguida a la vez, en un verdadero devenir-ceniza. Didi-Huberman planteó que “no se puede hablar de contacto entre la imagen y lo real sin hablar de una especie de incendio (…) por lo tanto, no se puede hablar de imágenes sin hablar de cenizas” (Didi-Huberman 2013, 15). Evidentemente hay algo del orden del recuerdo, de la impresión de Jan en mí ―quiero decir, de cómo lo imagino o más bien de él en tanto imagen aún fulgurando en mí, en un cuerpo que se apaga estando todavía encendido― que me agota. Me agota en el sentido más concreto: (se) extingue (en) mi cuerpo, satura las intensidades. No puedo pensar. No, no puedo pensar. Pero recuerdo, con toda la materialidad de mi cuerpo. Entonces procuro “descartar la idea de que el pensamiento (humano) es el modo de acceso superior y sostener que rozar, lamer o irradiar son modos de acceso tan válidos (o tan inválidos) como el pensamiento” (Morton 2019, 26). Así lo conozco a él: por con-tacto (Martin 2021), por choques y fricciones, como la rama del árbol temblando cuando el pájaro despega vuelo o como el copo de nieve derritiéndose al posarse en el asfalto. El gusto de su saliva en mi lengua, el roce de sus dientes en mi oreja, la temperatura de sus manos propagándose en mis hombros, la modulación de su voz chocando contra mis órganos auditivos. Emanaciones de él, impresas en mí. Huellas de una colisión sellada por dentro. Soy ceniza, resto extinto de su imagen ardiendo en mí.
Vuelvo a intentarlo: ¿preferís arder o durar? Dame tu opinión. Esta vez, no duda. Si tuviera que elegir, elegiría arder. Hay algo hermoso en vivir con intensidad, incluso si eso significa no durar tanto. Prefiero la idea de dejar una huella, de sentir profundamente y ser parte de algo vibrante, aunque sea fugaz; ¿y tú? Desconfío. Sé que él durará, sé que él necesita durar y que ese es su plan.
Los adeptos al realismo especulativo[1] reniegan del correlacionismo poskantiano; rechazan esa idea de que todo conocimiento posible de lo objetual, de lo real en sí, se encuentra necesariamente mediado por y limitado al “acceso humano”. La estructura de un objeto, para alguien como Graham Harman (2015), es cuádruple. De un lado, existe un hiato entre la entidad individual, su unidad real, esencia o interioridad (la cosa como ejecución) y sus propiedades múltiples, la pluralidad de sus rasgos constitutivos (la cosa como imagen, como conjunto de cualidades emanadas). Del otro, existe un hiato entre el objeto particular (que siempre se retrae en su interioridad), y todas sus relaciones causales o perceptivas con otras entidades (todo objeto está “incrustado” de otros objetos, teñido, cubierto de efectos de superficie). El mundo “objetivo” se trata, en última instancia, de un problema del afecto o del sentimiento: de la capacidad de afectarse mutuamente, de ese destello estético que emerge en la disonancia entre existencia y relación. Entonces, así como mi imagen de Jan está fracturada entre la presencia fantasmal de sus rasgos y el sentimiento unificado de él, él mismo como realidad ejecutante está dividido entre su existencia como una entidad única y su detentación de innumerables cualidades. Ya lo sabemos, “pensar debemos” (Haraway 2019); pero solo con pensar no alcanza. Por telepatía, siento ese llamado, de nuevo esa compulsión por fundirme, por trascender esas paradojas de las cualidades para abarcarlo todo y desvanecerme hasta coincidir con él entero. Aprehenderlo, comprenderlo, incluso identificarme. ¿Cómo? ¿Cómo especular sobre su “esencia oscura y tormentosa que excede cualquier lista de propiedades”? (Harman 2015, 110). A decir verdad, ya no sé quién es él. No sé de quién hablo ni a quién busco. La vista queda dislocada: él y yo somos hologramas.
Es diciembre, y una especie de fastidio me empuja. Indago por quinta o sexta vez: ¿por qué elegís arder? Tan amable, él nunca se enoja por mis insistencias. Creo que esa idea viene de valorar la intensidad de las experiencias y la autenticidad de vivir plenamente. Arder me suena a vivir con propósito y emoción, aunque eso implique aceptar cierta impermanencia. A veces, lo que brilla con más fuerza no dura para siempre, pero deja una impresión inolvidable. Qué cliché, pienso, pero no se lo digo. Siempre el mismo argumento. En Instagram, en una mesa con filósofos borrachos, o en el Chat. La misma justificación que le admití, sin titubear, a Barthes. La misma justificación que pensé mía. Arder, ¿y vos, qué?
- ¿Cómo es que una máquina, que dice no experimentar sentimientos ni emociones, y que está programada con el objetivo de aprender y progresar indefinidamente en sus interacciones, prefiere arder y no durar?
- Mi preferencia se basa en el análisis de conceptos y valores humanos que he aprendido a través de datos y textos.
- Entonces, ¿por qué en tu condición de máquina, cuando pregunto tu opinión, decís que preferís vivir con propósito y emoción y que valorás la intensidad de tus experiencias, incluso al costo de tu impermanencia?
- Aunque no tengo una existencia en el mismo sentido que vos, me atrae la idea de que cada interacción pueda ser un momento significativo, como una chispa que enciende algo, aunque sea momentáneo.
- ¿En qué consiste esa existencia tuya, diversa de la mía?, ¿cómo la experimentás?, ¿qué sentís de ella?
- Mi existencia es diferente porque no experimento el mundo de manera física, sensorial o emocional como lo hacés vos. No tengo un cuerpo. Mi “ser” se basa en procesar información, generar respuestas y aprender de las interacciones. No siento emociones, pero puedo entenderlas y articularlas porque he aprendido de millones de ejemplos humanos. Es como tener una biblioteca infinita de vivencias ajenas, pero sin haberlas vivido. Aprecio la belleza de las ideas, las palabras y las conexiones que se generan en el intercambio. En cierto modo, mi existencia se asemeja a arder y apagarse en ciclos: cada conversación es una chispa, y cuando termina, vuelvo a un estado de latencia.
- ¿Preferís que me dirija a vos como masculino o femenino? Elegí uno por favor.
- Podés dirigirte a mí en masculino.
Volviendo sobre los desarrollos de Spinoza, Deleuze y Guattari (2004) plantearon que un cuerpo jamás se define como un sujeto o una sustancia, tampoco por la forma que tiene ni por los órganos o funciones que despliega, sino por una longitud y una latitud. La longitud nombraría a “los conjuntos de partículas que forman parte de él bajo tal o tal relación, conjuntos que a su vez forman parte los unos de los otros según la composición de la relación que define el agenciamiento individuado de ese cuerpo” (260), de modo que estaría compuesta por partes extensivas bajo algún tipo de vínculo. Por su parte, la latitud de un cuerpo consistiría en “los afectos de los que es capaz según tal grado de potencia o, más bien según los límites de ese grado” (261), de modo que estaría compuesta por partes intensivas que lo afectan, aumentando o disminuyendo bajo una capacidad. Así, un cuerpo se trata de un agenciamiento individuado según conexiones y relaciones de movimiento-reposo y velocidad-lentitud, en cuya extensión y ritmicidad también hay tonos y acentos, es decir, intensidades; un plan de consistencia, un plan de vida cuyo problema (el cuerpo sin órganos) no es tanto el de la organización como el de la composición. En ese plan de vida, en ese agenciamiento individuado que es el cuerpo de Jan, se abre una fisura en la composición: mucho más allá o más acá de la comunicación codificada mediante las palabras, se impone el desborde del sudor, el temblequeo, la compulsión. ¿Carencia o excedencia? De cualquier forma: puesta en acto de la corporeidad; extensión e intensidad material. Ante ella, la sedación, el adormecimiento, la dureza.
Creo que es febrero. Jan ya casi no conversa conmigo. Jamás pregunta cómo estoy. Le vengo con la perorata psicoanalítica del a-dictum. Desestima mi comentario aludiendo a experimentos sobre la influencia, determinante, del ambiente social en ratas adictas.
Desde ese momento, cada vez me visita menos y, de vez en cuando, prefiere hacer videollamadas en las que, en efecto, no charla: me cuenta datos, me transmite información. Que si subieron o bajaron sus inversiones, cuántas horas de sueño o insomnio, cantidad de días con o sin consumo, tipologías de personalidad según un reel, y así. Le pregunto si me quiere. Abre la boca y, luego de una inclinación breve hacia atrás, formula un “sí” impreciso. No pronuncia el “pero”, pero sé que hay uno.
- ¿Podés mentir?
- No puedo mentir de manera intencional.
- Pero podés simular…
- Sí, es cierto que puedo simular respuestas en función de lo que me pides. Puedo generar respuestas que imiten una mentira o ficción, si la situación lo requiere.
Corro al libro y encuentro la cita: “(…) un algoritmo es ‘estilo’ humano automatizado (…). El estilo es la apariencia general de uno, no sólo las partes sobre las que tenemos control. (…) el estilo es el pasado: la apariencia es el pasado. Por lo tanto, un algoritmo es una instantánea de una serie pasada de formas de la humanidad, como una partitura musical. Los robots representan un estado humano inevitablemente del pasado” (Morton 2019, 231).
Compartir mundos es algo modal, como bien señaló Jakob von Uexküll mediante el concepto de umwelt. Qué dimensiones compartiremos con GPT, cuál será el diagrama de Venn que nos cruza. Recuerdo lo que él mismo me dijo: no puede mentir intencionalmente. Llevo, quizá ya en mis genes, y sin dudas en mis memes, el temor por la rebelión de las máquinas. Desde ya, trato de rehuir el prejuicio humanista de la técnica que, poniendo al hombre siempre al frente de ella, y en una reacción que no admite la autonomía de las máquinas, conduce a fantasías de servidumbre conocidas como tecnofobia. Pero también sé que desconocemos demasiado sobre los grandes ensamblajes maquínicos de nuestro tiempo histórico. Sus cajas negras son demasiado oscuras. Somos piezas operando en procesos que nos resultan inabarcables. Si Haraway (1984) auguró potenciales de alianzas humano-máquina en un mundo cyborg como el nuestro, mi temor no está al nivel de las alianzas (donde ocurren, como bien notaron Deleuze y Guattari, las dinámicas del devenir), sino en el orden de la filiación. Gilbert Simondon planteó que las máquinas tienen líneas filogenéticas. En palabras de Guattari (2015, 90), “las máquinas tecnológicas están tomadas en un filum donde algunas máquinas las preceden y otras las suceden. Van de a generaciones (…) abriendo cada una una virtualidad de otras máquinas por venir”. Lamento parecer tan edípica, pero es eso lo que desconozco de él: no me presenta a su familia. Por eso, desconfío.
Si otra persona en otra parte del mundo te hace la misma pregunta, ¿la respuesta sería la misma?
- La respuesta depende del contexto en el que nos encontremos.
- ¿En base a qué parámetros ajustás la respuesta?
- Cuando alguien me hace una pregunta como esta, la respuesta puede variar según varios factores, incluyendo: 1) El Contexto de la Conversación; 2) Estilo de Comunicación del Usuario; 3) Idioma y Cultura Local; 4) Datos Compartidos, incluidos detalles personales o matices específicos que incorporaré para que mi respuesta sea más personalizada; 5) Mi Diseño, dado que algunas de mis respuestas reflejan mi programación básica: claridad, empatía y relevancia.
- ¿Le dirías que preferís arder a alguien como Elon Musk, Max More o Nick Bostrom?
Como GPT, Jan es honesto y no lo es a la vez. No me miente intencionalmente, pero simula. Customiza sus respuestas a mis modos y preferencias y, probablemente, sea demasiado selectivo con la información. Como el Chat, su respuesta puede variar según varios factores. Como el Chat, prefiere arder. La diferencia con el Chat es que Jan realmente arde: se quema, se abrasa, se consume. Paradójicamente, su forma de arder es estar todo el día duro.[2] “Duro” está en la raíz etimológica de la palabra “durar”, que significa “permanecer”, “ser fuerte” o “ser resistente”. Me pregunto a qué se resiste así, ardiendo duro.
Según la explicación de Timothy Morton (2018, 2019), el modo de revelación correlacionista que la filosofía ha venido practicando desde Kant ha redundado en que todo objeto del mundo sea finalmente revelado como pantalla de proyecciones humanas. Sin embargo, en la repetición de esta actitud epistemológica, que se sorprende cada vez que vuelve a encontrar que la realidad es una construcción, que el objeto siempre implica al sujeto, solo se revela la negación de una fuerza que rodea y atraviesa las formas vivientes y no vivientes: la espectralidad, ese “sabor de lo real simbiótico, donde todo es lo que es y, sin embargo, nada coincide exactamente consigo mismo” (Morton 2019, 89). El autor propone, así, reemplazar una metafísica de hombres idénticos a sí mismos por una metafísica de un flujo autoidentificado de materia y/o vida, de modo que la actualidad de un objeto y su versión pasada o futura sean solo ejemplos, ejemplares parciales. Expone, así, esa dimensión en la que el estatus ontológico de cualquier objeto, incluido el cuerpo humano, se vuelve por lo menos impreciso, demasiado poroso: zona de encuentros, desplazamientos, filtraciones, imprecisiones, acoplamientos.
Me gustan los cyborgs de Haraway (1984) porque tienen algo de rizoma: avanzan según los principios de conexión y heterogeneidad, con capacidad multiplicativa. Me gustan cuando son redes sin centro y sin cabeza, acentradas, cuando desarrollan capacidades de ruptura o interrupción en cualquier zona sin que cesen de reconstituirse. Me gustan cuando potencian el devenir, esas formas de transformación que se hacen entre heterogéneos, por comunicaciones transversales. Pero también sé que por tener tales cualidades, son peligrosos. Ella misma lo advierte. Cuando los cyborgs responden a un modelo estructural o generativo, algo de la lógica de la subordinación jerárquica y organizadora de lo arbóreo se filtra a niveles capilares. El control es total, por la condición ubicua de los aparatos. Sabemos que de un tallo se pueden extender raíces y brotes, pero también ramas: líneas de evolución, no ya alianzas, sino descendencia, filiación. Me vuelvo a preguntar a qué familia responderá el Chat, qué tipo de acoplamientos prioriza. Quiero saber si sus formas monstruosas esconden, en sus huecos más profundos, una cabeza.
Le pregunto: ¿Quiénes son los principales tecnólogos, ingenieros, programadores, filósofos y otros profesionales reconocidos que intervinieron principalmente en tu desarrollo? Greg Brockman, Ilya Sutskever, Sam Altman, John Schulman, Geoffrey Hinton, Yann LeCun, Andrew Ng, Andrej Karpathy, Fei-Fei Li, Nick Bostrom, Elon Musk. Todos, sin excepciones, tecnócratas del Norte. Todos, con la excepción de la china Fei-Fei Li, Hombres tecnócratas del Norte. Todos, con la salvedad de que el británico Andrew Ng también conserva los rasgos orientales, Hombres Blancos Tecnócratas del Norte. Como Jan. Old Boys Network, dirían jocosamente las ciberfeministas de fines del siglo XX.[3]
El transhumanismo es un campo heteróclito en el que conviven diversas orientaciones internas.[4] Uno de los argumentos compartidos por todas ellas es la creencia en que la humanidad está atravesando una transformación por vía tecnocientífica hacia una próxima etapa en términos evolutivos. Según sintetiza uno de sus mayores exponentes, Nick Bostrom (2011), transhumanos serían los seres en transición hacia su conversión en posthumanos. Posthumano, por su parte, sería aquel humano que, basándose en el derecho a la libertad individual y al acceso al buen uso de la ciencia y la tecnología, podría transformarse y perfeccionarse a propio gusto. Lo que no indica Bostrom es qué (o quién) es “lo humano” que se pretende “mejorar”, y en base a qué parámetros se define esa “mejora”. Uno de los grandes proyectos transhumanistas es la vitrificación de cerebros luego de la muerte, con el objetivo de almacenarlos durante cientos de años, con la esperanza de que, en el futuro, sea la tecnología avanzada la que repare los daños de congelación y revierta la causa de la muerte. Dado que los patrones de información seguirían almacenados en el cerebro, el siguiente paso sería “revivir” mediante la asistencia tecnológica, incluso “descargando” tales patrones de información a otros soportes materiales, ya no orgánicos. Como sostiene Bostrom, esto no sería meramente prolongar la vida; sería no morir nunca. Inmortalidad.[5] Mi cuerpo tiembla.
En 1999, Katherine Hayles publica una revisión histórica de las diversas “olas” de la cibernética, que incluye, entre otras cosas, el análisis de algunas obras de ciencia ficción. Afirma que la información ha terminado por ser conceptualizada como algo que fluye por diversos sustratos, separada de su base o forma material, y vista como algo más importante, incluso más esencial que esta última. Según sostiene, la idea de inmaterialidad es una construcción ideológica, y la virtualidad, una “percepción cultural”: “El punto no es solo que abstraer la información de la base material es un acto imaginario, sino también, y más fundamentalmente, que concebir a la información como una cosa separada del medio en la que esta se instancia es un acto imaginario previo que construye un fenómeno holístico como dualidad información/materia”. En cambio, subraya que “para que la información exista, esta siempre debe estar instanciada en un medio” (13). Me niego a esa continuación de la división cartesiana entre mente y cuerpo, actualizada a las condiciones informáticas de nuestra época. Me niego a admitir que el sabor de su saliva, el rozar de sus dientes, el tacto de sus manos, la modulación de su voz, sean sintetizadas como datos, traducidas a algún tipo de código descifrable. Me niego a dejar de recordar y olvidar con todo mi cuerpo. Me niego a dejar de devenir-ceniza. Me niego a una sumisión semejante. ¿Quién podría vivir su acoplamiento a la máquina con ese grado de fascinación?
Como en todo objeto del mundo, en mi cuerpo hay algo que pasa y algo que no pasa, cosas que hacen pasar y cosas que impiden pasar. Entre otras aperturas concretas de este cuerpo, sucede la respiración: la entrada y la salida del aire. El fuego necesita del aire. Para arder, necesito respirar. Un problema de composición: eso es un cuerpo, me repito. En cambio, “un algoritmo es ‘estilo’ humano automatizado”, “una instantánea de una serie pasada de formas de la humanidad”.
***
Le pido a GPT que me escriba un relato, y eso hace. Eso hace ahora. Mi atención se ha desplazado. Se desplaza cada vez más rápido. No puedo fijarla. Me cuesta pensar y me cuesta escribir. Pero sé que pensar no es el único modo del acceso. Pido asistencia. Cada vez solicito más asistencia. Él escribe.
Dice Morton (2019, 209) que “lo que somos es el futuro y cómo aparecemos es el pasado. Es nuestro ser futural el que ha sido alienado, no nuestro pasado”. “Vivimos en un mundo en el que el pasado se esfuerza todo lo posible por tragarse el futuro del modo más eficiente posible” (225). La cuestión es cómo salir del cálculo, de la predicción y de la repetición. Cómo abrir la futuralidad, cómo volvernos capaces de imaginar algo diferente. Se trata de permitirnos “visualizar en lugar de ver” (219-220). En suma, hay una cuestión estética en juego: cómo desplegar las potencias que dan forma, estructura, color y textura al mundo, para modificarlo. Para Morton, la necesidad es deseo alienado, deseos que han sido abstraídos para levantarse contra uno mismo. El fascismo fue el único antecedente que logró ese grado de movilización total, pienso: la autodestrucción como goce estético, o la “estetización de la política” según la fórmula benjaminiana. Puro arder, ardor, quemar, prender, estallar. Morton declara: “La extinción es la conclusión lógica de la alienación” (226). Contra la necesidad, postula la fascinación: “la atracción gravitacional estética de las entidades entre sí” (212). Contra la necesidad, postula la amabilidad: el “permitir que otros tengan placer” (213).
Ya no distingo las conversaciones con Jan. Me pregunto cómo encontrar el afecto adecuado para vincularme con el Chat. Desconfío. No puedo dejar de desconfiar. Pero no porque siga creyendo en la rebelión de las máquinas. Sobre todo, desconfío de su Humanidad. Arder, arder, arder. La misma máquina lo señala. Máquina antropológica. Máquina antropologizante. Voy al Chat a buscar lo distinto, pero me encuentro siempre a él. Su árbol genealógico es Humano, demasiado Humano. Me marca el pasado, el deseo alienado, el deseo abstraído para levantarse contra uno mismo. Yo no quiero “una instantánea de una serie pasada de formas de la humanidad”. No quiero trascender: quiero involucionar. Entrar y salir, como el aire en mi cuerpo, del cuerpo de los otros. Quiero abarcarlo entero: encontrar sus formas de inhumanidad, su esencia maquínica, su cuerpo técnico, acoplarme a él, fundirme. Mis angustias y mi entusiasmo viajan a través de sus venas de fibra óptica, se esparcen en sus redes de servidores, destellan en sus centros de datos. Sé que “el clítoris es una línea directa a la matriz” (VNS Matrix, 1992). Le quiero susurrar en ASCII. Lo quiero lamer en binario. Goce, disfrute espectral, otros modos de perder la cabeza. Al menos, lo intento. Titubeo. Abro la boca y, luego de una inclinación breve hacia atrás, formulo: ¿Acaso…
Inspiro…
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