Provocativamente exhibido, pudorosamente velado, glorificado y demonizado, el cuerpo ha sido siempre el gran objeto de deseo de la mirada y la representación visual. La imagen lo ha hospedado de manera anónima, en grandes concentraciones públicas bajo la forma del pueblo, la ciudadanía o la multitud, o en pequeñas escenas de la vida cotidiana, con sus trabajos y sus días. El cuerpo se individualiza, se presenta especial y distintivo, en inmensos óleos de personajes de la realeza y las élites políticas, en placas de metal que honran el linaje familiar, en postales de tipos sociales que estandarizan oficios e identidades, o en recortes de revistas que serializan el cuerpo de las celebridades.
El surgimiento de la fotografía es mucho más que un quiebre en la historia de la relación entre cuerpo e imagen. Esa transformación técnica que reemplaza materiales —óleos y pinceles por placas de metal, vidrio o cintas de celuloide que encontrarán su destino final en el papel— afecta el modo en que pensamos la corporalidad y su relación con el tiempo. La tecnología visual no solo acorta tanto los tiempos de ejecución de una imagen como los de su recepción, sino que altera la relación misma entre cuerpo y temporalidad. La imagen técnica descompone el movimiento corporal y, a su vez, acelera los cuerpos; más que congelarlos en el momento de la toma apura la percepción. El clic del obturador que se abre y se cierra marca el ritmo de ese modo nuevo en que los cuerpos perciben no solo las imágenes, sino también el mundo: en un abrir y cerrar de ojos, vemos cuerpos que en su rigidez y compostura se entregan pacientes a la eternidad fotográfica, pero también el campo visual resulta marcado por la estela de los cuerpos en movimiento, apurados por el ritmo urbano, detenidos en el instante de una proeza deportiva o en la elegancia y la sensualidad de un contorneo danzante.
La imagen mecánica transforma también los géneros que podemos llamar “escrituras del Yo” —desde la autobiografía y la biografía hasta la semblanza y el retrato—. La cámara no registra un pasado, una ideología, una serie de experiencias, sino una pura corporalidad. Se trata de una apariencia que no es el reverso de alguna esencia o profundidad: con la imagen mecánica, el cuerpo ya no es sede de la subjetividad ni su propiedad o su locación, tampoco es carnadura de alguna otra cosa. La visualidad ahueca y reemplaza categorías como Yo, sujeto o individuo para hacer avanzar la corporalidad. Con el retrato fotográfico, sujeto y cuerpo se homologan, y esa equivalencia, lejos de mantenerse en los límites de la imagen técnica, trastoca por completo el campo cultural.
Los sujetos se vuelven cuerpos y los cuerpos textualidades carnales. De ahí esa serie de tecnologías que los hacen visibles y legibles, empezando por la cámara, pero en concierto con otros aparatos de visibilidad/legibilidad —desde el electrocardiógrafo y el tensiómetro hasta el polígrafo—. Y si este complejo tecnológico dota al Yo de carnalidad, esas mismas técnicas exploran y modelizan una serie de cuerpos que hacen mucho más que ofrecerse a la representación, para dejar algo de sí en el proceso. El carácter indicial del complejo tecnológico autolegitima su accionar, descentrando la representación para colar en su lugar problemas vinculados con la verdad, la objetividad, etcétera.
El cuerpo como imagen/texto y redes sígnicas autogeneradas por los mismos cuerpos convoca una serie de discursos y técnicas que, al tiempo que fragmentan la unidad corporal —rostro, orejas, corazón, ojos, piel—, reinterpretan y reclaman esas partes como fuentes de explicaciones específicas —la frenología como un discurso sobre la cabeza, para citar un único ejemplo de eso que Carlo Ginzburg (1994) identifica como un paradigma indicial que interconecta discursos, saberes y prácticas estéticas de índole diverso—. Retratos honoríficos y punitivos —para seguir con esa imagen de dos caras que plantea Alan Sekula (1986)— cartografían los cuerpos y diseñan una legalidad que superpone política, ética y estética. Así, retratos de convencionales constituyentes, políticos y figuras públicas, fotografías de las élites comisionadas en estudios fotográficos, estampas comercializables de tipos sociales —el esclavo, el aguatero, el lechero, el indígena vencido o bautizado—, o volúmenes como el “Registro de prostitutas de la ciudad de México”, creado bajo la orden de Maximiliano de México, o la “Galería de ladrones de la Capital”, organizada por el comisario argentino Jorge Álvarez, constituirán los cimientos de un archivo corporal que definirá los territorios de la ciudadanía y sus exclusiones, el peligro y la sospecha, la sanidad y la criminalidad. Ese archivo se irá engrosando, tanto por la ampliación de grupos sociales que acceden gustosamente a la imagen, así como por las leyes precavidas de las jóvenes repúblicas, que imponen el registro fotográfico inicialmente sobre ciertos oficios —cocheros, periodistas, maestras— para ampliarlo a la totalidad de la ciudadanía. Esta retratística producirá una hermenéutica clave para la consolidación de los Estados modernos latinoamericanos, concebidos ellos mismos como cuerpos sociales.
La relación entre imagen y corporalidad en el siglo xx –o el cuerpo visual que construye el siglo xx– está marcada por la industria cultural. Las revistas ilustradas ensanchan el campo de lo visible: fotorreporteros comparten cuerpos y territorios de lugares que son o se perciben lejanos, fotógrafos urbanos recorren las calles en busca de imágenes tan cercanas como desatendidas. Esas mismas revistas, con sus notas y sus imágenes, pero también con sus anuncios y publicidades, producen una nueva pedagogía corporal: una gestualidad, una proxemia, un modo de vestirse y maquillarse, de cultivar el pudor y los afectos, un modo de habitar el mundo y el propio cuerpo. Multiplicación y multiplicidad de cuerpos, valientes y subyugados, cosmopolitas y locales, viriles y equívocos, femeninos y feminizados, infantiles e infantilizados, cuerpos de hospicio, delgados y electrodomésticos, cuerpos teatrales y distintivos, gozosos y sufrientes: los cuerpos serán simultáneamente objetos de consumo y espacio de circulación y destino del consumo de masas. Es por eso que la reproductibilidad técnica, que habitualmente se atribuye a la imagen mecánica, no es únicamente un rasgo de ese objeto que llamamos fotografía, sino que habita los cuerpos que se serializan, modelizados por semióticas de la salud y el cuidado, la moda, y la vida privada y la pública. La reproductibilidad técnica no nombra solo el régimen de la visualidad del siglo xx, sino también los vínculos entre cuerpo y visualidad que inauguran el siglo.
La imaginación estética presentará su disputa ofreciendo otros repertorios de imágenes y cuerpos posibles y deseables. Movidos por las ansias de salir del encierro —ya sea el museo, la galería, el marco de la obra o la lectura contemplativa—, los programas de vanguardia del siglo xx intentarán desautomatizar la percepción del mundo, del cuerpo y de la imagen misma. El horizonte de la producción visual será menos la belleza o la armonía y más lo radicalmente nuevo. Entendida como algo más que la mera renovación de procedimientos o la renovación institucional, las vanguardias apostarán por la novedad para producir algún tipo de shock en las audiencias y sacudir tanto la percepción estética como la de la vida cotidiana. Rayogramas, solarizaciones, montajes y experimentación con técnicas y materiales insólitos, desbordes de los límites de la imagen y sus espacios exhibitivos acompañarán un programa estético que apunta a borrar eso que Andreas Huyssen (2006) llama la gran división: la frontera que separa la obra del resto de los objetos del mundo, la brecha que distingue arte y experiencia vital. El cuerpo será, entonces, el campo de experimentación de programas estéticos que pergeñan artefactos y montajes, que desenfocan la cabeza —como sede de la razón y sus vestigios iluministas— para alumbrar, en cambio, los ojos entrecerrados de la duermevela y el sueño, los pies hinchados por el vagabundeo azaroso, el deterioro corporal de la enfermedad y la locura, la carnalidad exuberante y ambigua del erotismo.
Entre la producción estética y la industria cultural —dos zonas porosas entre las cuales migran las imágenes, surgidas y exhibidas en cualquiera de ellas—, entre el impulso por aquietar o inquietar la mirada —como propone Nelly Richard (2007) —, se configura el lazo que superpone cuerpo y visualidad en el siglo xx. Si bien la fotografía se suma a la construcción de la visualidad corporal, su fuerza gravitatoria excede la lista de nombres y de imágenes que puedan consignarse y que en una panorámica rápida de la genealogía latinoamericana, podrían ir desde Kati Horna, Annemarie Heinrich, Lola y Manuel Álvarez Bravo, Paolo Gasparini, Martín Chambi y Grete Stern, pasando por Paz Errázuriz, Alicia D’Amico, Daniel Hernández-Salazar, Sergio Larrain y Graciela Iturbide, hasta Marisa Bustamante, Leonora de Barros, Graciela Sacco, Oscar Muñoz, Loti Rosenfield, Alexander Apóstol y Liliana Maresca—. Ocurre que en tanto lenguaje, técnica y práctica, la fotografía lleva inscritos los puntos clave de los programas de vanguardia. No debe esforzarse por unir arte y vida: su origen plebeyo, ligado a la documentación y el registro, al oficio —del retratista y su clientela, del trabajador al servicio del diario o la agencia publicitaria—, su ser “criada de las artes”, como sentenciaba Baudelaire, la revela como hija natural de esa zona fronteriza, que no está ni totalmente de un lado ni totalmente del otro lado de la gran división. Marcada por la serialidad, el montaje y el azar —que tiñe el instante preciso de la toma así como los avatares del copiado y el revelado—, la imagen técnica fue siempre ready-made: obligada a ir en busca de lo ya hecho, se trate de objetos, cuerpos, territorios e incluso otras imágenes. Por otra parte, la dimensión performática que rige el acontecimiento fotográfico —ese poner los ojos y las manos, ese ajustar la pose para la cámara o ese dejarse vivir con desdén o urgencia, con frivolidad o compromiso ante la imagen— marcó desde siempre el pulso de los modos de entender y vivir el cuerpo, modelizando, entre otros, el cuerpo autoral desde su sujeción al lenguaje que lo constituye y lo mortifica, que lo visualiza y lo habla, hasta la imagen del autor como montajista y curador, como etnógrafo y artivista.
Efectivamente, en la última parte del siglo, el happening y la performance le dan la estocada final a la especificidad de los lenguajes y soportes y pulverizan el carácter objetual de la obra, al tiempo que la instalación y el impulso de archivo despierta los sentidos de una sensibilidad material, atenta al lenguaje mudo de las cosas. Signada por lo imprevisto —algo que está incluso un paso más allá del azar, idolatrado por las vanguardias de comienzo de siglo—, la performance desordena los lugares y roles del cuerpo del artista que acciona —pinta, escribe, actúa— y los del espectador, que ya no puede estar reducido a la mirada, incluso si se le concede su carácter de acción, y deviene otro de los principios de activación de la experiencia estética. La performatividad altera el estatuto de la imagen que extravía su soporte —el papel o la pantalla— para volverse imagen performada, imagen-acontecimiento; por su parte, la instalación propicia nuevas comunidades visuales, nucleadas en torno del archivo, como condición de posibilidad de lo visible pero también como gesto de apertura del campo visual a la imaginación material.
Las prácticas culturales y estéticas, como modos de mostrar y percibir el mundo, diseñan dispositivos de exhibición de procesos en curso, repertorios de pequeñas acciones, arreglos de objetos y materiales arrancados directamente —fotográficamente— de lo real: “espectáculos de realidad” como los llama Reinaldo Laddaga (2008). Este protagonismo de la pura denotación, que García Canclini (2011) lee en términos de fluidez espacio-temporal —el arte (y la vida) fuera de sí, la inminencia de un sentido siempre por venir—, renueva la ontología corporal/visual de nuestro presente. Si los cuerpos finiseculares se conciben como textos, imágenes o espacios exhibitivos para el montaje de identidades siempre en proceso de formación y disolución —y, por eso, los cuerpos se “se leen (y se presentan para ser leídos) como declaraciones culturales” (Molloy 1994, 129)—, la corporalidad visual del fin del milenio se constituye como un repertorio de dos caras: cuerpos/imágenes performáticas y archivos/objetos carnales. Del mismo modo, dos polos que tensionaron inteligibilidad de la imagen y la “realidad” del último siglo —entre la referencialidad y el simulacro, entre la representación más o menos mimética y la pura superficie significante— se desmagnetizan para dar lugar al retorno nunca ido de un real traumático (Foster 1996), que vertebra el cuerpo de la imagen contemporánea.
Vigilado y celebrado, el cuerpo/imagen no es solo herramienta y escenario de la performance identitaria, racial, sexo-genérica. Global e hiperlocal, núcleo irreductible de la biopolítica y de sus tecnologías de control y precarización así como sede de una imaginación desobediente, el cuerpo/imagen —–así anudado— cifra la forma que adopta la ciudadanía en la era digital. De ahí la centralidad de la selfie en la visualidad contemporánea, que expande la genealogía del autorretrato y la imagen no profesional —desde la foto doméstica, familiar y afectiva, pasando por los fotoaficionados, hasta llegar a lxs influencers— mientras que fuerza la coincidencia del tiempo de la experiencia, el tiempo de la toma y el de su recepción y comentario, volviéndose una suerte de pasaporte para que el cuerpo/imagen participe de la esfera pública.
Hoy, los nuevos materialismos problematizan la diferencia sujeto-objeto —que distribuía agencia y pasividad, viviente e inerte, humano y no-humano— y transforman los modos en que nos pensamos —nos vemos— a nosotrxs mismxs. La impronta poshumanista no solo extirpa los sueños de pureza de la especie y la saca del centro de lo existente, también redefine lo humano apuntándole al cuerpo. Los nuevos materialismos revelan que el sujeto no solo no es el negativo del objeto sino que se define como ensamblaje de materias vivientes e inertes. O, dicho en términos corporales, ofrecen una imagen del cuerpo que excede los contornos de la piel y se expande, incluyendo el agua que tomamos, el aire que respiramos, los microorganismos que compartimos.
Los nuevos materialismos inauguran también una nueva hermenéutica visual, que pone en foco la dimensión química de lo analógico y la materialidad industrial que sostiene lo digital —ambas opacadas de tanto poner en primer plano su dimensión óptica—. Leer la imagen en el marco de los nuevos materialismos convoca a abordarla no tanto como cosa u objeto —opuesta al sujeto o a la conciencia que la contempla—, sino más bien como entidad no-humana o materia vibrante, con su propia temporalidad, decrepitud, transformación y agencia. O como ente situado, conectado con su entorno o su ambiente, es decir, no como imago desencarnada y virtualmente presentificable en otro formato y en otro lugar, sino como ser existente, hecho de papel o de pixeles, que habita este entorno, el de la página de revista, el del papel fotográfico de alta calidad, la pantalla personal o el entramado de las redes y el universo digital. La hermenéutica visual que abren los nuevos materialismos ofrece nuevos vocabularios y nuevas operaciones para ajustar ese ensamblaje de materias y experiencias, esa superposición de percepciones y acciones, causalidades y efectos que indiferencian la imagen del cuerpo y el cuerpo de la imagen.
Marcelo Grosman, “Let’s dance”, La máquina humana, 2008.