La inclinación al regreso

“Hay varias maneras de querer volver: en el espacio (en apariencia la más factible), y en el tiempo (a todas luces la más fantástica). Pero también hay un volver suspendido entre tiempo y espacio, que es volver en el lenguaje”.

Cincuenta lecciones de exilio y desexilio
Gustavo Pérez Firmat

Cuando me di cuenta de que llevaba quince años fuera de mi lugar de origen entendí que ya no iba a regresar. Me había acostumbrado a vivir en otro clima, en otra cultura, dentro de otro idioma. Ya no usaba la ropa ni los zapatos que solía usar. Ya no hablo como hablaba antes, mi acento se ha llenado de eses y de enes que antes no tenía. Y hasta me he acostumbrado al frío, la lluvia y a las oscuras tardes de Escocia en invierno, que es algo que nunca creí que podía llegar a soportar sin quejarme.

Reconocer que ya no hay lugar para el regreso es tal vez una de las pérdidas más dolorosas para todo desterrado. Pero sé que también esa pérdida es una geografía en la que nos instalamos muy precariamente. Intentamos mantener a toda costa el equilibrio entre la memoria de lo que fuimos y el día a día en el que vivimos y que nos condena a la otredad. Porque siempre somos otros cuando estamos afuera. Vivimos sobre un vacío que nos hace sentir una permanente necesidad de tocar tierra.

Pero mi certeza de que no habrá regreso se quiebra cada vez que pienso en mis muertos y en mi necesidad de acercarme a ellos antes de que mi propia vida llegue a su fin. Tal vez acudimos a los muertos, como sostiene Vinciane Despret, para acatar sus mandatos, para aceptar la tarea que nos dejan por hacer. Despret llama “disponibilidad” a esa inclinación a aceptar la convocatoria que los muertos nos hacen.[2] Que es como decir, prolongar su presencia aquí y ahora.

El mandato del regreso

El 4 de octubre de 2024 se cumplieron veinte años de la muerte de mi hermana mayor. Siempre digo la muerte y luego me corrijo: el asesinato de mi hermana mayor. Y ese doloroso aniversario coincidió con la esperanza de que, tal vez, debido a unas elecciones en las que el gobierno salió derrotado masivamente, iba a ser posible volver a un país normal (un país que me permitiera sacar un pasaporte como en cualquier otra parte del mundo, entrar sin sufrir ninguna vejación o arbitrariedad de parte de funcionarios públicos o guardias nacionales, visitar a mis amigos y a mi familia sin vivir día a día la angustia de la inseguridad y el desaliento de todas las carencias imaginables). Entonces, hace apenas unos meses, comencé a fantasear con el regreso.

Visitaría a mi papá, que acaba de cumplir 94 años y dice que no se quiere morir sin ver la democracia volver (sin que se caiga este régimen, diría él). Visitaría a mis tías y a mis primos, como hice la última vez que estuve allá, en el 2016. Iría a la tumba de mi hermana. Y tal vez hasta me animaría a ir al lugar en el que la mataron (a media mañana, en plena calle), ahora que puedo hacerlo sin que el dolor me paralice. Conversaría en persona con los que la conocieron, recopilaría testimonios de su vida, objetos, fotos, videos: ese rastro de materialidad que cada quien va dejando. Y escribiría por fin ese libro que le debo y que me impuse como tarea desde el momento mismo en que pude recuperarme del estupor de su ausencia. Le daría a su memoria un lugar.

“La primera cuestión que plantean los fallecidos ―dice Despret― no se inscribe en el tiempo, sino en el espacio. (…) A lo largo de nuestra historia no hemos dejado de buscar (…) un lugar donde alojarlos, donde cobijarlos, donde pueda continuar la conversación. En todos lados donde los muertos están activos aparece la designación de un lugar”.[3] Ese lugar, para mí ―cada vez más― es el allá imposible al que tendría que regresar para aceptar el mandato y cumplir una promesa. Para continuar un movimiento que mi hermana inició a principios del 2004, cuando después de un par de años en España, soportando las angustias de sobrevivir en un lugar que no era el suyo, decidió por fin volver. No habían pasado ni cinco meses de su regreso cuando un cartucho de perdigones disparado a quemarropa le quitó la vida. Y ahí quedó. Para siempre en mi memoria en ese lugar. Ese espacio al que tendría que volver si acepto que, como dice Despret, “los muertos nos obligan a desplazarnos”.[4]

Un desplazamiento que ya cumplió la escritora venezolana Elizaria Flores, a quien convoco, para no hablar solo desde mi propia experiencia, y le pregunto cómo ha sido volver. Eliza me responde con un texto largo y hermoso que no puedo reproducir completo aquí pero que contiene este párrafo:

… si hay una palabra que pueda resumir o definir este tiempo, desde mi salida del país hasta mi regreso esa palabra es incertidumbre. Lidio con eso./ No sé qué pueda sentir alguien que vuelve a un país “normal”, que ha cambiado como cambian todas las cosas vivas, incluido uno mismo si no se ha muerto, pero donde ese cambio es el natural. Lo que yo siento aquí es como si al país le han crecido tumores, excrecencias muy feas, espinas que se nos hincan en la piel, y también huecos, miembros amputados, muñones. Y está esa opresión en el ambiente, ese saber que hay rejas y vigilancia, que algo decide por encima y en contra de todos y que no hay salida posible. Entonces eso es una tristeza que me hace preguntarme si de verdad quiero quedarme, si este es mi lugar, si no habré perdido del todo, esté donde esté, la certeza de la tierra firme.[5]

En sus palabras, Eliza confirma mi temor y mi sospecha de que, como dicen unos versos de la poeta chilena Rosabetty Muñoz, “una vez que has sido desterrada,/ lo serás para siempre”.[6] Aunque el destierro físico se revierta por un viaje de regreso que acorte la distancia, en el ánimo de quien regresa esa distancia nunca termina de expandirse. Una vez que se ha dado el desplazamiento no habrá manera de reajustar las coordenadas y volver a lo que una vez fue. La ruptura o, si se quiere, la herida no puede ser cerrada.

La inclinación al regreso

Pero aun así nos inclinamos al regreso. Y uso aquí el concepto de inclinación tal como lo concibe Adriana Cavarero, como la posibilidad de alimentar una geometría de los afectos en la que se anule toda “verticalidad solitaria”, para favorecer en cambio “un tipo de subjetividad ya presa de pliegues, dependencias, exposiciones, tramas, anudamientos y vínculos”. La inclinación posibilita, según Cavarero, abrir terreno a lo fértil, a la comunidad, a la interdependencia. Y es eso lo que añoramos cuando nos inclinamos al regreso. No es tal vez volver, sino insertarnos en una “geometría postural” que nos permita exponernos a “un nuevo modo [de] medir la tierra del encuentro”.[7]

Se trata entonces de ensayar “variantes posturales” que nos ayuden a salir de los “sistemas verticalizantes” a los que nos ha condenado el destierro. Porque, como ha publicado la escritora venezolana Enza García Arreaza en sus redes, al que viene de afuera se le exige que desaparezca, que no haga contacto, que no moleste.[8] Es decir, se lo obliga en cierto sentido a mantener una postura vertical, a no inclinarse. De ahí que para quien vive en la intemperie del destierro, ese lugar sea en muchos sentidos una geografía infecunda, plagada de agujeros, donde nada se toca y, por tanto, nada germina.

Es sobre esa inclinación a volver que me habló hace unos días la escritora venezolana e italiana Gina Saraceni, respondiendo a mi pregunta por cómo concibe el regreso ella, que ha regresado tantas veces. En su respuesta, Gina me cuenta primero sobre sus desplazamientos entre Caracas, Italia y Bogotá. Me dice que sus padres regresaron a Italia después de toda una vida soñando con el regreso y que ahora Caracas se ha quedado vacía para ella. “Caracas, que yo creía que iba a ser el sitio para regresar, para sentir que no tenía que seguir regresando, se volvió un lugar con una dimensión espectral”, me dice. Y después concluye:

Me parece que el regreso es una experiencia que simultáneamente te hace pisar tierra, pero también te hace entender que no podremos volver más nunca. (…) Y en el caso de Venezuela esa es una condición quizás más radical. Una deriva de todo esto es que, ahora, muy a menudo siento que no sé a dónde volver porque en cualquiera de los lugares donde esté (específicamente en Caracas o en Italia) es tal la dimensión de las ausencias que siento que no termino de regresar.[9]

En la respuesta de Gina veo con mucha claridad esa inclinación al regreso de la que habla Cavarero. Sin embargo, aquí hay una variante postural que se ha quedado huérfana de geografía. Y lo que ha vaciado ese lugar del regreso es la dimensión de la pérdida: el tamaño inmanejable de todas las ausencias que hacen que la inclinación a regresar carezca de asidero.

Al final de su nota de voz, Gina me recuerda que sólo en la escritura es posible volver. Me dice: “Quizás la escritura me permite regresar y al escribir esos recuerdos de alguna manera [logro] tocar una pertenencia que es un poco lo que decía Adorno (lo recuerdo a través de una cita de Julio [Ramos] en un texto que se llama “Migratorias”) de que, en el exilio, la única casa es la escritura”. Lo que remite a lo que Gustavo Pérez Firmat llama “volver en el lenguaje”.[10] Pero esa es, a fin de cuentas, una forma de volver que sólo podemos ejercer los que tenemos este oficio de la palabra. Y es un regreso que no termina, para mí, de tocar tierra.

Coda: seguir con el problema

El movimiento algo pendular que he esbozado para recorrer de ida y vuelta los vaivenes del regreso me impide llegar a un cierre que detenga ese péndulo. Tal vez la experiencia de la escritora Lena Yau, venezolana y española, hija de padres canarios, sirva mejor para condensar ese estado de inquietud. Me dice Lena:

Me preguntan mucho si me quedaré o si volveré. Qué planes tienes, dicen. No tengo, contesto. Voy a donde me lleve el viento, pienso, y me doy cuenta de que el movimiento es un lugar. Movimiento sin otro propósito que la añoranza de lo que está lejos y debe seguir lejos. Hay un espacio geográfico que encarna lo que describo. El único regreso que tengo claro. Lanzarote. Pero siempre a pie de mar, con el Risco de Famara a la derecha, el archipiélago chinijo en el horizonte y los Alisios en canto para un nuevo regreso.[11]

En efecto, como dice Lena, el movimiento es un lugar. Que es otra manera de decir que lo único que tiene sentido es imaginar estos desplazamientos como variantes posturales que encarnan eso que Donna J. Haraway llama “las artes vitales de seguir con el problema”. El regreso es un problema con el que debemos seguir. “Seguir con el problema ―dice Haraway― requiere aprender a estar verdaderamente presentes, no como un eje que se esfuma entre pasados horribles o edénicos y futuros apocalípticos o de salvación, sino como bichos mortales entrelazados en miríadas de configuraciones inacabadas de lugares, tiempos, materias, significados”.[12] En ese presente al que nos obliga la ausencia, la inclinación al regreso nos recuerda que no somos más que bichos mortales, por siempre a la búsqueda de formas de entrelazamiento que nos sostengan y nos permitan ―aunque sea en nuestra imaginación y muy de vez en cuando― tocar la tierra del encuentro.

Notas

[1] Tres días antes de que se cumpliera el plazo de entrega de este texto, casi al borde de la madrugada, me llegó la noticia de la muerte de Krina Ber, escritora venezolana, nacida en Polonia, que tenía también las nacionalidades portuguesa e israelí. Krina fue una amiga entrañable y estaba en la lista de las escritoras amigas a las que quería consultar sobre su visión del regreso. No pudo ser. Este texto va dedicado a ella, a quien nunca conocí en persona y ya no volveré a ver.

[2] Vinciane Despret, A la salud de los muertos. Relatos de quienes quedan, trad. Pablo Méndez (Madrid: La Oveja Roja, 2022).

[3] Despret, A la salud de los muertos, 22.

[4] Despret, A la salud de los muertos, 23.

[5] Correo electrónico enviado el 19 de diciembre de 2024.

[6] Rosabetty Muñoz, Ligia (Santiago de Chile: LOM Ediciones, 2019), 7.

[7] Adriana Cavarero, Inclinaciones. Crítica de la rectitud, trad. Manuel Ignacio Moyano (Barcelona: Fragmenta, 2022), 209-210.

[8] El texto de García Arreaza ha circulado por Facebook y por Instagram y dice en parte esto: “Pienso en las humillaciones, en el cansancio, en la soledad. Pienso que cuando te piden que te adaptes y que agradezcas que te abrieron la puerta, lo que te dicen en el fondo es que desaparezcas un poco, que no hagas bulto, que se la pongas fácil al nativo que sí es dueño y señor porque está en su casa…” (@enzagarcíac, consultado el 20 de diciembre de 2024).

[9] Nota de voz enviada el 20 de diciembre de 2024.

[10] Gustavo Pérez Firmat, Cincuenta lecciones de exilio y desexilio (Miami: Ediciones Universal, 2000), 55.

[11] Mensaje de texto enviado el 20 de diciembre de 2024.

[12] Donna J. Haraway, Seguir con el problema. Generar parentesco en el Chthuluceno, trad. Helen Torres (Bilbao: consoni, 2019), 20-25.