Hemos hecho coincidir nuestro día libre para congregarnos en torno a una mesa común en una ciudad cualquiera de los Estados Unidos. El gallopinto, las tortillas, el plátano maduro frito, el queso seco y el chilero criollo, listos para servirse, esperan que ocupemos nuestros sitios, lo que hacemos manteniendo la conversación en el aire. El aroma del café recién hecho perfuma la casa inaugurada hace apenas unas semanas como vivienda colectiva de un grupo de nicaragüenses cuyo vínculo es su extranjería, ese lugar al que ahora pertenecemos.
Mientras desayunamos vamos tejiendo conexiones, descubriendo los hilos de la trama que nos une, lejanos vínculos familiares, amistades y espacios comunes, sonidos compartidos, rasgos de la vida cotidiana que tuvimos, las aspiraciones y esperanzas que nos movilizaron, el miedo invivible que recorre las calles y que nos lanzó al camino.
La mayoría llegó buscando oportunidades, vivir sin miedos. Marta, una joven estudiante, cruzó el río Bravo con un grupo de antiguas amistades por una ruta poco frecuentada por coyotes y cárteles, con la suerte de llegar a la frontera y encontrar el río con la corriente mansa y el caudal escaso. Mario y Lucía, también estudiantes, prescindiendo de coyotes sortearon varias fronteras y, en un sendero árido y solitario, encontraron a una guatemalteca llevando a su niño de la mano, buscando la frontera entre México y los Estados Unidos, a punto de abandonar el trayecto por el cansancio, la falta de agua, alimentos y dinero. Fueron su compañía, apoyo y sostén, porque siempre hay alguien en peor condición o con mayor necesidad. Cultivan una amistad forjada en el desamparo.
Lucas, el barbero, y Antonio, el mecánico, justo al abandonar territorio guatemalteco, cayeron en manos de la policía mejicana y fueron llevados a la Siglo XXI, la precaria cárcel para migrantes en Tapachula, donde no existen el tiempo, ni las explicaciones oficiales, ni comunicación con familiares o abogados ni auxilio alguno, solo una completa incertidumbre y la única certeza, la de la libertad perdida, recuperada semanas después por quién sabe qué fortuna. Su travesía fue nuevamente interrumpida por dos cárteles rivales, uno tras otro, despojándolos de lo poco que les quedaba y salvando sus vidas gracias al conductor del autobús que avaló su desposesión total. Francisco, el cocinero, logró llegar hasta la patrulla migratoria, consumiendo varios meses en una de las celdas de detención, hasta que lo despacharon con un documento provisorio, sin recursos ni rumbo claro. Todos, a diferencia de decenas de nicaragüenses, incluyendo a niñas y niños, escaparon de morir ahogados en las aguas del río Bravo, de languidecer de sed en el desierto, de asfixiarse en el compartimento oculto de un camión de carga o de ser secuestrados y asesinados por el crimen organizado que ha convertido la tragedia en industria. Las muchachas han logrado evadir las violaciones comunes en el trayecto. Todos son sobrevivientes.
Y estamos las paroleadas. Socorro viajó gracias al programa de Parole, un permiso de permanencia temporal que autoriza a inmigrantes a permanecer y trabajar en los Estados Unidos durante dos años, abierto desde 2023 a venezolanos, cubanos, haitianos y nicaragüenses. Ella dejó a sus hijos adolescentes al cuidado de su madre. Ana Margarita y yo, llegamos a Washington el 9 de febrero de 2023, después de veinte meses en calidad de presas políticas, juzgadas y condenadas a ocho y diez años de prisión. En la madrugada de ese día fuimos sacadas sorpresivamente de la cárcel y desterradas a los Estados Unidos junto con otros doscientos veinte presas y presos políticos a quienes la administración Biden aceptó acoger para lograr nuestra excarcelación. Horas después, el Gobierno de Ortega nos despojó ilegalmente de nuestra nacionalidad, confiscó nuestras propiedades y pensiones, anuló títulos académicos y, posteriormente, nos decretó la muerte legal borrándonos del Registro Civil, como si nunca hubiésemos existido.
Nos sorprendemos y reímos de las historias de la travesía de cada uno, nos conmovemos por las manos que nos han sido extendidas en invaluable solidaridad, hablamos de nuestra gratitud hacia quienes nos han proporcionado vestido y trabajo, nos han acogido en sus hogares y nos han auxiliado en este período de nuestras vidas.
Regresamos a Nicaragua, el sitio que nos resistimos a abandonar, ese que sobrevive en nuestra memoria, en los giros y cadencias de nuestra lengua, en las emociones y en la piel. Aquí estamos con la identidad que portamos y el duelo que cargamos por el país perdido, enajenado, arrebatado.
No ha sido una catástrofe natural, un terremoto o un huracán lo que nos lanzó de Nicaragua al mundo. Es la consecuencia de la acción de una familia, los Ortega Murillo, y del régimen político que han impuesto en el país.
Un concierto de agravios políticos, económicos y sociales hizo que, en 2018, centenares de miles de nicaragüenses saliéramos a las calles en protesta cívica. El modelo autoritario y clientelista establecido por sucesivos fraudes electorales coartaba las libertades esenciales y los derechos de la mayoría de los nicaragüenses, afectaba las posesiones y tierras del campesinado y de los pueblos indígenas caribeños, las pensiones de las personas jubiladas y la autonomía universitaria, mientras los vecindarios de los barrios urbanos eran sometidos al control abusivo de los organismos locales del régimen. A las protestas, el Gobierno respondió con el asesinato de más de 355 personas, la mayoría jóvenes, blanco de francotiradores, fuerzas policiales y paramilitares que actuaron con la orden de “vamos con todo”, usar cualquier recurso para frenar las protestas.
El régimen, en lugar de rectificar su curso, cumplir con los compromisos suscritos en marzo de 2019 en un diálogo nacional y respetar los derechos humanos, optó por la represión y el endurecimiento del modelo autoritario, devenido en una auténtica dictadura familiar con la pretensión de sostenerse indefinidamente en el poder. Los daños personales y en el tejido social son enormes.
En los últimos seis años, el Monitoreo Azul y Blanco, que registra la actividad represiva, ha documentado unas 4650 detenciones arbitrarias. La Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) ha confirmado, al menos, 2090 personas detenidas por razones políticas. A noviembre de 2024, más de sesenta personas se encontraban en calidad de presas y presos políticos, a quienes hay que agregar a una cantidad indeterminada de antiguos funcionarios públicos encarcelados y sometidos a procesos secretos. Las organizaciones de derechos humanos nicaragüenses han acopiado denuncias de tortura física y psicológica a las personas detenidas, incluyendo violencia sexual, trato degradante, aislamiento, confinamiento en solitario, condiciones carcelarias deficientes, denegación de acceso a atención médica y absoluta indefensión. Líderes locales, familiares de liderazgo político nacional y sacerdotes son asediados y amenazados, sometiéndoles a un régimen virtual de encarcelamiento domiciliario.
El Gobierno Ortega Murillo ha eliminado todos los espacios de actividad social independientes. Unas treinta y seis universidades e instituciones educativas privadas han sido cerradas y confiscados sus bienes, incluyendo la Universidad Centroamericana (UCA) y el reconocido Instituto de Historia de Nicaragua y Centroamérica (IHNCA). El liderazgo estudiantil de las protestas de 2018 fue expulsado de las universidades públicas, y sus registros académicos fueron borrados. Miles de estudiantes, unos 60.000 desde 2018, han abandonado las aulas universitarias y muchos son parte de la cifra de migrantes.
Movimientos sociales, organizaciones de la sociedad civil y partidos políticos han sido acusados de servir como plataforma de intereses extranjeros, de terrorismo, lavado de dinero o simplemente de faltar a sus estatutos. Así han sido cerradas más de 5500 expresiones sociales organizadas, gremiales, de desarrollo y promoción económica y social, feministas, campesinas, religiosas, de derechos humanos, indígenas, de excombatientes, militares en retiro y de promoción cultural, entre otras.
Desde finales de 2018, los espacios y medios de comunicación han sido sometidos a censura y asedio, cinco han sido allanados y confiscados, 54 han sido cerrados. Los periodistas han enfrentado la cárcel y la persecución, llevando a 275 al exilio para resguardar su integridad. El país está sometido a silencio desde los medios de comunicación y en las redes sociales por una permanente vigilancia y acoso policial.
La Iglesia católica y las evangélicas sufren amenazas, asedio y persecución. Sacerdotes, religiosas y religiosos, pastores y seglares que colaboran con ellos han sido acusados de complicidad con el terrorismo y lavado de dinero. La mayoría de las actividades religiosas son prohibidas, en particular las que se realizan en el exterior de los templos. Unas 392 organizaciones religiosas, entre ellas las de obras sociales de la Iglesia, han perdido su personalidad jurídica; cinco obispos cabezas de sus diócesis han sido desterrados, 27 sacerdotes y seminaristas encarcelados y, entre ellos, desterrados los obispos de Matagalpa y Siuna, monseñor Rolando Álvarez y monseñor Isidoro Mora. El destierro sigue siendo utilizado contra integrantes de órdenes religiosas, sacerdotes, religiosas y pastores.
No es la actuación del crimen organizado o la pobreza lo que ha expulsado de Nicaragua a unas 811.127 personas desde 2019, un 13% de la población total. El desangramiento del país, la ruptura de las redes familiares y del tejido social han sido catapultados por el régimen político autoritario, el estado de terror y el cierre de oportunidades para trabajar en paz y con seguridad. Un sentimiento de pérdida del presente y de amenazas futuras, de vulnerabilidad e impotencia, ha volcado a miles de nicaragüenses a los caminos de la emigración.
Unas 497.216 personas han llegado a los Estados Unidos y unos 221.171 a Costa Rica, los dos principales destinos de la emigración nicaragüense, que también ha tomado rumbo hacia España, Panamá y México. En los Estados Unidos, la incertidumbre alcanza a gran parte de los migrantes nicaragüenses, pendientes de las futuras decisiones de la administración Trump. Manuel Orozco, investigador de Diálogo Interamericano sobre asuntos migratorios, estima que unas 15.000 personas, de un total de 112.000 actualmente con orden de deportación, están en riesgo de deportación en el corto plazo por haberse vencido su estatus migratorio, por denegación del asilo o por carecer de documentación. Su situación influirá negativamente en el auxilio a las familias dentro del país; las remesas de dinero que cada nicaragüense migrante envía regularmente a su familia son fuente esencial para su subsistencia y, a la vez, constituyen el principal ingreso de divisas del país, llegando a representar, según datos del Banco Central de Nicaragua, el 29% del Producto Interno Bruto en 2023.
Las condiciones que han disparado la emigración tienden a agravarse. Actualmente, la dictadura y el régimen de terror están siendo llevados a otro nivel.
En la penúltima semana de noviembre, la Asamblea Nacional controlada por el régimen ha aprobado un proyecto de reformas constitucionales, propuesto por Daniel Ortega, que dinamita las bases del Estado de derecho, del sistema político e institucional del país y de los derechos y libertades ciudadanas. El nuevo texto resultante diluye la Constitución republicana en favor de un estatuto especial formulado para otorgar una vestimenta legal al poder ilegítimo, autocrático y autoritario de la familia Ortega Murillo. Es la novena reforma constitucional introducida por Ortega desde 2014 para adaptar la legislación a sus necesidades y ambiciones. Este traje a la medida es el tiro de gracia.
El Estado deja de ser democrático y social de derechos para ser definido como “revolucionario”, una imprecisa identidad que pretende dar fundamento al modelo de la dictadura que excluye a quienes no estén alineados con ese principio. De la naturaleza del Estado se ha eliminado el deber de promover la libertad, la justicia, la igualdad, la solidaridad, la responsabilidad social y la preeminencia de los derechos humanos.
Como esencia del sistema político, se establece que “El Pueblo ejerce el poder del Estado a través de la Presidencia,” (Asamblea Nacional 2024) consagrando la concentración total del poder en el Ejecutivo, liquidando la independencia de los sistemas judicial y electoral, la autonomía de las municipalidades y de los gobiernos de las regiones de la Costa Caribe, que quedan reducidos a meros instrumentos del poder central. Con ambición dinástica, Daniel Ortega y su esposa, Rosario Murillo, se convierten en “copresidentes”, extienden su período de cinco a seis años y se arrogan la facultad de nombrar sus vicepresidentes. El ejército y la policía, ya alineados al modelo represivo dejan de ser, formal y legalmente, instituciones apartidistas, y una reforma a su legislación permitirá a los jefes de ambas instituciones permanecer en sus cargos de manera indefinida, sujetos a la voluntad de las copresidencias. La bandera del Frente Sandinista pasa a ser símbolo patrio, significando la apropiación familiar, más que partidista, del Estado.
El texto resultante cercena, total o parcialmente, las libertades individuales, el derecho de organización y movilización, la libertad de expresión, los derechos laborales y el pluralismo político. Se ha eliminado la prohibición de todo tipo de discriminación por motivos de nacimiento, nacionalidad, credo político, raza, sexo, idioma, religión, opinión, origen, posición económica o condición social. Se limita gravemente el derecho de los pueblos indígenas y comunidades étnicas de la Costa Caribe a su autogobierno, al control y la administración de sus territorios y recursos. La libertad religiosa queda condicionada a la eliminación de todo vínculo de las Iglesias con sus referentes en el extranjero, una pretensión de estructurar una o varias Iglesias nacionales subordinadas al poder político.
Se ha prescindido de la responsabilidad del Estado para con la dignidad humana como principio fundamental de la nación nicaragüense, de la prohibición de la tortura y el compromiso del Estado con las convenciones internacionales de derechos humanos, que poseían rango constitucional. Las garantías individuales al debido proceso han sido mutiladas, otorgando a la policía plena atribución para allanar cualquier domicilio sin orden judicial, para detener, encarcelar y mantener en condición de desaparecida a cualquier persona, volviendo inútil el recurso de habeas corpus.
La dictadura de la familia Ortega Murillo y la masiva violación de los derechos humanos de los nicaragüenses adquieren un estatus de referente legal, descarando el modelo autocrático, dinástico y represivo que han construido, confiando en que ningún instrumento internacional puede detenerles y ningún tipo de reacción puede hacerles alterar el curso.
Nicaragua ha sido enajenada por una familia que convierte a los nicaragüenses en extranjeros sin derechos en su propio país, y en exiliados, desterrados y migrantes a quienes sufren el desplazamiento forzado, confrontan el trauma de la ruta, la aridez de la inserción en otras sociedades y el rechazo por el color de piel, el acento o las costumbres. Ahora, se agregan el temor y la incertidumbre por las deportaciones, las agresiones por la creciente xenofobia, el no tener dónde ir mientras regresamos al país perdido.
La sobremesa nos sorprende con nostalgia y añoranza de la familia lejana, del país de donde fuimos expulsados, del lugar al que regresaremos, conscientes de que lo que dejamos ya no existe. Nuestras amistades se han dispersado por el mundo, nuestras vecinas y vecinos han cambiado de sitio, madres y padres han muerto sin poder despedirles, hijas e hijos van creciendo sin que vivamos su día a día. Pero llegaremos. Llegaremos a reconocer y abrazar a quienes permanecen en el país, a levantar las paredes ahora destruidas, a participar de la construcción de una casa nueva en la que habitemos en paz y tolerancia, con la maleta llena de experiencias, con las aspiraciones y proyectos que alivian el duelo y dan cuerpo a la esperanza del regreso.