Quiero agradecer la distinción que me ha otorgado lasa, especialmente al Comité que adoptó la decisión. Tengo un recuerdo imborrable de Guillermo O´Donnell, querido amigo y colega de tantos años, en cuyo homenaje se crearon este reconocimiento y la conferencia que lleva su nombre. También agradezco las cálidas palabras introductorias de Max Cameron, de Gabriela Ippólito y de Juan Manuel Abal Medina, así como los comentarios que seguramente hará Alicia Lissidini después de mi presentación.
Tal vez el título que elegí para esta conferencia sea un tanto críptico, por lo cual voy a comenzar aclarando su objetivo. Entre los múltiples desafíos que enfrenta hoy la democracia, me concentraré en dos que considero críticos. Uno es cómo el cambio tecnológico acelerado afecta la vida social, creando tanto peligros como oportunidades para el afianzamiento democrático. Y otro, cómo superar la “fatiga de la democracia”, según la expresión de Manuel Alcántara y de otros autores,1 es decir, el malestar ciudadano con la política y las bajas tasas de confianza institucional, que reflejan su desencanto e insatisfacción con el sistema democrático. Luego de exponer las principales características de estos dos desafíos, discutiré las perspectivas acerca de que los principios del “Estado abierto”, como paradigma y filosofía de gestión pública, pueden contribuir a recuperar el protagonismo ciudadano en el proceso político y las posibilidades de robustecer, por la vía de su mayor participación, los componentes deliberativos de la democracia. Así se explica el título de mi presentación.
Comenzaré por aclarar qué significa “era exponencial”. El inicio de la Primera Revolución Industrial se caracterizó por las transformaciones sociales generadas a raíz de la aplicación del vapor y el maquinismo. Esta “era del vapor” duró cerca de un siglo. La Segunda Revolución Industrial comenzó a mediados del siglo xix a partir del invento de la electricidad, que dio un enorme impulso a la producción en masa y el desarrollo del capitalismo. La tercera, conocida como científico-tecnológica o de la informática, cobró notoriedad en las dos últimas décadas del siglo xx y se basó en el notable avance de las tecnologías de la información y la comunicación. Fue formalmente reconocida en 2006, pero fue mucho más breve que las anteriores porque, ya en ese momento, nacía una cuarta revolución, al producirse la convergencia de tecnologías digitales con innovaciones en otras disciplinas científicas, biológicas y físicas, dando origen a un cambio exponencial en el desarrollo tecnológico. Es decir, una aceleración geométrica de su ritmo, y ya no gradual como en el pasado.
Desde entonces, en menos de dos décadas, el mundo asiste al surgimiento y rápido desarrollo de sistemas ciberfísicos, que combinan aplicaciones y dispositivos que utilizan computación avanzada, comunicación digitalizada, nanotecnología, sensores, internet de las cosas y muchas otras innovaciones que se han venido adoptando gradualmente.
Pese a los cambios científico-tecnológicos que se fueron sucediendo a través de esas distintas revoluciones, en todo momento perduraron ciertas pautas básicas de organización y funcionamiento de la sociedad humana, tales como la fisonomía urbana, las normas de sociabilidad, los patrones de intercambio de bienes y servicios, la atención de la salud, los sistemas de enseñanza-aprendizaje, así como la manera en que apreciamos el arte o disfrutamos del ocio. Y si bien todas estas actividades experimentaron cambios importantes a través de las distintas revoluciones científicas, sus manifestaciones fueron graduales y siempre resultó posible analizar su impacto incremental en cada generación.
Hoy, la velocidad exponencial del cambio adquiere un ritmo superior a la capacidad de adaptación de la sociedad, con la posibilidad de que, en un futuro próximo, se acelere y se vuelva aún más disruptivo, lo que podría hacer irreconocibles muchos de los rasgos que, durante siglos, caracterizaron la vida y la actividad social. Es altamente probable que, muy pronto, las revoluciones industriales sigan numerándose a intervalos temporales cada vez más reducidos.
Una parte de estas transformaciones ha coincidido, creo que no casualmente, con los profundos cambios científicos y tecnológicos que se vienen produciendo en los campos de la información y la comunicación, la inteligencia artificial, la robótica y sus múltiples aplicaciones. Previsiblemente, la aceleración de estos cambios producirá consecuencias de enorme impacto sobre el mundo del trabajo, los avances científicos, las modalidades de gestión de lo público y el propio funcionamiento de la democracia.
Hay, al menos, tres riesgos implícitos en este proceso. Librado a su propia dinámica, el cambio tecnológico producirá seguramente transformaciones profundas sobre la estructura de poder de los países, la producción e intercambio de bienes y servicios en el orden nacional e internacional y, por lo tanto, sobre la propia naturaleza del capitalismo como modo de organización social. Se requiere, entonces, un Estado con capacidad preventiva y reactiva para enfrentar y conducir este proceso, sin desalentar la innovación tecnológica puesta al servicio de la producción de bienes y servicios de interés colectivo. Segundo, es altamente probable que, frente a la aceleración del cambio tecnológico, se ensanche la brecha entre los países que lideran este proceso y aquellos que ni siquiera contemplan por ahora la inminencia y magnitud de sus impactos. Aquellos que queden rezagados en la adquisición de capacidades institucionales de sus Estados para lidiar con esos cambios tecnológicos serán más débiles y se verán más subordinados a los países líderes. El tercer riesgo es, principalmente, ético, porque sin un Estado con capacidad preventiva y reguladora, la sociedad puede verse expuesta a la voracidad de empresas y emprendedores para los cuales las consideraciones éticas o morales no cuentan, primando solo los criterios puramente mercantiles que inspiran la producción de los bienes o servicios que vuelcan al mercado. Esto puede ocurrir con muchos nuevos desarrollos en el campo de la ingeniería biomédica, la logística del transporte, la robótica en la educación, las plataformas de redes sociales, la ciberseguridad, etcétera.
Hace veinte o treinta años, las empresas que encabezaban el ranking mundial en términos del valor de su capital accionario incluían casi exclusivamente a aquellas dedicadas a la industria y el comercio. En la actualidad, el top ten está integrado, casi únicamente, por empresas tecnológicas. Una comparación entre el valor del capital bursátil de algunas de ellas respecto del pib de diversos países del mundo muestra, por ejemplo, que el valor accionario de Facebook, en miles de millones de dólares, es superior al de la Argentina, o que el capital de Amazon supera a los de nueve países sudamericanos. Esta comparación es un dramático reflejo de la relación de fuerzas existente entre estos gigantescos conglomerados empresarios y los países que deben negociar con ellos en condiciones de notable inferioridad, sobre todo cuando se trata de ejercer el poder de regulación sobre sus negocios. Para colmo, a raíz de la gratuidad y la viralidad de sus servicios, estas empresas suelen contar con el apoyo de sus propios usuarios, lo que acrecienta aún más su poder.
Entre otras consecuencias, esta era disruptiva ha creado un contexto en el que la política y el propio proceso democrático se han acomodado al nuevo mundo digital. Desde hace tiempo se vienen difundiendo términos como e-democracia, democracia digital o democracia 4.0. Si bien ha crecido de modo exponencial, la circulación de datos no ha mejorado necesariamente ni la información ni el conocimiento. Los ataques de desinformación con inteligencia artificial (ia) son hoy cotidianos y el futuro puede ser mucho peor, afectando procesos electorales con los trolls y la difusión maliciosa de contenidos falsos en las redes sociales. Los algoritmos de las redes y de las plataformas de contenido escalaron el alcance y abarataron la difusión de información falsa, en tanto que la ia generativa reduce aún más los costos de producirla. A diario se toma conocimiento de campañas en redes que simulan ser movimientos sociales espontáneos, o se generan granjas de clics y trolls, en las que se venden interacciones y cuentas falsas. La ia generativa facilita esas actividades, ya que los grandes modelos de lenguaje (llm por sus siglas en inglés) mejoran la calidad del texto automatizado, haciéndolo realista, convincente y muy difícil de identificar como artificial. Estos modelos también pueden usarse para desarrollar software, por lo que codificar bots es muy rápido y sencillo.
La información transparente es vital en una democracia y, por lo tanto, una sociedad aumenta su fragilidad cuando no puede acceder a ella, viéndose afectado el derecho ciudadano a la participación política en el debate de los asuntos públicos. La difusión de noticias falsas, la manipulación de algoritmos para privilegiar ciertas informaciones, el uso de bots y trolls para contaminar la discusión pública y el acoso en línea conspiran contra la posibilidad de acceder a información veraz y confiable, garantía de libertad de expresión y opinión.
Entre otros impactos, ha aumentado el riesgo de manipulación digital y detección de preferencias de las personas, al margen de su consentimiento. La expansión de las Big Tech, como Google y Facebook, plantea a los gobiernos el desafío de proteger la privacidad de los consumidores en esta era digital, impedir que las plataformas de redes sociales promuevan la desinformación y evitar que la concentración de mercado pueda desestimular la innovación.
Es creciente el riesgo cibernético que sufren los gobiernos: los ciberataques aumentan en volumen, intensidad y sofisticación, y producen impactos financieros y la posible pérdida de confianza ciudadana. En muchos países, la gestión del riesgo informático se ha convertido en una función permanente de los gobiernos. Y el test real de un desempeño efectivo será seguramente la capacidad de anticipar y contrarrestar la actividad de los ciberatacantes.
Con respecto a los impactos del desarrollo tecnológico sobre el empleo, se estima que el 65% de los niños que actualmente se encuentran en edad escolar desempeñarán cuando sean adultos puestos hoy inexistentes. Se prevé que en 2030 estarán automatizados entre el 16% y el 30% de las ocupaciones. Muy probablemente, se perderán empleos pesados, repetitivos y de baja calificación. También cambiarán la jerarquía y la retribución de los diferentes tipos de empleo y se modificarán la estructura y las modalidades de trabajo, con una tendencia hacia una mayor precarización. Se pronostica, asimismo, que las ganancias de productividad tenderán a privilegiar al capital.
Frente a este panorama, deberán promoverse cambios en el sistema educativo que incentiven procesos de formación, capacitación y reentrenamiento, tomando en cuenta las perspectivas ocupacionales en una sociedad en la que la economía digital, la ia y la robotización modificarán profundamente la estructura del mercado de trabajo. Deberá reestructurarse el sistema tributario, para afrontar la merma de ingresos derivada de la sustitución del trabajo humano por robots no contribuyentes, y adoptarse medidas compensatorias en materia de política social, para resolver la situación de los trabajadores que resulten desplazados del mercado de trabajo por la desocupación tecnológica.
Sobre el segundo punto que planteé para esta exposición, es decir, la cuestión de la “fatiga democrática”, voy a ser más breve, ya que es un tema por demás conocido. La transformación digital ha acentuado el individualismo, el consumismo y la falta de identificación del ciudadano con el Estado. En la sociedad líquida, la democracia se ha vuelto frágil. La “tercera ola” de Huntington acabó generando “democracias con adjetivos”, en la expresión de Collier y Levitsky. Comparativamente, las democracias plenas son minoría.
De acuerdo con el índice de democracia de la Economist Intelligence Unit (eiu), solo el 8% de la población mundial vive en la actualidad en países plenamente democráticos. Asia y África están plagados de regímenes autoritarios. El Latinobarómetro de 2023 destaca que, en promedio, la insatisfacción ciudadana con la democracia se mantiene próxima al 70%, señalando un aumento de casi 20 puntos porcentuales en los últimos diez años. En algunos países, como Perú, Ecuador, Venezuela y Panamá, el índice de insatisfacción supera el 80%. Solo en un país tradicionalmente democrático, como Uruguay, la insatisfacción es notoriamente inferior (39%) y, por razones coyunturales, es todavía menor en El Salvador (32%).
La contrapartida de estos índices es, naturalmente, el escaso apoyo a la democracia, vista como preferible a cualquier otro tipo de régimen político. En 2023 solo el 48% de los latinoamericanos apoyaba la democracia, lo cual representaba una disminución significativa respecto del 63% registrado en 2010.
Con respecto a la indiferencia al tipo de régimen político, al igual que con el indicador de “apoyo a la democracia”, es a partir de 2010 cuando comienza un cambio que se mantiene en el tiempo. En este caso, es un aumento constante de la indiferencia, de un 16% en 2010 a 28% en 2018 y 2023. Analizando la tendencia en la región se reitera que la década de 2010-2020 fue la peor para el apoyo a la democracia.
Frente a estas tendencias, el tercer punto de mi exposición se vincula con la posibilidad de que el gobierno abierto (o el Estado abierto, como se ha comenzado a denominarlo) pueda constituir una respuesta esperanzadora frente a la fatiga democrática y la incertidumbre que crea un mundo tecnológico disruptivo.
Cuando Barack Obama asumió su primer mandato, en 2009, anunció que su gobierno sería transparente, participativo y colaborativo, pilares de una filosofía de gobierno abierto que se funda, a mi juicio, en tres supuestos. Primero, que la tecnología disponible –a partir de la web 2.0– permite una fluida comunicación e interacción de doble vía entre gobierno y ciudadanía; segundo, que el gobierno debe abrir esos canales de diálogo e interacción con los ciudadanos, para aprovechar su potencial contribución en el proceso decisorio sobre opciones de políticas, en la coproducción de bienes y servicios públicos y en el monitoreo, control y evaluación de su gestión; y tercero, que la ciudadanía debe aprovechar la apertura de esos nuevos canales participativos, involucrándose activamente en el desempeño de esos diferentes roles (decisor político, productor y contralor).
El primer supuesto es indisputable; los otros dos son más dudosos. Los gobiernos son reacios a abrir la caja negra del Estado, a instar a los funcionarios a que escuchen a los ciudadanos, a que respondan a sus propuestas, a aceptarlos como coproductores y a admitir que deben rendirles cuenta, además de responder a sus críticas y observaciones. Tampoco es esperable que los ciudadanos estén dispuestos a participar si se abren los canales; no es fácil recrear el ágora ateniense. Como observara Amartya Sen, los ciudadanos solo participan si han sido realmente empoderados, si conocen sus derechos individuales y colectivos, si reciben la garantía de que pueden ejercerlos, si pueden acceder a la información sobre el objeto de la participación y pueden comprenderla y si tienen capacidad de agencia.
Los ciudadanos tienden a ser free riders; su consigna se sintetiza en la frase “animémonos y vayan”. Hace unos años, realicé un estudio en la Argentina, a partir del análisis de 47 encuestas (más de 18.000 casos) realizadas en distintos municipios representativos de todas las regiones del país. En esa encuesta se hacían varias preguntas relacionadas con la participación ciudadana. Casi el 100% de los encuestados se manifestó a favor de la participación, pero solo el 36,66% afirmó que participaba o que había participado en algún tipo de organización. El 50% de ellos lo hacía (o lo había hecho) en organizaciones religiosas, y una proporción algo menor, en cooperadoras escolares. Solo el 3,4% había militado en algún partido político. Pero la inmensa mayoría indicó que no estaba en condiciones de participar, fuera por falta de tiempo, preferencia por dedicarlo a familia o amigos, por no creer que hacerlo valiera la pena o por otras múltiples razones.
Todo parecería indicar, entonces, que la orientación habitual del estilo de gestión estatal y la disposición ciudadana a la participación no serían compatibles con los supuestos sobre los que se basa la filosofía de gobierno abierto. La sobrecarga en la circulación de datos agrava el problema, exigiendo a la ciudadanía estar alerta a la manipulación informativa por parte de los gobiernos, al ocultamiento y a la distorsión de los datos.
No obstante, si bien las promesas de gobierno abierto seguramente no se verán realizadas en un futuro próximo, existen buenas razones para suponer que se ha puesto en marcha un movimiento en esa dirección que, tal vez, se irá afianzando gradualmente. Desde hace varias décadas se advierte un creciente papel de las organizaciones no gubernamentales y los movimientos de base en la escena política. El acceso a la información pública ha adquirido un estatus legal, y hasta constitucional, en gran número de países, estableciendo la obligación del Estado de brindar información a la ciudadanía.
Desde hace más de una década, la Alianza para el Gobierno Abierto reúne a casi ochenta países miembros, que elaboran planes en los que se comprometen a desarrollar diversos tipos de acciones orientadas por los principios de gobierno abierto. A estos países se ha sumado un número mucho mayor de gobiernos subnacionales, así como cientos de organizaciones de la sociedad civil, cuyos compromisos asumidos en los planes de acción periódicamente elaborados se cuentan por decenas de miles. También los poderes legislativos y judiciales se han declarado abiertos, así como universidades, empresas públicas y organismos paraestatales.
Entre los compromisos que los países incluyen en sus planes de acción se registran iniciativas tendientes a ampliar la información pública disponible para la ciudadanía, a garantizar y mejorar el ejercicio del derecho a la información pública, a mejorar el acceso a los servicios públicos, a proteger los derechos de usuarios y funcionarios públicos, a incrementar la transparencia de la gestión pública, a promover la participación ciudadana en la gestión estatal y a aumentar la capacidad institucional para una gestión abierta.
Con la interoperabilidad de sistemas informáticos y las aplicaciones de inteligencia artificial, varios países –como Estonia, Islandia o Nueva Zelanda– han iniciado un movimiento hacia la personalización de los servicios públicos, poniendo la tecnología al servicio de la ciudadanía y asegurando mayor simplicidad, honestidad y transparencia en la prestación. Según las proyecciones que realiza el gobierno de Estonia, en pocos años no solo se incrementará esta orientación proactiva (y ya no reactiva) del Estado; también la tecnología facilitará la participación de los ciudadanos en la discusión colectiva de los asuntos públicos.
Definitivamente, y con esto concluyo, revertir la fatiga de la democracia y consolidar sus instituciones va a depender en gran medida del grado en que los Estados se abran a la ciudadanía e incorporen la inteligencia colectiva en sus decisiones y acciones para enfrentar sus grandes desafíos actuales.