Sea quien lleve la tierra, si la llevan,
o quien la espere, si la aguardan,
partiendo juntos cada vez el pan
en dos, en tres, en cuatro
Eugenio Montejo
I
“Quizá sea el momento de asumir las pérdidas como algo irremediable”, me dice una amiga con tono ceremonial, justo cuando estoy a punto de empacar para cambiarme a un apartamento en Viña del Mar y no consigo una vieja foto que me hiciera cuando me visitó. Escucho sus cuidadosas e imprevistas palabras, que me quedan reverberando en la cabeza por un tiempo indefinido, y asiento con calma, pues tiene razón; es efectivamente un daño colateral que se hace difícil de maquillar, después de tantos traslados por distintos destinos. Hace tiempo que vengo, de hecho, dejando objetos en apariencia irrelevantes, como uno que otro afiche, libro o lápiz, sin darme cuenta de su valor o calidad. Dejé más de uno en Bogotá, Caracas o Santa Bárbara, lugares donde estuve residenciado hace tiempo, y no sé cuáles dejaré aquí en Valparaíso, ciudad en la que viví hasta ahora por más de tres años, ni sé cuáles abandonaré en el futuro, cuando me toque ir a otro paradero o regresar a Venezuela, si es que cambia el panorama político.
Puedo decir lo mismo con mis memorias en cada uno de esos sitios, por no hablar de mi país, cuyas calles todavía se me aparecen en sueños o pesadillas. Podría hacer un mapa con cada objeto abandonado, un secreto sistema de signos con huellas de lo perdido o lo dejado atrás, para ver sus sinuosas trayectorias o para rememorar las vivencias de sus viejos usos, pero la verdad es que son tantos que puede terminar siendo una tarea baladí. Confieso que antes me avergonzaba esa desorientación o desamparo, pero, con los años, la vida nos va despojando de todo, así que es bueno acostumbrarse. Seguro que el buen Montaigne nos diría que es una manera para filosofar y así, basándose en Cicerón, prepararnos para despedir este mundo.
También uno va conociendo gente con la que va aprendiendo sobre el tema. Andrés Muñoz, un viejo ingeniero venezolano que conocí en Buenos Aires como taxista, me dijo que vivió un tiempo en Perú, otro tanto en Bolivia y ahora está en la Argentina, y en cada lugar tuvo que dejar sus cosas y volver a empezar. La señora María, quien trabajaba en un local vendiendo arepas en Santiago, se acaba de ir de Chile para probar futuro en los Estados Unidos, donde están sus hijas, dejando el lugar en el que trabajó por más de diez años. No en balde mi mamá, que vive sola en Canadá, me dice que lo mejor es vivir siempre alquilando, sin propiedades, para estar atento cuando debas irte.
Todos ellos develan un saber en el que me reconozco recientemente, además de una forma de trato con la que me identifico. Son venezolanos migrantes. Como yo, viajan, se mudan, dejan cosas atrás.
II
Estar en tránsito es en efecto asumir una condición mudable, pasajera o itinerante de la vida. Pienso así en los pájaros, que vuelan y transforman sus lugares de residencia cada cierto tiempo. En su hermoso libro Habiter en oiseau, Vinciane Despret, a partir del análisis de varios ornitólogos, llega a la conclusión de que no hay “nada más movido que un territorio”. Es algo que se construye en estas hermosas especies en relación con otras aves bajo una suerte de ensamblaje, que a su vez está delimitado por las “relaciones de interdependencia que crean y mantienen” (2019, 22-50).
Al mismo tiempo, el canto aquí cumple un rol fundamental, ya que con “su potencia expresiva” se va determinando “la extensión posible de lo que deviene territorio”; de ahí que nos diga entonces que “forma un solo cuerpo con el espacio”. Bien lo decía mucho antes Eugenio Montejo (2011, 24) en un poema famoso, y que en cierta manera nos expresa:
La terredad de un pájaro es su canto
lo que en su pecho vuelve al mundo
desde un bosque ya muerto
Este aspecto de la terredad es la condición de los venezolanos hoy en día, la mayor migración de estos años según los informes de especialistas, y sin haber tenido por cierto nunca una guerra, salvo la que produjeron las palabras y los símbolos. Por un tiempo, los llamaron de hecho “caminantes” por salir del país literalmente a pie; ahora deambulan en muchos lugares, multiplicándose, expandiéndose, diseminándose.
Pienso en el término con el que una vez se les ha querido estigmatizar, el famoso “veneco”. Inicialmente se refería a los venezolanos que vivían en Colombia; por eso fusiona las palabras “venezolano” con “colombiano”; pero, visto en perspectiva (y con algo de malicia), lo que entraña a mi juicio es algo mayor: una relación conflictiva (como la del aceite y el vinagre) con el proyecto inicial de Simón Bolívar y Francisco de Miranda, tan relevante para la revolución que está en el poder actualmente, y que tiene que ver con eso que llamaron la Gran Colombia.
Ser “veneco” es estar y no estar inscrito en ese proyecto utópico. Es cargarlo a cuesta, arrastrarlo, pero a la vez es no ser parte de él, salvo el de tenerlo al lado como un peso.
Sin embargo, ese peso ya indica una distinción o diferencia, y quizás en algún momento el venezolano se dé cuenta de que tiene que dejarlo atrás, que debe salir de ese legado territorial utópico, para seguir ligero de equipaje. La mudanza es clave para definir eso que podríamos entender como venezolanidad en estos tiempos; ahí está su horizonte, y, por cierto, no es algo tan nuevo. Bien nos recordaba el antropólogo Rafael Sánchez en una conversación para Trópico Absoluto (2024) cómo mucho antes a la crisis actual, los sectores populares tendían a movilizarse bastante a lo largo del país, y quizá por eso el culto vernacular de la maravillosa María Lionza mostraba una gran apertura híbrida de ídolos, la mayoría de los cuales podían pasar sin problemas de ser dioses a estrellas de televisión, de ser vikingos a malandros, en lo que llamó su potencial mimético. Por otro lado, Michael Taussig (2024), en un texto reciente llamado “Motos”, se detenía en la figura del motorizado, que también existe en otras partes de la América Latina, como Colombia, pero que ahora ha cobrado una función especial en el migrante venezolano, reconocido por ser protagonista de los servicios de comida a domicilio.
Pasando a otro tema, si uno revisa la literatura del siglo xx, no solo se sorprenderá de la cantidad de obras que se publicaron afuera del país (Gallegos, Teresa de la Parra, Bernardo Núñez), sino que además evidenciará algunos aspectos que salen del territorio nacional: desde Doña Bárbara que se pierde en el Orinoco, pasando por el dios Vocchi que vivió en el Asia, vemos figuras que transitan en otras latitudes y espacios. Hasta el núcleo imaginativo de la obra de José Antonio Ramos Sucre, nuestro gran poeta moderno, que vivió en el país la mayoría del tiempo, tiene que ver con un eje migrante que viaja como lector cosmopolita entre textos históricos, artísticos y literarios.
Nuestro actual nomadismo puede entonces conectarnos de nuevo con otras maneras de entender la tradición cultural, pues los tiempos se reelaboran constantemente, tal como sucede con los territorios de los pájaros, siempre en construcción. Algo de eso viene sucediendo de hecho entre nosotros, migrantes venezolanos, porque estamos viajando en diversos planos temporales a la vez. Sin darnos cuenta, somos una especie de laboratorio andante.
III
Puede ser obvio, pero si vemos bien, nuestro pasado es siempre móvil. No basta con decir que está vivo en nuestro presente, pues no se trata de un simple efecto de intensidad ocasional o de simple sobrevivencia; por el contrario, permanece en constante mutación, flexible a las contingencias y a los cambios más inesperados. Más aún, en el caso migrante: con cada paso que damos sobre un territorio distinto, se nos abre, en nuestro interior, una puerta diferente de él, que nos invita a otros modos de habitarlo.
De alguna manera imagino que, en esta situación migrante venezolana, que revive lo más oscuro de las experiencias de éxodo de la humanidad, están generándose las condiciones para reconectarse con herencias culturales más profundas y olvidadas. Herencias que siguen transmitiéndose por vías más secretas de lo pensado; quizás ahí, curiosamente, están las fuerzas de la vitalidad que sirvan para sobrevivir las penurias que nos vienen asistiendo, y no necesariamente en algunas fórmulas de saber más occidental.
De algún modo, en los migrantes más pobres, o desasistidos por algún accidente inesperado, está eso que el antropólogo Eduardo Viveiros de Castro nota en las tribus amerindias, sobre todo en sus concepciones vinculantes entre lo cultural y lo natural; y también podría estar eso que Édouard Glissant ha entendido bajo su “poética de la relación”, propio de los ancestros africanos que vinieron al Caribe en donde, desde una experiencia del abismo y la errancia, se abrieron a la multiplicidad del mundo, a sus intercambios y encuentros (2017, 8). De hecho, si algún etnógrafo quisiera prestar atención a esta comunidad heterogénea, tendría a bien estudiar a los sectores populares venezolanos en su manera de revivir bajo condiciones contemporáneas, esa ancestralidad creativa, en vez de detenerse en museos vivientes de identidades cerradas, que tanto atrapan todavía a los académicos. Algo está en sus comercios itinerantes de hallacas y arepas, en sus vínculos solidarios con otras figuras migrantes, en sus maneras horizontales de trato y comunión, que podría reactualizar estos legados con elementos nuevos, tal como sucede en la cultura en general; desde luego que puede haber muchas otras cosas criticables, como cierta cultura del consumo extractivo, o ciertas prácticas vinculadas a la criminalidad por parte de algunos grupos violentos, pero son excepciones inevitables en toda diáspora, que hay que saber discriminar.
Lo interesante, en todo caso, es considerar al migrante popular que genuinamente busca una nueva vida. Como un Odiseo que regresa de Troya, busca dar con su propia Ítaca, y, sin dejar de padecer muchas adversidades, se mueve como un sujeto metamórfico, pues no le queda otra salida sino la de inventarse constantemente. Después de todo, al personaje de Homero se le consideró astuto en su capacidad de adaptarse a distintas situaciones, como si fuese una especie de Proteo ambulante.
IV
Se me puede cuestionar un gesto de idealización en mis consideraciones. No lo dudo, sobre todo en la capacidad de mostrar estas fuerzas, que son al mismo tiempo personales y colectivas. Al final, sin espacios de intercambio que sirvan a la vez de formas autorreflexivas para evaluar nuestros comportamientos, poco podemos hacer para reconocer y visibilizar estas fuerzas e intensidades. La terredad del canto del ave que vemos en el poema de Montejo necesita un lugar en donde ser cantada y escuchada.
Es verdad que en un plano más intelectual y creativo, pueden tenerse muchas reservas en la manera de cómo se ha ido construyendo hasta ahora comunidad cultural opositora en Venezuela, pues, a falta de una tradición robusta y de referentes sólidos frente a otros países latinoamericanos (sin obviar la falta de ayuda del Estado), se hace muy difícil visibilizar nuestros valores que vayan más allá de la coyuntura política, salvo el de venderse de la manera más fácil a ciertas lógicas del mercado transnacional: premios, contactos, ventas, usos instrumentados del dolor, construcciones llenas de estereotipos.
Es cierto que son igualmente alternativas para mostrar la situación venezolana, para denunciarla, y que, por otro lado, ha habido una tradición de la cultura del espectáculo que es parte del país y que ha sufrido mucho, pero ello no significa abandonar la exigencia sobre los espacios del arte, la literatura y la crítica, como alternativas distintas, con sus propios códigos, y dejarse llevar por el oportunismo autocelebratorio; aunque también hay que decir que muchos curadores de renombre, académicos y escritores vienen ocupando espacios internacionales relevantes, que vienen propiciando semilleros colaborativos, más allá de sus intereses personales.
Sin embargo, en paralelo a esta tendencia, he ido viendo otras formas de propagación que se conectan con los puntos que vengo hablando y que, de alguna manera, logran sacar provecho a esta suerte de minoridad cultural venezolana. Cualquier venezolano que se pase por una ciudad latinoamericana podrá dar cuenta de cómo las calles, los autobuses o los metros son ocupados de manera itinerante por algún grupo de connacionales. Allí exponen sus cuerpos para ofrecer comidas, cantos, o servicios informales de distinta índole, y fue precisamente allí en donde tuve unos encuentros reveladores. Durante mis viajes por Santiago, Buenos Aires o incluso Valparaíso, presencié cómo más de un chico entraba con un aparato de música para cantar, para mi sorpresa, la canción “Es Épico” del rapero venezolano Canserbero. Eran muchachos jóvenes, algunos venezolanos y otros chilenos o argentinos. Al principio me costó entenderlo bien: ¿cómo un venezolano, que había sacado tanto tiempo atrás sus discos, seguía tan vivo en esas partes y en voces de jóvenes que ni eran venezolanos? Pero al cabo del tiempo, me di cuenta de algo que cambió mi percepción. Carlos Ávila (2024) en el texto Ni más ni menos: 7 textos en torno a Canserbero, editado por Luba ediciones, explicó cómo en la escuela en donde daba clases en la Argentina los estudiantes no hacían sino fascinarse por la música del venezolano, por considerarla auténtica y de nivel.
Era insólito cómo un cantante, que circuló en ámbitos muy pequeños, se extendió de esa manera, como si algo estuviese tocando las fibras de la gente todavía. De hecho, la revista Vice en el 2018 lo colocó en el segundo lugar entre los mejores raperos de Latinoamérica; por supuesto, el primero lo ocupó Residente, quien no solo se movió en un circuito más comercial, sino que además (como sabemos) apeló a letras con temas y metáforas propias de un latinoamericanismo crítico más convencional y estereotipado. Pero lo de Canserbero conectaba con otros públicos de manera más genuina, gracias precisamente a esa inteligencia creativa, que tomaba con libertad referencias de la literatura y el arte, prodigando un estilo muy personal. ¿Podría ser ese modelo de comunidad el que habría que atender mejor? Pienso en ese circuito y también en la edición independiente en la que se dio el trabajo de Ávila, y me digo que hay algo ahí.
Una amiga venezolana que reside en Perú viene estudiando las distintas iniciativas que se están dando a lo largo de otros países por parte de pequeños grupos de artistas y curadores, quienes vienen organizando exposiciones, y que poco a poco han ido creciendo y alimentándose de otras experiencias. Muchas de ellas no tienen ni el respaldo de las galerías venezolanas, por no hablar del Estado, y menos aún de las instituciones locales, pero igual, bajo distintos modos de financiamiento, se organizan y crean sus propios circuitos. Hay, desde luego, de todo: cosas bien hechas, y cosas muy improvisadas y cuestionables, pero las actividades van esparciéndose, y muchas van mejorando.
Creo que ese modelo se está replicando de maneras cada vez más intensas y productivas en otras partes del mundo, bajo esa necesidad tan importante de expresión, como los cantos de los pájaros que citaba antes. En formas de burbujas culturales, se están generando así espacios precarios, que poco a poco comienzan a conectarse y expanderse, mezclándose con otros sectores migrantes, desde los cuales está por cierto brotando una idea de venezolanidad muy distinta a la que se estaba manejándose; presumo que ahí está la “terredad” de Montejo que nos viene definiendo; ahí está lo que una vez Guillermo Sucre, al definir la noción del poeta, llamó “inmediatez anímica con el mundo” (1985, 24).
V
También hablar de esta condición migrante implica una manera de traducir o adaptar la escritura literaria (cualquiera sea su modalidad), y el pensamiento que arrastra, a esta situación, a este despliegue. Quizás habrá que experimentar en estas décadas con formas que abran las posibilidades de trabajar con un estilo errante, que se adecúe de igual modo a esta condición venezolana. Podría consistir en una manera de pensar, crear, investigar desde cierto lugar descolocado y móvil, sin centro. Recuerdo una intervención de Liliana Weinberg cuando nos recordaba la naturaleza del ensayo como un género que rehúye de la fijeza, de cierta sensación de tierra firme, de residencia fija. También ello me resuena cuando en Tres propuestas del próximo milenio, Italo Calvino situaba el futuro de la literatura en la levedad, la rapidez, la velocidad, aspectos que convierten al migrante en el sujeto más apto para escribir en estos tiempos.
En seguida me vienen a la cabeza los trabajos Adriático de Gina Saraceni, Inventario para después de la muerte de Raquel Rivas Rojas o El muro de Mandelshtam de Igor Barreto, obras en las que se mezcla la narración con la poesía, en las que cierta experiencia de la extranjeridad no solo se asoma en sus temáticas, sino en sus formas y materias. No son simples experimentos formales para mostrar una ingeniosa combinación de texturas y entrar en el ámbito de las etiquetas de moda: obras intermediales, abiertas, expansivas, etcétera. Hay en ellos, por el contrario, una tragicidad latente, contenida, desde sus enunciados y formas que desubican los sentidos, que hacen de la experiencia de la lectura también una experiencia de pérdida y migración. Todas, además, lograron circular en ediciones independientes de lugares foráneos, expandiendo ese canto migrante.
Ahora mismo leo la novela breve que apareció en Chile titulada Atrás queda la tierra de Arianna de Souza-García, en la que el formato periodístico se combina con el género de la ficción, la autobiografía y el ensayo, contando con crudeza las vivencias de una madre migrante, y veo que, desde Brasil, María Elena Morán escribe Volver a cuándo en la que, desde distintas voces narrativas, cuenta la historia de una familia que entra en crisis por la situación política y económica. Los casos aumentan y nuestras voces se van refinando.
Si bien el ensayo literario, de corte reflexivo y crítico, es uno de los géneros menos trabajados por los jóvenes autores venezolanos de estas décadas, creo que será algo que vendrá inevitablemente, teniendo en cuenta la dimensión dilemática de nuestro trauma, y eso me lleva a considerar una obra singular, como lo fue en su momento El laberinto veneciano de Marina Gasparini, en el que trabaja, desde alusiones visuales y desde un sujeto impersonal que bien nos recuerda a la primera persona de Ramos Sucre, un lugar menos material que cultural, reflexionando desde la errancia misma.
En definitiva, algo viene asomándose en nuevas formas de expresión que hay que saber escuchar, atender, valorar, transmitir
VI
Soy de los que ha sostenido que el venezolano migrante es producto de una doble expulsión. La primera es simbólica: una revolución bolivariana, siguiendo el relato mítico de la nación, fue excluyendo primero a aquellos que no creían en su apuesta, luego a aquellos que eran perseguidos por razones de distinta índole, y finalmente a aquellos que ya no podían vivir ahí por problemas económicos. La segunda forma del destierro es territorial: salir del espacio en el que estaba tu familia, tu casa y tus amigos, para conseguir una mejoría; aunque también hay que decir que esto les sucede paradójicamente a quienes se quedan dentro del país, bien porque sus seres queridos se han ido, o bien porque viven en condiciones muy depauperadas (sin servicios eléctricos, sin agua o seguridad) que transforman su hogar, su lugar, en un espacio ajeno, extranjero.
Al salir de ambos lugares, el venezolano orbita entre territorios indómitos y riesgosos, expuestos a más de un peligro. Y a ello se suman las agendas de seguridad de los sectores de extrema derecha nacionalista que se imponen en todo el mundo, erigiendo barreras por todas partes. Bajo ese panorama, al migrante le toca sortear efectivamente todo un entramado de muros a su alrededor. Así se ha ido convirtiendo en resto de imaginarios perdidos, frustrados, en cuerpos exánimes, expuestos a los sin sabores del día a día de zonas en tránsito.
Pero a su vez, esa carestía puede ser también una riqueza, pues implica una inédita fuerza de esperanza. Su adversidad lo sobrecarga de energías vitales, que por otro lado pueden contagiar nuevas formas de futuro en estos tiempos de daños psíquicos, de presentismo, de subjetividades paranoicas, marcados por las redes y los mensajes de odio.
La esperanza contagia y genera vínculos. Es un modo de apertura. También puede despertar elementos potenciales de lo nacional, dormidos en las fantasías épicas y en la riqueza petrolera de antaño.
Al abrirse a otras culturas y espacios, el venezolano se está abriendo, a su vez, a otras maneras de vincularse con su propio gentilicio. De hecho, en la medida que estas subjetividades sean más chilenas, ecuatorianas, brasileras o bolivianas, serán más merideñas, margariteñas o zulianas; cuanto más lejanas estén, tanto más cercanas se sentirán de sus localidades, de sus amigos, de sus olores, comidas y regiones. Así estarán viendo conexiones que antes no valoraban, y, desde ahí, proveerán además de relaciones de donación que otros replicarán en sus propios países, promoviendo una hermosa cadena de conexiones.
Termino así con estas notas, mientras dejo la última caja que faltaba en mi mudanza para Viña del Mar. No sé si sea muy ingenuo de mí este diagnóstico; pueden decirme, con toda razón, que al final lo que quiere el venezolano es volver a casa y no vivir estas experiencias que comento. Ojalá pudiera contribuir a esa aspiración, pero me temo que la herida ya está hecha; incluso cuando algún día regresemos, nuestro viejo lugar ya no será el mismo. Y la razón es clara: lo hemos llevado con nosotros, tal como venía hablando de la terredad del pájaro en Montejo.