Antígonas: Mujeres que excriben en América Latina

Fiat iustitia, et pereat mundus
Máxima latina, cit. por Slavoj Zizek. Antígona: “Que se haga justicia, y que el mundo perezca”.

La violencia real viene provocada por una imbecilidad atroz. La violencia poética por una lucidez atroz. Es triste, realmente triste, que la una no exista sin la otra.
Angélica Liddell. “El mono que aprieta los testículos de Pasolini”, El sacrificio como acto poético.

Una vida ética no es simplemente la que se somete a la ley moral, sino aquella que acepta ponerse en juego en sus gestos de manera irrevocable y sin reservas. Incluso a riesgo de que, de este modo, su felicidad y su desventura sean decididas de una vez y para siempre.
Giorgio Agamben. “El autor como gesto”, Profanaciones.

1. Antígona (aún): excritura y disenso...

¿Por qué insistir en Antígona hoy? ¿Qué tienen que decirnos, aún, la pregnancia de su presencia en la historia cultural de Occidente —y, en especial, de América Latina—, así como la radicalidad de su gesto —ético y estético, pero también político— de insubordinación y desobediencia? ¿Qué podemos añadir, además, a lo ya magistralmente dicho? Sin duda, la bibliografía acerca de Antígona —el personaje y el acto que le corresponde; la tragedia y lo enunciado, en lo que significan literal y metafóricamente— es extensa; e intensas, las reflexiones que se han suscitado al respecto a lo largo del tiempo y en diversos ámbitos del pensamiento (Steiner, Pianacci). De igual modo, son numerosas las elaboraciones y reelaboraciones literarias, las representaciones visuales y las derivas involucradas en su puesta en escena —teatral o performática— cada vez. No pretendo repasarlas aquí, por supuesto: algunas las conocemos, y el archivo es inabarcable. Tampoco intentaré abordar las múltiples aristas involucradas en el debate, que ciertamente podrían conducirnos a la tarea de toda una vida. Más bien, traigo a colación de nuevo la pregunta por lo que la presencia de Antígona podría representar en un tiempo en que la inequidad y los desafueros del biopolio Estado-Mercado (Williams) alcanzan niveles inenarrables, en que atestiguamos a diario el monstruoso desplazamiento de las sociedades disciplinarias (Foucault) a las sociedades de control (Deleuze), en el que se gestan nuevos poderes vinculados al narcotráfico y a las lógicas extraccionistas en general (Valencia), en que las formas modernas de gubernamentalidad deponen sus semblantes de pacificación supuesta por un ejercicio crudo de administración de la muerte, y en que proliferan los exterminios, los campos y las máquinas de guerra (Mbembe); la pregunta, pues, por su lugar en la cultura, por el límite que señala y por la pertinencia de su intervención; y, a la vez, por lo que su gesto superviviente permite discernir respecto de cierto anudamiento entre excritura (Nancy) y disenso (Rancière) manifiesto en algunos textos contundentes y categóricos, furiosos e inflexibles, que brillan turbadoramente en la escena literaria latinoamericana contemporánea —los textos de algunas mujeres que, herederas de una tradición importante de otras mujeres que han asumido antes (en la letra y en los actos) su confrontación radical con el poder de Estado y con otras formas de persecución y desnudamiento del cuerpo social, e(x/s)criben hoy en América Latina—. Esto es: de cara a las atroces violencias del presente, en franca oposición al mandato (masculino y patriarcal) del tirano, en nombre de un vínculo estrecho con el otro —el lazo de otro común posible— y en aras de sostener la evidencia de una verdad incontestable.

Estas escrituras, explícitamente y a conciencia, como sugiere Roberto Cruz Arzabal, a partir de las nociones de “literaturas posautónomas” y “necroescrituras” propuestas por Josefina Ludmer y Cristina Rivera Garza, respectivamente, desbordan la noción misma de texto literario o artístico, a partir de lo que emerge allí como un documento —no de civilización, sino de barbarie—. Y, al mismo tiempo, como corte que obliga a reformular tanto el propio sentido de la justicia —es decir, de lo “indecidible”, más allá de la ley que supuestamente la regularía (Derrida)—, como la razón de ser, la destinación misma de la escritura. Son, desde esta perspectiva, excrituras de lo éxtimo, arrojadas hacia ese vacío radicalmente exterior que pulsa al interior de lo simbólico, como lo concibe Jean-Luc Nancy. Y, en cuanto excrituras —o escrituras de lo real, armadas con los restos de lo real (Garramuño), pero además animadas por la urgencia de “traerlo a la presencia”, con toda la violencia poiética “de una lucidez atroz” (Liddell), como si de una extraña invocación se tratara, de una suerte de conjuro dia-bólico (De Certeau)— no solo abren un camino para la reinscripción crítica de lo que no ha sido simbolizado, sino que trazan otro ethos político cifrado en el disenso, el desacuerdo. Según Rancière, más allá de la policía —y de sus dispositivos de administración de la vida social, que son asimismo los de la muerte—, la política supone el espacio posible de un conflicto fundamental entre el poder del Estado y el soberano que integran los “sin parte” manifiestos como diferencia.

Pienso, más precisamente, para circunscribirme al contexto mexicano, en Dolerse. Textos desde un país herido (2011), de Cristina Rivera Garza; Antígona González (2012), de Sara Uribe; y Nadie les pidió perdón. Historias de impunidad y resistencia (2015), de Daniela Rea; aunque podría también referirme a otros textos latinoamericanos: el raro e inclasificable libro Persona (2017), del peruano José Carlos Agüero, o la película Postales de Leningrado (2007), de la venezonala Mariana Rondón, por ejemplo; así como también al trabajo visual de Argelia Bravo sobre las cicatrices acumuladas por Yahaira, la trabajadora sexual trans a quien acompaña en su recorrido por las trochas de Caracas (Arte social por las trochas. Hecho a pata, palo y kunfú [2009]), o al asimismo libro raro e inclasificable El padre mío (1989), de la chilena Diamela Eltit. Y pienso en Antígona: en la pregnancia de su presencia y la radicalidad de su gesto —“Pues sabemos bien que más allá de los diálogos, más allá de la familia y de la patria, más allá de los desarrollos moralizantes, es ella quien nos fascina, con su brillo insoportable, con lo que tiene, que nos retiene y que a la vez nos veda en el sentido de que nos intimida; en lo que tiene de desconcertante esta víctima tan terriblemente voluntaria”, afirma Lacan (1992, 298)—.

Para Lacan, “[d]el lado de ese atractivo debemos buscar el verdadero sentido, el verdadero misterio, el verdadero alcance de la tragedia”: “del lado de la turbación que entraña” (298). Y añade: “Esto se debe a la belleza de Antígona [...] y al lugar que ella ocupa en el entre-dos de dos campos simbólicamente diferenciados. No cabe duda de que extrae su brillo de ese lugar” (299). El lugar al cual se refiere el psicoanalista francés —que es el lugar en el cual Antígona sitúa su intervención— marca un litoral entre lo simbólico y lo real, que Antígona transita en varios sentidos, mientras establece también un límite a la imposición autoritaria del tirano: “la suerte de una vida que se confundirá con la muerte segura, muerte vivida de manera anticipada, muerte insinuándose en el dominio de la vida, vida insinuándose en la muerte” (299). Y esto, justamente, por la urgencia que cobra en ella el deseo. Ese mismo deseo nos arrastra con su fuerza ante el poema “Los muertos”, leído de viva voz, de firme voz, por María Rivera en la Marcha por la Paz, en Ciudad de México, el 6 de abril de 2011, según asegura Rike Bolte en su artículo “Voces en off sobre el desplazamiento del decir poético. Manca de Juana Adcock y Antígona González de Sara Uribe”, a manera de ilustración, respecto del efecto/afecto que produce el poema allí donde el gesto autoral de esta nueva Antígona encarna en una voz.

Las palabras de Cristina Rivera Garza en el fragmento inicial de esa escritura heterogénea, ese montaje de múltiples enunciados que su escritura reúne, Dolerse. Textos desde un país herido, son significativas al respecto. Luego de haber repasado las atroces violencias del presente que la escritura señala, afirma:

Cuando todo enmudece, cuando la gravedad de los hechos rebasa con mucho nuestro entendimiento e incluso nuestra imaginación, entonces está ahí, dispuesto, abierto, tartamudo, herido, balbuceante, el lenguaje del dolor.

De ahí la importancia de dolerse. [...] no se trata de que después del horror no debamos o no podamos hacer poesía. Se trata de que, mientras somos testigos integrales del horror, hagamos poesía de otra manera. Se trata de que, mientras otros tantos con nosotros, demandemos la restitución de un Estado con entrañas —el mismo objetivo tenían, por cierto, las Madres de Plaza de Mayo ante las atrocidades de la Junta Militar en la Argentina, y el movimiento de las Arpilleras en Chile cuando trataban de contradecir el horror de Pinochet, entre otros tantos movimientos generados por grupos alternativos de la sociedad— podamos articular la desarticulación muda con que nos atosiga el estado espeluznante de las cosas a través de estrategias escriturales que, en lugar de promover la preservación del poder, activen más bien el potencial crítico y utópico del lenguaje. Dolerse como quien se guarece de la intemperie. Dolerse, que siempre es escribir de otra manera (2011, 16-17). 

Por su parte, al final del paradójico monólogo, poético y bastardo, al mismo tiempo, armado a retazos de otras escrituras teóricas, literarias y periodísticas que es Antígona González, la voz encarnada en el texto nos dice: “Soy Sara Muñoz, pero también soy Sara Uribe, y queremos nombrar las voces de las historias que ocurren aquí” (2012, 97). Al principio, hemos leído:

Uno, las fechas, como los nombres, son lo más importante. El nombre por encima del calibre de las balas.

Dos, sentarse frente a un monitor. Buscar la nota roja de todos los periódicos en línea. Mantener la memoria de quienes han muerto.

Tres, contar inocentes y culpables, sicarios, niños, militares, civiles, presidentes municipales, migrantes, vendedores, secuestradores, policías.

[...]

Me llamo Antígona González y busco entre los muertos el cadáver de mi hermano.

Soy Sandra Muñoz, vivo en Tampico, Tamaulipas y quiero saber dónde están los cuerpos que faltan. Que pare ya el extravío.

Quiero el descanso de los que buscan y el de los que no han sido encontrados.

Quiero nombrar las voces de las historias que ocurren aquí (13-14).

Y, más adelante:

[

: ¿Quién es Antígona dentro de esta escena y qué

vamos a hacer con sus palabras?

: ¿Quién es Antígona González y qué vamos a hacer

con todas las demás Antígonas?

: No quería ser una Antígona

pero me tocó (15).

Finalmente, la voz que enuncia el texto Nadie les pidió perdón. Historias de impunidad y resistencia, esa serie de crónicas entre literarias y periodísticas de Daniela Rea, abre un relato titulado con la pregunta que encabeza el segundo apartado de Antígona González: “¿Es esto lo que queda de los nuestros?”. El diálogo se construye a partir de la reiteración de un sueño, en sus diversas variantes: el acoso de los desaparecidos y la urgencia de darles sepultura; precisamente, para reanudar la vida de los que quedan: “soñé que me secuestraban. [...]. Entonces, consciente dentro de mi sueño pensaba ‘esto es un sueño, esto no puede estar pasando porque estás soñando, vas a despertar y verás a Ricardo y a tu hija dormidos a tu lado, a salvo’. Pero dentro del sueño también pensaba ‘esto sí puede estar pasando, Daniela. Tú sabes que está pasando. Tú lo sabes. La gente está desapareciendo’” (2015, 259).

En su curso, el sueño se entrelaza con el ensayo: “Yo también busco. Busco un país que se me extravió hace varios años. No sé si está enterrado. Incinerado. Disuelto. Encobijado. La última vez que lo vi, estaba entre 30 mil muertos. Luego fueron 60 mil y luego... Luego ya no fueron muertos. Desaparecieron”. El ensayo con el poema:

Porque el cuerpo es la evidencia de que la vida y la muerte existen.

El cuerpo entre los brazos.

El sentido de mantenerse vivo.

¿Es así, como ella relató? ¿Llegó, por fin, el descanso de quienes buscan y de quienes ya han sido encontrados?

Nuestras calles se han convertido en el álbum familiar de todos los que nos faltan, los que están desaparecidos, me dijo

una amiga de Ciudad Juárez.

Los que están desaparecidos. Como mi país.

El país que busco (260).

Las tres escrituras a las que me refiero insisten, entonces; y en ellas parece asumirse una labor —y un ethos de la escritura— que es al mismo tiempo estética y política; es decir, simbólica y social: restituir algo de lo real borrado o excluido al terreno de la cultura como una manera de devolverle su agencia a la polis (Bhabha). Jacques Lacan lo elabora de la siguiente manera:

Antígona no evoca ningún otro derecho más que este, que surge en el lenguaje del carácter imborrable de lo que es —imborrable a partir del momento en que el significante que surge lo detiene como algo fijo a través de todo el flujo de transformaciones posibles—. Lo que es es, y es a esto, a esta superficie, a lo que se fija la posición imposible de quebrar, infranqueable de Antígona [...]. Al pasar, el hecho de que el hombre inventó la sepultura es evocado discretamente. No se trata de terminar con quien es un hombre como con un perro. No se puede terminar con sus restos olvidando que el registro del ser de aquel que pudo ser ubicado mediante un nombre debe ser preservado por el acto de los funerales (1992, 335).

Para Lacan, en esto reside lo fundamental en la tragedia de Sófocles: todo lo que se desencadena en el texto “aparece justamente en la medida en que le son negados los funerales a Polinice. Porque es entregado a los perros y a los pájaros y terminará su aparición en la tierra en la impureza, sus miembros dispersos ofendiendo a la tierra y al cielo, vemos bien por qué Antígona representa por su posición ese límite radical que, más allá de todos los contenidos, de todo lo bueno y lo malo que haya podido hacer Polinice, de todo lo que puede serle infligido, mantiene el valor único de su ser”. “Ese valor”, añade, “es esencialmente de lenguaje” (335).

2. El gesto de Antígona: jugarse la vida en nombre de lo incontestable

En su ensayo “El autor como gesto”, Giorgio Agamben se refiere a un texto atípico de Michel Foucault donde parece despuntar una posición menos inflexible del crítico respecto de “la ilegibilidad del sujeto”: “se trata de La vida de los hombres infames, concebida originalmente como prefacio a una antología de documentos de archivo, registros de internación o lettres de cachet, en las cuales el encuentro con el poder, en el momento mismo en el que los marca de infamia, arranca a la noche y al silencio existencias humanas que de otro modo no habrían dejado huella alguna” (2005, 85). Como una suerte de “impureza” del discurso, en estos retazos de escritura, para Foucault, “se juegan vidas reales”: “No encontrarán aquí una galería de retratos: se trata en cambio de trampas, armas, gritos, gestos, actitudes, astucias, intrigas de las cuales las palabras han sido los instrumentos. Las vidas reales han sido ‘puestas en juego’ (jouées) en estas frases; no pretendo decir que han sido allí figuradas o representadas, sino que, de hecho, su libertad, su desventura, muchas veces aun su muerte y, en todo caso, su destino, han sido allí, al menos en parte, decididos. Estos discursos se han cruzado verdaderamente con las vidas; estas existencias han estado efectivamente arriesgadas y perdidas en estas palabras” (Foucault, cit. por Agamben 2005, 87).

La cita le permite a Agamben introducir la noción de “gesto”, en cuanto “aquello que permanece inexpresado en todo acto de expresión” (87), a partir de la cual desarrollará su idea respecto del autor como gesto. Un gesto que es, al mismo tiempo, ético y estético; toda vez que supone un momento en el cual el autor se juega la vida en la escritura. En este orden de ideas, hablo no solo de la presencia de Antígona, sino también de su gesto: el momento en el que asume su posición hasta sus últimas consecuencias. El gesto de Antígona en Dolerse. Textos desde un país herido, Antígona González y Nadie les pidió perdón pasa por la posición de quien incorpora —como se incorpora la evidencia—; y, en ese acto de incorporación se acuerpa violentamente entre lo real y lo simbólico. En el primero de estos textos, la voz de la autora sentencia: “Frente a Medusa, que también es una cabeza separada de su cuerpo; frente a Medusa que también es una mujer decapitada, evado el espejo, que es otra manera de evadir a la piedra, y acepto las consecuencias, todas humanas y todas últimas, de las palabras. Estas son mis oraciones. A continuación, el texto “La reclamante”, en el que se confunden las voces de Luz María Dávila, Ramón López Velarde, Sandra Rodríguez Nieto y Cristina Rivera Garza, despliega con insistencia:

Discúlpeme, Señor Presidente, pero no le doy
la mano
usted no es mi amigo. Yo
no le puedo dar la bienvenida
Usted no es bienvenido
nadie lo es.

Luz María Dávila, Villas de Salvárcar, madre de Marcos
y José Luis Piña Dávila de 19 y 17 años de edad.

No es justo
mis muchachitos estaban en una fiesta
y los mataron.

Masacre del sábado 30 de enero en Ciudad Juárez,
Chihuahua, 15 muertos.

Porque aquí
en Ciudad Juárez, póngase en mi lugar

Villas de Salvárcar, mi espalda, mi fulmínea paradoja

hace dos años que se están cometiendo asesinatos
se están cometiendo muchas cosas

cometer es un verbo fúlgido, un radioso vértigo, un
letárgico tremor

se están cometiendo muchas cosas y nadie hace algo.
Y yo sólo quiero que se haga
justicia, y no sólo para mis dos niños

los difuntos remordidos, los fulmíneos masacrados, los
fúlgidos perdidos

sino para todos. Justicia.

Encarar, espetar, reclamar, echar en cara, demandar,
exigir, requerir, reivindicar (23). 

En el caso de Antígona González, el texto también teatraliza sus incorporaciones: las palabras trascienden cualquier significación para mostrar las huellas de su gestos —inflexiones gráficas de la letra que sugieren la emergencia de un discurso armado a voces:

Un vaso roto. Algo que ya no está, que ya no existe.
Que se halla en paradero ignorado, sin que se sepa si
vive. Sin que se sepa.

Yo me quedé pensando en el verbo desaparecer. Ellos
dijeron: Tadeo no aparece y yo pensé en el mago
que iba a nuestra primaria. En Tadeo tras la celosía
mirando a hurtadillas porque a nuestra madre no le
alcanzaba para darnos los cinco pesos de la función.
Desaparecer siempre fue para mí un acto de prestidigitadores.
Alguien desaparecía algo y luego lo volvía
a aparecer.
Un acto simple.

El afecto, más adelante, en el segundo apartado del texto, “¿Es esto lo que queda de los nuestros?” se quiebra; y el sueño convoca al documento forense, que se instala lapidario en la conciencia:

Monterrey. Nuevo León. 26 de enero.
Tres hombres muertos y amordazados fueron
encontrados en una tumba del panteón municipal
Zacatequitas, ubicado en el poblado Zacatecas, en
el municipio de Pesquería. Se estimó que pudieron
haber sido enterrados hace más de dos años (34)

Y otro tanto ocurre en las crónicas de Daniela Rea, donde el texto no cesa de atestiguar el relato de la tortura:

Los hombres la levantan, la llevan a rastras por el suelo y la sientan en la silla. Miriam jadea, parece un océano en tempestad. Intenta recuperar la calma y poco a poco la agitación de sus pulmones cede, respira profundo, una y otra vez, una y otra vez, una y ... una bolsa de plástico se adhiere a sus fosas nasales. Otra vez la asfixia, otra vez la avientan sobre el colchón. Unas manos desesperadas le arrancan las botas negras que calza, le quitan los calcetines. Una descarga eléctrica corre desde la planta de sus pies hacia todo su cuerpo. Lo hiere por dentro, desde lo más profundo. Otra descarga. Otra. Otra más. Miriam ya no intenta resistir (2015, 24).

Considero que, más allá de sus múltiples personificaciones en las excrituras que me interesa pensar desde esta perspectiva, estos textos insisten en un mismo gesto; y se juegan vidas reales en ello. Después de todo, como afirma Angélica Liddell, “[s]egún Adorno, después del genocidio nazi ya no era posible seguir escribiendo poesía. Después de las ignominias del siglo xx, después de la desolación moral, después del siglo de los campos de exterminio masivo se produce una atrofia del lenguaje. La escritura necesita llegar a una tregua con el sinsentido de la existencia porque de lo contrario nadie podría emprender el absurdo acto de escribir” (2015, 15).

Liddell señala este límite del horror para desdecir a Adorno; tal como lo hace Cristina Rivera Garza: “se trata de que, mientras somos testigos integrales del horror, hagamos poesía de otra manera” (2011, 16). Esa otra manera supone la posibilidad de oponerse al mandato terrible de silencio que impone el horror, a través de un nuevo tipo de agencia —una agencia trágica—. En este sentido, Antígona, como señala certeramente Judith Butler, no solo transgrede el decreto excedido de Creonte, con toda la “imbecilidad atroz” (Liddell) que insufla su “error de juicio” (Lacan), sino que sostiene la responsabilidad de su acto en la palabra que lo hace público Para ello dispone del habla del dolor; un dolor capaz de devolverle a sus muertos, a nuestros muertos, una supervivencia en la cultura.

Referencias

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