Maternar es político: tejer la piel política de aquellos y aquellas a quienes cuidamos

Cuando supe que LASA me entregaría el premio Martin Diskin, que mucho agradezco y que me sorprendió muchísimo, junto con el colega Víctor Negrete Barrera, indagué un poco más acerca de sus vidas. Y entonces entendí que la distinción me era concedida porque mis formas de ejercer la cátedra y la investigación siempre estuvieron vinculadas a una búsqueda por transformar el mundo; o, como suelo pensarlo, por orientar la historia hacia un horizonte más benigno. Esa búsqueda se hace cara a cara, cuerpo a cuerpo, y cada día, como quien trama el tejido de otra y nueva forma de ser, y de estar en la vida.

Como sabemos, el autor tiene que enunciarse y decir quién es y a qué viene. Toda teoría es teórico-política. Nuestra potencia, la potencia de quien hace del pensar su labor y su contribución al mundo, la potencia de las Humanidades, es poner nombres, es la tarea del nombrar. Me refiero a los nombres de las experiencias que conocemos, aunque permanecen en la sombra porque no se han inscripto en el discurso; y también porque, como decimos ahora, en nuestro caso, como autoras y autores que escriben en lenguas no hegemónicas, y por haber entregado nuestro rol académico durante muchos años a la soberanía de la colonialidad del saber, nos curvamos durante demasiado tiempo a recibir y aplicar la perspectiva, es decir, los nombres propuestos por los académicos del norte geopolítico. Los nombres, las experiencias que nombramos desde el aquí y ahora, son herramientas potentes para poder identificar lo que debemos proteger y lo que es necesario descartar. Y son la tarea de todo intelectual.

Entendí, entonces, que lo mejor para esta conferencia sería tratar de identificar cuáles son los gestos que me han colocado en la posición de recibir esta distinción. Y voy a referirme a ellos de forma un tanto aforística y lo más breve posible.

Quizás, un momento de viraje en mi propia historia de vida fue cuando pude percibir con claridad el trayecto que había recorrido en la universidad: desde el marxismo compulsorio en mi graduación en la antropología y las ciencias sociales de los años setenta, hasta lo que he llamado, después de la caída del muro de Berlín y de su impacto en las ciencias sociales, el weberianismo panfletario de los ochenta. Lo llamo “panfletario” porque indujo a un equívoco: el equívoco de la neutralidad obligatoria, que confunde y funde lo que en realidad son dos momentos en toda investigación, y no uno solo. El momento de la pregunta es siempre un momento de interés: preguntamos lo que nos interesa; el momento de la respuesta es un momento de objetividad neutral, porque tenemos que observar la realidad de la forma más objetiva posible. El weberianismo de los ochenta es panfletario, toda vez que nos hace pensar que se trata de un solo momento. Y eso es mentira, porque la pregunta es siempre interesada.

Ahora bien, ¿qué camino elegimos?: ¿la pregunta por el poder o la pregunta por la estabilidad de las culturas? Se trata de un problema de la antropología, que es mi disciplina y que siempre tiene un pie de búsqueda en lo que es estable en el tiempo. Y, aunque ha intentado resolver ese problema, le resulta muy difícil, porque hay un aspecto de inercia de la cultura; y le cuesta, entonces, preguntar por el poder. Hay excepciones, claro. Pero, en general, estamos atrapados por esa idea de cultura. Y también las culturas que estudiamos asumen también una idea de cultura demasiado “culturalista”; y el culturalismo es un sinónimo de fundamentalismo. Hay algo peligroso en la noción de cultura, por lo que suelo evitar, últimamente, esa palabra.

Pero vuelvo a las dos preguntas: la pregunta por la estabilidad y coherencia de los sistemas; y la pregunta por el poder: cómo opera, dónde se encuentra y hacia dónde se dirige...

Algunos textos míos relatan la tensión experimentada en ese trayecto. Muy especialmente un texto ya antiguo, publicado en 2006, en la revista Mana, pero reeditado ahora, en 2023, en un libro que se llama Escenas de un pensamiento incómodo: género, violencia y cultura en una óptica decolonial. Hablo allí de dos éticas, y explico que, aunque hay morales diversas, porque cada cultura tiene su propio sistema moral, de costumbres, de lo que se puede y no se puede, y aunque los códigos jurídicos son diversos en las naciones, varían, hay solamente dos éticas. Una es una ética levinasiana, que se inspira en el rostro del otro para pensar cuáles son los dolores innecesarios en nuestro propio mundo (y ahí la antropología juega, o debería jugar, un papel central). A esa ética la llamo “desobediente”: una ética desobediente o de la desobediencia. La otra es pensar dentro de la convención, generando convención. La llamo ética “conformista”. La ética conformista es una piel ética, es la pulsión de aquellas personas que, a veces en la misma familia, o a veces en una aldea pequeña, o en una gran metrópolis, asumen que su papel en la vida es reciclar hacia adelante el mundo recibido tal como es recibido; es decir, la conformidad con lo recibido y la promoción, e incluso la ampliación, de lo recibido. La ética desobediente, por el contrario, tiene siempre un pie dentro de la irrealidad de las instituciones, y un pie afuera (y, de nuevo, ahí la antropología vuelve a ser fundamental), para ver lo que nos falta y lo que podría ser modificado.

Se trata, pues, de entender que, mientras códigos jurídicos hay muchos y son listables, y las normas morales también se pueden listar, la trama de la historia está tejida solamente por dos pulsiones éticas, dos sensibilidades éticas. Y esta noción de la “sensibilidad ética” no es mía. La tomo de un sociólogo del derecho.

En un largo camino de décadas, sigo por este rumbo hasta llegar a un cruce con la magnífica perspectiva de la colonialidad del poder, propuesta, formulada y desarrollada por el gran Aníbal Quijano —a quien solamente hoy, a seis años de su partida, comenzamos lentamente a hacer justicia y a otorgarle el reconocimiento que merece—, toda vez que la colonialidad del poder, la colonialidad del saber, lo decolonial, la centralidad de la raza en el mundo en que vivimos, no de la clase, sino de la racialización de paisajes y de cuerpos… todas estas nociones circulan por Estados Unidos, por Europa, sin que se sepa muy bien de qué matriz salieron, que salieron del vocabulario de Quijano.

Consigo ahora hablar de una “Antropología por demanda”, o “responsive Anthropology”, como la denominó, mejor todavía, el profesor de Literatura Comparada de la Universidad de Berkeley, Ramsey McGlazer, en su traducción al inglés de mi libro The Critique of Coloniality. Eight Essays. Una antropología que, en lugar de colocar la pregunta, usa su caja de herramientas, es decir, la etnografía, para responder preguntas que la gente que antes había sido objeto de su estudio le coloca. Y llego a esta idea de una antropología responsiva por mi propia experiencia: me voy dando cuenta de que, a partir de una etapa de lo que llamo mi “antropología feliz”, que fue un tema que elegí, un tema que propuse, de repente mi antropología se va transformando en una respuesta a preguntas que me llegan. Así: de un campo sin violencia de género, o muy escasa violencia de género, donde encontré a mujeres poderosísimas, cosa que afirma también Simone de Beauvoir, en sus diarios de viaje por el Brasil —la religión africana en Brasil—, a las cárceles y los condenados por violación (que fue una investigación a pedido, que realicé con mis estudiantes), y a los campos de batalla de las nuevas formas de la guerra y la violencia sexual en esas nuevas formas de la guerra; su sentido, su significado como arma de guerra. Y a las luchas feministas… O sea, ahí hay un tránsito que va de la antropología que colocó la pregunta, a una antropología que fue demandada, que fue solicitada para responder preguntas que no eran de la antropología Y, a partir de ahí, a la propuesta de una politicidad en clave femenina, que viene de la historia de la gestión doméstica en el mundo comunal, como una gestión que no es ni privada ni íntima. Esto es: mi antropología se fue politizando.

Otros tránsitos se fueron entonces manifestando: de la antropología de la religión, a comprender la relación entre religión y política en América Latina, la expansión del protestantismo. Y, más tarde, responder al pedido de dar mi opinión, ante el Congreso brasileño para la consulta oit 169 sobre Proyecto de Ley de Criminalización del así llamado Infanticidio Indígena. ¿Cómo frenar esa ley, que en realidad era un proyecto de ley para una intervención mayor en el mundo aldea? Cuando me llegó este pedido de ir al Congreso y dar mi opinión, a manera de una consulta que iba a cumplir con la OIT 169, me di cuenta de que no podía defender el relativismo cultural como una posibilidad de matar niños, pero tampoco podía permitir que se aprobara una ley de criminalización al infanticidio indígena, porque es una ley mentirosa —estoy sintetizando un trayecto de vida muy largo—.

Otro tránsito sobrevino después, del Xangô do Recife a la lucha por las cotas de una sociedad cuyos preceptos y filosofía, cuyo códice afrobrasileño en realidad no aceptaba la racialización de su propia religión; porque siempre asumió que su religión es universal, conclusión a la que yo llego recientemente con mi crítica a la minorización, al decir que todas las identidades políticas son universales —me lo enseñó la gente de Xangô, es impresionante—. Entonces: de esa investigación que fue mi tesis doctoral a la lucha por las cotas; es decir, a la idea de nombrar la raza en Brasil, aunque nombrar la raza en Brasil no sea igual que nombrar la raza en el mundo anglosajón, porque sus historias son diferentes y porque el proceso de racialización es otro. Pero el racismo, con su ferocidad y su maldad, está en todas partes.

Por último, más recientemente, de la palabra, que fue siempre mi instrumento, a una convocación a hablar sobre el mundo de la imagen y la plástica. Por ejemplo, hacer el análisis de La niñera negra y lo que llamé el Edipo negro, cuando no fuimos capaces de ver que en nuestro propio mundo, aquí donde habitamos, hay dos maternidades. De esta manera, el tránsito va de un ámbito disciplinar a un territorio de lucha y de psicoanálisis —el hecho de que un niño tiene una mamá de otro color—.

Me sentí entonces más cómoda al defender un tránsito que va del paper al ensayo, de una escritura de ideas, una escritura donde la información es lo que más pesa, a una escritura que recupera la tradición ensayística de larga data en América latina. En realidad, la ensayística es una escritura de ideas que entabla un diálogo con alguien, con un público que habita el paisaje mental de una misma. Entonces llego a esta idea de un pensar en conversación como la forma más fértil de pensar, siendo que la conversación es el espacio del vínculo, y es maravillosa —y por mucho tiempo nos dijeron que conversar era perder el tiempo, porque pensaron solamente en la productividad; y no hay nada más enemigo de la creatividad, que la productividad: creatividad y productividad están en tensión y son enemigas—. Pienso, por ejemplo, en un autor, Benedict Anderson, que escribió apenas dos libros, uno de los cuales, Comunidades imaginadas, sigue siendo imprescindible para pensar la nación. Realmente, debemos abandonar esa demanda de productividad que nos vuelve deshonestos y deshonestas. Y no podemos educar si no somos éticas: hay que formar pieles éticas. Así como digo que el cuidar es político, que maternar es político, tejer la piel política de aquellos y aquellas a quienes cuidamos.

Ahora se me presenta el desafío siempre ensayístico y teórico político de entender el presente, que es entender un presente muy difícil y muy apocalíptico. Para ello me remito a Hannah Arendt en su Historia del totalitarismo. A partir de ella es posible entender que toda utopía como futuro encarcelado, obligatorio y predefinido lleva inevitablemente al autoritarismo. Aunque Hitler y Stalin parecieran distintos, Hanna Arendt comprendió desde el principio que eran iguales en este sentido: una ciencia de la historia. La historia tenía que dirigirse hacia un lugar obligatoriamente, y quien no fuera funcional a esa dirección de la historia debía perecer. Estamos en un momento semejante. Ese es el problema y tenemos que identificarlo. Entender que estamos frente al colapso de la razón humanitaria, tal como hubo un colapso de la razón humanitaria durante el prefascismo y el fascismo. La razón humanitaria no tenía entonces valor, no había un valor de la razón humanitaria. De igual modo, su discurso se encuentra obsoleto hoy en día, si es bueno o es malo no es más un argumento… ¿Cómo vamos a lidiar con eso? ¿Qué va a hacer nuestro trabajo disciplinar con eso? Tenemos que mirarnos en ese “espejito, espejito” de la Reina Mala, porque hemos permitido que la realidad nos haya conducido a ese mismo punto. Y debemos entender también que todas las revoluciones fracasaron: fueron exitosas en derrocar el pasado contra el cual se rebelaban; pero no en construir un camino hacia un horizonte más benigno para la humanidad. Entender y hacer entender que el patriarcado, como cimiento replicado por toda desigualdad y expropiación de valor que conocemos, ha jugado un papel central en esas derrotas revolucionarias, hasta hoy. No se movió de lugar: la izquierda patriarcal es tan asquerosa como la derecha patriarcal.

Y voy ahora a volver a mi práctica antropológica, la etnografía, que puede comportarse como una caja de herramientas para la vida, en el cotidiano, y que me permite contar hoy lo que parecen ser un par de anécdotas; pero son, en realidad, una increíble pieza de registro del presente, a ser analizada y colocada en contexto.

En lo que sigue, cito un breve diálogo con el filósofo español Amador Fernández Savater por WhatsApp, con dos reveladoras y muy breves etnografías del presente:

[8/06/24, 11:27:41] Rita Segato: ¡Buenas tardes, Amador! Estoy en Barajas con mi hijo acompañándome porque ya me vuelvo a Buenos Aires y de repente, no sé por qué, una escena me hizo acordar de vos (él escribió un libro, El poder de los débiles). No entiendo bien por qué. Pasó un mendigo. Al lado de nuestra mesa, donde estoy con mi hijo, Ernesto, hay otra mesa donde se encuentra una señora aún mayor que yo, de unos ochenta años, con su hijo mayor aún que mi hijo, de unos 50 años. Pasa un mendigo pidiendo monedas y de repente el hijo de al lado le empieza a gritar a su madre: “¡Eres débil, eres débil!”, porque la señora hurgó en su cartera para darle una limosna al mendigo. Y le repetía: “Eres débil”, como si ser débil fuese un defecto mayor que ser poderoso. Lo repitió tantas veces como una acusación a su madre que me entrometí: “Es buena, no débil”, le dije. “Y ser débil es mejor que ser fuerte”.

Respuesta de Amador:

¡Hola, Rita!

Mira lo que pasó el otro día en mi comunidad de vecinos: hubo reunión porque algunos propietarios proponen echar a la portera que vive en el bajo a cambio de su trabajo, ahora que se jubila. Yo protesté, indignado, diciendo que cómo íbamos a echar a una persona que ha hecho toda su vida allí, y solamente proponiéndole un arreglo. Me llamaron “buenista”, y ganaron la votación. “Buenista” se ha popularizado hoy como ridiculización de los que tienen algo de empatía con los demás, con los débiles. Ser bueno es ser tonto, viene a decir. Es una etiqueta que justifica la pedagogía de la crueldad, el sacrificio de los débiles; y es lo que está pasando hoy, un descaro de las derechas a la hora de plantear que hay gente que sobra —y esa es nuestra realidad: hay un sobrante humano—.

Finalmente, el hoy del mundo: juré ante mí misma, jamás hablar en público por estos días sin mencionar a Palestina. No empezó el 7 de octubre, ni podrá terminar ya con la falsa declaración de una paz. ¿Paz en qué guerra? No hay guerra. Dos libros de mi autoría, escritos tiempo atrás, lo certifican: Palestina el grito inaudible (2009) y Palestina somos todos (2014). De cara a Palestina es fundamental, en primer lugar, entender la diferencia con los horrores del Holocausto (la crueldad infinita, el espanto del Holocausto, el dolor del Holocausto). Cuando el Holocausto estaba ocurriendo, no todo el mundo sabía lo que ocurría. Incluso, cuando los soldados llegaron a los campos, a los Lagers, quedaron espantados con lo que vieron, porque no sabían. Mucha gente en la propia Alemania no sabía lo que ocurría. Y hoy sí: todos estamos viendo lo que está pasando. Abrimos el Facebook y aparecen las imágenes espantosas: está a la vista, está dicho. Y esa es una gran diferencia. Y, además, la cuestión de por qué no se puede oír el grito de Palestina, que es algo que digo desde hace mucho tiempo, desde 2009. No se puede oír porque es irrepresentable. No hay un estado de derecho, no hay una gramática de la vida. La ley es un sistema de creencias, como ha dicho Agamben, y es fácil entender. No tiene una relación causal con las prácticas, pero es la referencia que nos permite convivir creyendo que la vida es reglada. Como sistema de fe, es indispensable; pero ya no existe. No hay estado de derecho a nivel global. Estamos en un mundo en que el poder de muerte es la regla. Ni siquiera es una regla. Es lo que impera: impera el poder de muerte. O sea: el mundo se ha vuelto por completo agramatical.

Si Palestina somos todos, y la ley del más fuerte se impone, como parece haberse impuesto, no habrá salvación para las gentes que habitan los paisajes que son de interés para el proyecto histórico de la acumulación-concentración; es decir, de interés de los dueños en un mundo adueñado.