¿Cuál de todas es mi casa?

Digamos que sí, que podemos y sabemos volver a casa. Puestas en proa la voluntad y las destrezas, se avienta la pregunta: ¿cuál de todas es mi casa? Sin ir más lejos, acabo de utilizar el verbo “aventar”. Uno que en el dialecto de la isla-casa de donde vengo es asunto de bienleídos o de quienes han estado en contacto por la vía migratoria o de la industria del turismo con personas mexicanas. En México “aventarse” es verbo común. Nunca emigré a México. Nunca trabajé en la industria del turismo. Y, sin embargo, ahí estoy, aventándome preguntas sobre cuál-de-to-das-es-mi-ca-sa. La respuesta a por qué el natural mexicanismo descansa tras los visillos de ese hogar desde donde escribo hoy, ahora. Un hogar sito en una de las ciudades que conforman el “Gran México”. Se llama Houston y se localiza en el estado de Texas.

¿Aquí tengo un hogar?

Bueno, al menos aquí, casi todas las tardes, cocino el arroz que me lleva a la casa-isla. Aquí, también, he aprendido a degustar la comida libanesa y la vietnamita y los jugos de la carne a medio hacer. Sobre esto último escribí hace algunos años un poema:

Tercer Regreso

Traigo algunas pieles
algunos signos de temperatura
¿a qué temperatura quiere la carne?
pregunta la mesera —en inglés, yo traduzco.

Y mientras ensayo la respuesta lógica de “caliente”,
alguien me aclara que aquí
al grado de cocción
también le llaman
“temperatura”. 

Reconozco entonces que
debo decir “bien hecha”,
como decimos los pobres,
los que crecimos
lejos de la sal para cocer carnes.

Aquí seguimos siendo pobres
y tenemos mal gusto.

Aquí somos analfabetos
por no saber a qué “temperatura” refiere la mesera
y aún así,
traemos unas pieles puestas sobre el hombro
y algo
muy despreciable
de temperatura.

Escribí el poema en Houston unas horas después de no saber responder a la pregunta de una mesera mexicana quien solo hablaba inglés. Lo escribí y luego comencé a pedir la carne “medium-well”, no por renunciar a la casa del poema sino porque quiero aprender cosas de la casa-Houston. Cosas como la comida libanesa o la vietnamita. Pasar días sin comer el arroz blanco que casi cada tarde me regresa al hogar primero. Ese hacia donde ahora no sé si debo o puedo regresar.

Pero ya me disciplino. Ya me acojo al ejercicio de responder la pregunta aventada. Sí, mi casa es una de tres habitaciones con vistas a la Bahía de Matanzas en la ciudad del mismo nombre en la isla de Cuba. Allí nací y estuve por veintinueve años ideando cómo escapar.

Pasaron varias cosas, es decir, huidas. Primero fueron las escuelas. Una en la periferia de la ciudad: vistas increíbles del monte y la bahía. Todos uniformados en la idea de escapar. La segunda, en la ciudad grande: la capital. Quise llamarla casa; pero la urbe y el hambre con que nos bañábamos luego de que la Unión Soviética y los aliados nos declararan casa sin parentesco conocido no me dejaron. Allí nadie me aventó preguntas sobre la temperatura de la carne. Entonces seguí escapando por la ruta y fueron Madrid y Valencia y la Ciudad de México (por breves lapsos) y Tegucigalpa y Santo Domingo y otras capitales europeas que ahora no importan. Estaba estudiando, es decir, huyendo de la ciudad de las matanzas, en la ciudad del mismo nombre, en la isla de Cuba.

Casi podría decir que cuando pregunto cuál-de-to-das-es-mi-ca-sa desde la lista anterior, Madrid se viene muy arriba y “mola mazo”. Uso esos peninsularismos verbales porque fue un tiempo de chocolate caliente, mantas, tardes de cinemateca o de eterno desvarío entre anaqueles de libros y discos de la fnac. Madrid de castañas en invierno y polos en verano. Lujos a los que se sumaron luego paella, fideuá, conciertos de Sabina, fondue, celeridad de los trenes, amigos, amigos, amigos… Sin embargo, no, no puedo terminar asegurando que Madrid fue casa porque para quienes no sabemos la temperatura exacta de la carne, llega siempre y como lo canta Rita Indiana “la hora de volvé”.

Volví a la casa con vistas a la Bahía de Matanzas tantas veces que los amigos que iban escapando y también los anhelantes de huida no daban crédito. ¿A qué tanto regreso? ¿Tanto pergeñar una ciudad, un país, que nos echaba? Así hasta un día. Uno en que como mismo fueron múltiples los retornos (¡ah, Césaire!) fue también la más larga despedida.

Digamos que no, que no sabemos o podemos volver a casa. Durante el período de 2006 a 2012 no me dejaban esos hombres que hacen llamar “gobierno cubano” regresar. Decidieron que aquel viaje a México del cual no volví calificaba en la categoría de deserción. Desertar de aquello que llevas atado en las manos y la lengua es oxímoron orgánico. Desertar lleva castigo y los hombres de cualquier gobierno saben todo sobre cómo poner en articulación lo ridículo y lo punible.

Comenzó entonces el peregrinaje real. Cinco años entre la isla de Manhattan y el bello pueblito de West New York. Un pueblito con busto de Martí y fraternidad de masones cubanos a la orilla del río Hudson. Cinco años de túneles, trenes, buses, buses, buses… Cinco años de semanas en invierno sin ver el sol. El astro que salía y se ponía mientras yo enseñaba a otros los sonidos de mi casa-lengua. Las maneras delicadas de combinar las palabras para que pudieran decir algo, acaso, con sentido. Yo les regalaba la intimidad de mi aparato fonador, mis juegos verbales, mi sarcasmo intraducible mientras ellos me escamoteaban la perfección de la suya y el sol.

Igualmente, resistente y atrincherada en mi casa-lengua escribí un libro, dos, tres. Escribí que mi cuerpo era uno que se inscribía bajo sospecha en parajes lejanos. Escribí que Cuba era un cuerpo garabateado, abortado y parido en clave de mujer. Escribí que la patria estaba en el camino. Y en ese último cuaderno lleno de ciudades y casas hermosas y mías escribí la que creí entonces era

La respuesta

y quién sabe
cuál
de todas
sería la respuesta
la solución esperada
por milenios
qué formas tendría la felicidad
flores amarillas en la puerta
saludando
desde aquella
memoria de píxeles imposibles
tiempos de pobreza
que eran de paz —según la radio.
quién sabe cuál
de todas
sería la respuesta
volver
quedarse
nunca haberse ido…
hoy
que las flores amarillas tejen la entrada
de la casa real
que no anuncian en la radio
paz
hambre
o enemigos…
hoy
después de este largo viaje
dolor incesante
cuando anuncian que
Madrid
París
Varsovia
y Buenos Aires
están al alcance de un chasquido de dedos
plástico ligero por las máquinas
de un mundo
que
se
cae
hirviente
sobre mi desnudo corazón…
hoy
cuando ando todavía buscando
esa
aquella
respuesta eterna
a lo que sería nuestra felicidad
tardecita en la ventana para soñarnos en futuro
lápices y peces.
hoy
cuando te leo llorando
porque leer parece
aún
una tarea edificante
cuando puedo escribir
sobre espejos que desaparecen al golpe eléctrico
de una compañía cualquiera
y no lo hago
vuelvo sobre mis pasos
riego con disciplina las flores amarillas
y pregunto cuál era
de todas
la respuesta

Escribí estas cosas para regresar. Pero lo hice una tarde al salir a regar las flores amarillas que salvaguardaban la entrada de una casa que por primera vez en tierra de exilio y a través de ese espejismo vacuo llamado “capital” pude llamar mía. Lo hice ya desde el “Gran México”. En el sexto año de exilio la rueda de la fortuna que otorga casas me trajo hasta Houston y en aquel espacio de jardines delanteros y estanques de agua en el patio pasaron también cosas alucinantes. Risas, música, sexo, bacanales, música, divorcio, lágrimas, música, nuevo amor, música… todo en español. Todo buscando su vía para regresar.

Digamos que volví. A partir del 2012 alguien me sacó de esas listas de desertores (risas cínicas, ojos que torcidos se quedan blancos) y pude degustar el arroz con la abuela, la madre, las tías, los primos, dos amigos que nunca supieron marcharse.

Volví luego de haber estado en Dublín, San Juan de Puerto Rico, Montreal, Quebec, Oporto, Praga, Viena, Aberdeen, Edimburgo, Antigua, París, Tikal, Buenos Aires, Lisboa… Volví a las vistas de la bahía, la ansiedad de reconstruir la casa, las formas únicas de mirar, tocar, saborear el cuerpo que se funde con las manos que lo esperan. Volví para asegurarme de que en todo regreso acompañan los cantos de sirena que Ulises (¿o fue Homero?) nos concediera.

La calle es la misma, la gente es la misma, la bahía no bajó sus aguas y justo por eso esconde lo pavoroso del canto. La ciudad, el hogar, la casa física como espejos que deforman. Ellos mantienen una siniestra lealtad a sí mismos. Yo soy otra. Otra que no puede alzar la voz, ni contar de aquella tarde en Lisboa cuando las sábanas blancas colgadas en los balcones de la Alfama me hicieron regresar sin dar un paso más. Otra que escucha en la casa de Houston a Celia Cruz con audífonos de altísima definición y se entrega a la cadencia de esa rumba porque Celia Cruz será siempre el mejor y único vehículo para ver a los abuelos, jóvenes y amantes, besándose en un baile callejero de los años cuarenta en la ciudad que dio nombre a la Sonora. La ciudad es la misma; pero tampoco existe ya.

Volví para hacer silencio ante lo estático: la música, las palabras, las recetas, el sexo desaforado o triste, los gestos con los que, por años, he estado regresando se apagaban. Solo que, a veces, queda un cuerpo.

The Neverness o el último regreso

Lo leí en el New York Times
mientras de seguro lavabas a mano tu ropa interior
o pensabas en cuál de tus vestidos llevarías el sábado a la hora del danzón.

Lo leí en el New York Times
y aprecié, una vez más,
la capacidad de anglos y sajones para simplificar lo enorme,
lo que al corazón
niegan las palabras alargadas y múltiples
de la lengua en la que tú cantabas
“dame un beso y olvida que me has besado/ yo te ofrezco la vida si me la pides”.

“The neverness”/ el nunca jamás/
el camino de no retorno/ el que no me des la vida que te pedí a diario/
el beso que ya no dejará mi mejilla rosa de amor tuyo/
la mano que no vendrá a taparme el cuerpo roto/
la voz que no dirá de nuevo “eras mi esperanza”.

Lo leí en el New York Times
mientras tú seguías siendo el antónimo perfecto,
la posibilidad de darte una casa
o un asombro en Broadway
donde no entendiste las palabras;
pero sí la magia con la que
lejos de tu valle
anestesian a los vivos.

Lo leí en el New York Times
y no lo recordé hasta ahora
cuando solo quedan palabras
alargadas y múltiples
y ninguna sirve para bailar contigo.

Si los exiliados somos Homeros (¿o era Ulises?), quienes permanecen en las islas son siempre Penélopes. Yo tuve la mía. Se llamaba “abuela” y a partir del 2012 y hasta este 2024 de espanto —porque se fue a bailar danzones a otra parte— regresé a Ítaca todas las veces que pude a por su olor, sus manos en mi pelo, sus caderas crujientes, su palabra serena, su tarareo infinito.

Regresé para atestiguar todas y cada una de sus ceremonias de larga despedida. Cómo iba preparando los huesos para el descanso, creando concilio entre su descendencia, perdiendo toda relación con la verdad, el paisaje, la memoria. Quiero, en fin, decir que abuela-Penélope era mi casa. Una casa de brazos enormes atravesando el Golfo de México.

Si ella deseaba frutas en Matanzas yo las compraría en Houston. Si quería escuchar una vez más aquella canción con la que abuelo quiso alguna vez reconquistarla —la macha canción de Rolando Laserie para jurar que era mentira el olvido— yo la buscaría en mis extensas listas de Spotify para repasarla y cantar luego con ella en una de nuestras videollamadas o en uno de mis viajes. Si se le antojaba que solo cierta medicina la aliviaría en menos de cuarenta y ocho horas, la píldora o el supositorio de marras arribaba a su puerta. Abuela vivía (vive) conmigo en Houston tanto como he vivido con ella en Matanzas. Nuestro afecto desenfrenado y mutuo fue la casa.

Ahora mi hogar es tierra y madera en un promontorio de la ciudad de la que tantas veces escapé. Han pasado huracanes, sismos, tornados. Han pasado la muerte y también la vida, resistente y absoluta en los rostros de quienes insisten en nacer… Desde Houston puedo oler el mar que corroe mi ventana de fierros en la bahía. Desde el Gran México me aviento preguntas imposibles, cierro los ojos, tarareo a Celia Cruz, bailo con las sombras de mi abuela, envío medicinas a los ancianos, libros a los niños, hago el arroz de cada tarde y lo combino con kabobs de cordero —meticulosamente pedida la cocción de “medium-well”— escribo, regreso.